Sobre la Envidia
Por Alberto Espinosa Orozco
I
La envidia no es en el fondo sino una voraz hambre espiritual. El clásico mecanismo de la envidia, sin embargo, consiste en demeritar lo espiritual (el talento, la obra, la virtud de un hombre) -en favor de una miserable, de una mezquina reivindicación personal. Puede definirse así la envidia como una terrible anemia del espíritu resuelta en la hinchazón, vacua, del ego.
Algunas
personas reciben críticas acertadas y para defenderse de éstas apelan a recurso
de decir que son criticados por envidia; lo he visto en el caso del avaro y del
jactancioso, también en el caso del envidioso, quien evade el bulto crítico al
salirse por la tangente, desplazando el tema refiriéndose a la mera codicia, a
la codicia vulgar, más gruesa, menos refinada, achacando que se le critica
porque el vecino desear tener el burro, la casa, la riqueza que le codician.
No, la envidia realmente es otra cosa: es una enfermedad del espíritu. Así, lo
que más generalmente se envidia en nuestro tiempo es tener espíritu, es tener
algún tipo de espiritualidad, de intimidad, de vibración personal específica;
es por ello que la envidia de murmurar en nuestro tiempo es infinita.
El ateo
efectivamente envidia al creyente: le envidia su fe y sobre todo envidia su
posible bienaventuranza en el más allá. Es así una especie de admiración
invertida que descubre que no podría contentarse con aquello que llena, que
colma, que da consistencia a quien envidia, procediendo entonces, por cualquier
medio que tenga a su alcance, a descalificarlo, a reducirlo o a ningunearlo.
II
¿Que se puede hacer contra los imbéciles, contra los envidiosos, contra los muertos en vida y los alienados sociales, contra los cínicos de la más baja estofa, contra los demonios burlones que hoy día infestan las letras y la comunicación, convirtiendo el mundo en una jungla de inconscientes? Sólo una cosa: despreciarlos, individualmente o en bloque –evadiendo con ello caer en la tentación de su vulgaridad profunda, de mezclarse con la esterilidad del toma y daca, de las pullas y los comentarios innobles.
Esa es hoy en día la única
forma digna de combatirlos -sin oportunidad de triunfo tal vez. Cuando se ha
rechazado la atmósfera emponzoñada de una época, el clima cultural de rampante
subjetivismo de una cultura, carcomida por el chancro de la pseudotranza, por
la palabrería intelectualizada de las rémoras de la modernidad, carentes de
verdadero espíritu, sólo queda una cosa por hacer: darle la espalda
olímpicamente a ese mundillo de apariencias, de afectaciones y de poses, para
volverse responsablemente al interior de uno mismo, a la soledad interior de la
persona, dándose en medio del desamparo a la reflexión, con la mayor
autenticidad posible -mientras se tambalea el mundo y la cultura toda girando
en torno del sujeto filosofante.
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