La Lucha de Clases Morales
Por Alberto Espinosa Orozco
I
Modernidad y rebeldía son palabras, si no sinónimas, cuando menos contiguas,
pues es la idea del mundo del hombre moderno, por su mecanicismo y por su
materialismo ateo, constitutivamente disolvente y corrosiva de la idea cristina
del mundo que, por lo contrario, concibe la realidad constituida esencialmente
por seres espirituales (que es la tesis central del personismo); por personas,
pues, que a su vez están sujetas, por vía del libre arbitrio y de la fe, a la
salvación de sus almas, a la bienaventuranza de sus espíritus,… o la perdición,
por la obstinación en sus pecados, a la extinción en la muerte o a la
condenación eterna.
Pero la idea del mundo cristiana ha quedado en nuestro tiempo, si no barrida
del todo, si al menos severamente desactivada, reducida, confinada a una
antigualla, aislada de los social y de la vida práctica en una especie de epojé
o puesta entre paréntesis –reducción de la que en nuestro mundo moderno no se
ve como poder salir, por la misma fuerza de la presión histórica y generacional
que ha neutralizado, por acción misma de la acumulación y dilatación histórica
de las faltas y trasgresiones. Incluso la noción tradicional y central
del pecado, de la culpa moral y religiosa, a quedado como enterrada bajo la
tolvanera del inmanentismo moderno, de la novedad y del cambio, de tal manera
que los hombres contemporáneos parecieran no saber ya distinguir entre su mano
izquierda y su mano derecha.
Por su parte, las ideologías modernas, al supeditar al conjunto de la cultura
toda al sistema de producción y sus empresas se ha configurado, bajo la bandera
del progreso y del desarrollo, como toda una compleja religión del
inmanentismo, a su vez alimentada por la publicidad y la propaganda, por el
arte de vanguardia y la industria de la diversión, desembocando en nuestro
tiempo en los vertiginosos totalitarismos robotizantes de los procedimientos
administrativos, de los planes y el control del futuro, dejándole como ultimo
respirado aparente al sujeto, que se debate en medio de la angustia y
desesperación, la entrada en rio del consumo desbocado o la entrega al
hedonismo exacerbado. Como su correlato y complemento necesario actúa, a
la manera de pivote cargado de resentimiento, el sólito fenómeno del desdén
estimativo y práctico de la persona humana en cuanto tal, cuya beligerancia se
ha revelado en nuestro tiempo bajo la especie del descarte, de la exclusión o
de la franca persecución de la persona.
Puede decirse que el fin último de las ideologías de dominio es acrecentar el
poder de su oscuro paganismo, borrando del todo el parámetro propiamente
religioso, cuyo sentimiento específico es la compleja emoción de la santidad y
de la nobleza, de la piedad y blancura, de la pureza y de la sencillez, de la
celeste alegría y de la esencia. Con ello la razón misma se ve profundamente
trastornada, reducida a la mera prudencia individual acoplada la mundo, al
cálculo egoísta o a la astucia –en cuya defensa invoca, sin embargo, alguna
causa de justicia o libertad históricamente trascendente que la propulsa, pero
que las más de las veces no es más que un parapeto que oculta las verdaderas
motivaciones de la voluntad, irracionales, impulsivas, nacidas de tendencias
primarias y básicas del propio provecho individual: hedónicas, cráticas o
voluntaristas (personalismo).
II
Las ideologías de domino parecieran así inspiradas por un naturalismo muy
cuestionable, ajeno a la cultura y contrario a la raíz misma de lo social, cuyo
paradójico evolucionismo pareciera manipulado por el príncipe de las tinieblas,
por el bellaco metafísico, que hace la guerra a todo lo que se llama Dios, puro
o angélico y que finalmente se lanza contra el hombre mismo por tener un linaje
divino.
Las ideologías, así, mediante todo un entramado de creencias, reforzadas por la
publicidad o el lugar común, tienen como objeto torcer el deseo y la voluntad
de los hombres para que anhelen sólo cosas terrenales, materiales, o para
cultivar los deseos de la carne, terminando por comportarse, endurecidos por el
orgullo y la codicia o desmayados en la vanidad, ya como lacias mujeres, ya
como caballos desbocados que se precipitan feroces sobre la mujer del prójimo,
ya cometiendo torpeza sexual los unos con los otros o las otras con las de su
mismo género –abriendo con ello la puerta de la tiniebla, pero también la de la
burla, la vergüenza y la perdición moral. Por contrapartida estratégica, la
rebeldía metafísica tiene como objeto, a su vez, disminuir y diezmar a los
justos, robando y saqueando a los que no se portan mal, lanzando sobre el
pueblo santo crueles temporales y tormentas, orillándolos así ha crecer
entre espinas, con gran aflicción y desamparo.
Imposible no mencionar el fenómeno sólito de la rebelión de los discípulos,
quienes presos por los cambios de la modernidad y sus novedosos herejías,
rechazan los valores tradicionales, constantes, eternos, precipitándose así en
el ambiguo dominio de lo ideológico y su congénito relativismo moral,
para desfilar en masa al precipicio de del nihilismo, instalándose en la nada
muerta, o sumergirse en la dimensión onírica y surrealista de la
transvaloración de todos los valores anhelando, no la alegría del maestro
generoso o que genera en la formación de sus hijos espirituales, sino el deseo
de poder, de riqueza, de vedetismo y brillo social, degradando incuso la
filosofía en la política al amoldarse a las circunstancias, pero reforzando en
cambio al ángel rebelde, al soberbio que hay en el hombre, pugnando inútilmente
por dejar atrás en su orgullo al maestro junto con la tradición, por mor de la
independencia y la individualidad, de la urgencia de la vida o el cambio, pero siendo en el fondo aprisionados en las
cadenas del embotamiento y malestar moral de la rebelión y el nihilismo.
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