Ideología y Mito
Por Alberto Espinosa Orozco
La filosofía. lejos de ser refractaria a esa crisis ideológica de pliegues y dobleces
verbales, ha sido su centro y su escenario, dándose por consecuencia una crisis
sin paralelo en la filosofía misma, en el pensamiento, en la razón –por la que
tradicionalmente se había definido al hombre –definido ahora más que nada por
su pura y nuda existencia, para la que, por la que propiamente puede haber vida, pero no
filosofía. Nostalgia de la filosofía primera, pues, de la metafísica, en medio
de la crisis universal de la civilización occidental moderna, que ve en la
plurificación de las diversidades a nivel globalizado una expresión más de la cifra de la
particularidad, de los accidentes antropológicos, que dejan al hombre funesto y sin esencia, y donde se pierde precisamente toda universalidad posible
Una de las razones de aquella nostalgia filosófica de universalidad estriba en
que la misma figura del rebelde se ha vuelto así resbaladiza, confusa ella
misma, pues señala a la vez a dos deidades inmortales: Luzbel, el ángel
promotor de la caída, y a Prometeo, el titán del fuego salvador caído en
desgracia –en el centro, desgarrado por esa doble tendencia del espíritu
humano, al mortal Sísifo, condenado a llevar la inacabable piedra derrumbada a
la cumbre sin fin de la colina; que al igual que Faetón, tal vez también Belerofonte,
simbolizan el mito ancestral de la ascensión y la caída: imagen de la osadía
del espíritu humano y de su fracaso, jeroglíficos de la libertad en donde se
entrelazan los componentes de la eternidad y de la ruina.
Así, en primer lugar, el rebelde es Luzbel, pues la palabra rebelde deriva
efectivamente de “bellum”, palabra guerrera que ayuda a componer su nombre:
ángel sublevado contra los principios eternos y contra Dios que, luego de su
caída, se ensaña al maquinar la perdición de los hombres e intentar volver a
tomar el cielo por asalto. Porque la ética de Luzbel, el hijo de la Aurora,
deriva de ser, y en primer lugar, el inconforme y desobediente, el indócil e
intrigante que esparce entre el pueblo los rumores y la confusión, haciéndose
simultáneamente pasar por libertario o estallando en blasfemias. Por su parte la
palabra revuelta significa tanto volver del revés, mezclar las cosas
adulterándolas, como retorno, regreso, vuelta: segunda vuelta, en alusión a la
revolución de los astros que vuelven a su punto de partida, a su principio, de
donde la idea no tanto de rodar cuanto de enrollar y desenrollar, de desplegar
lo plegado: de explicar. Su figura es la de Prometeo, quien ayuda a los hombres
robando el fuego, la luz, de los dioses –cuya revuelta es más bien la
revolución misma del tiempo, que pone fin a una era histórica y que, a
semejanza de la ronda de las estaciones, marca con su término el comienzo de
otro tiempo que despunta.
Ambas figuras asociadas el planeta Venus, pues, cuya figura mitológica es doble, la de Hésperus y Fósforus: la estrella de la mañana y la estrella del atardecer.
Ambas figuras asociadas el planeta Venus, pues, cuya figura mitológica es doble, la de Hésperus y Fósforus: la estrella de la mañana y la estrella del atardecer.
El hombre tardo-moderno ha elegido en camino una figura fluctuante,
que responde a la ambigüedad del tiempo que corre: Sísifo, cuya tarea
infructuosa y repetida es subir a la punta de la inacabable pirámide. Su drama:
no querer morir, no aceptar a muerte, el fin de un ciclo, quedando preso por
tanto en una juventud perpetua, ignorante, irresponsable, obediente solo a un
señor ya vuelto abstracción pura, sin rosto, que lo devora; su experiencia, ir
hacia los extremos de las posibilidades inmanentes inscritas la naturaleza
humana para tocar el límite de lo imposible, hasta chocar con el límite, y ser
obligado por la fuerza misma delas cosas a recular, experimentando en
cabeza propia el “no hay más allá” de lo posible material.
Los mitos, los dioses, los ídolos de su nueva religión inmanentista, de su vivir como si Dios no existiera, como si todo estuviera permitido, como si el pecado no existiera, como si lo espiritual fuera una sperestructura de lo material, como si pudiéramos apropiarnos de la ley por la cual pertenecemos, no son otros que las figuras del progreso, de la abundancia programada, tecnificada, institucionalizada, prevista -y de la revolución, esa orgía de sangre guiada por la dialéctica de la historia. Que inevitablemente ha desembocado en la tiranía de los burócratas o en la restauración cesárea. Mito moderno, pues, que tiene algo de “non serviam” de luzbélico, algo también de llevar el fuego salvador al ser humano: ambos resueltos en el esfuerzo inútil de no aceptar nuestra condición de mortales, a costa de perder el alma el uno, o de postrarse desactivados para la fraternidad o en la nada muerta el otro –todo ello en medio de un falso igualitarismo que no puede sino conllevar a un falso respeto, en el fondo profundamente antisolemne, vulgarizado.
Los mitos, los dioses, los ídolos de su nueva religión inmanentista, de su vivir como si Dios no existiera, como si todo estuviera permitido, como si el pecado no existiera, como si lo espiritual fuera una sperestructura de lo material, como si pudiéramos apropiarnos de la ley por la cual pertenecemos, no son otros que las figuras del progreso, de la abundancia programada, tecnificada, institucionalizada, prevista -y de la revolución, esa orgía de sangre guiada por la dialéctica de la historia. Que inevitablemente ha desembocado en la tiranía de los burócratas o en la restauración cesárea. Mito moderno, pues, que tiene algo de “non serviam” de luzbélico, algo también de llevar el fuego salvador al ser humano: ambos resueltos en el esfuerzo inútil de no aceptar nuestra condición de mortales, a costa de perder el alma el uno, o de postrarse desactivados para la fraternidad o en la nada muerta el otro –todo ello en medio de un falso igualitarismo que no puede sino conllevar a un falso respeto, en el fondo profundamente antisolemne, vulgarizado.
Mito del tiempo, del tempo futuro que se agota, erosionado por la invisible
masa de sus pertinaces contradicciones, y que por tanto se vacía. Porque no es
el tiempo sólo una medida abstracta, sino algo concreto, un fluido, un
cuerpo o una sustancia él mismo: una fuerza que se llena o se vacía y que se acaba,
que crece o decrece, que se gasta y consume. Porque el tiempo es algo, como
nosotros mismos, algo vivo, que nace, crece, decrece, decae y mures... y que renace, una sucesión que
muere y que es seguida de otra que regresa, pues un tiempo se acaba a la hora que pierde su poder, mengua y se agosta... mientras que otro nace y retorna. Acabamiento interno de una era cósmica, pues, que marca el inicio de
otra: de unos dioses, de unos mitos modernos, que se apagan, tal vez para siempre,
mientras que regresan otros tiempos, el tiempo de la libertad y del espíritu, el tiempo verdaderamente fértil con sus dioses renovados y rejuvenecidos.
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