La Enajenación
Moral
Por Alberto
Espinosa Orozco
I
La peor y más sólita de todas las enajenaciones, a lo que propiamente se
puede por ello llamarse rebeldía en su sentido más pleno, es la enajenación religiosa: es decir, estar alejados de
Dios. Porque la ignorancia de Dios sólo puede indicar que el príncipe de las
tinieblas guarda dominio sobre los desobedientes, teniendo en ellos sus
designios eficiencia de engaño. Ateísmo, agnosticismo, no pueden así sino
conducir a alejarse o a ser ajenos a Dios, y a estar enajenados de su divina presencia. Por tanto, a vivir muertos en nuestros delitos y pecados o por seguir la corriente del
mundo, que es la condición corriente, vulgar, proletaria, impía, rebelde de la
época contemporánea -porque el príncipe de este mundo es el mismo que el
príncipe de la potestad del aire y de las tinieblas, que opera eficientemente sobre los
incrédulos e hijos de la desobediencia mediante el anhelo de vivir conforme a los deseos
de la voluntad de la carne o de los pensamientos mundanos (materialismo). Cosa que de suyo se opone a
los valores del espíritu: a la creencia que lleva al
espíritu de sabiduría y al conocimiento de Él. Oposición radical, pues, a la creencia en la posibilidad
de la reconciliación con aquel que es rico en misericordia y poderoso para
perdonar los pecados, teniendo para sus santos la promesa de su herencia, que
es la esperanza de su reino eterno de vida, de paz y gloria. Porque, por lo contrario, la redención religiosa
de la fe consiste en la conciencia de estar muertos en nuestros pecados y escapar de ahí, por obra de la salida de la esclavitud, de Egipto, y ser así liberados
de servidumbre.
Dogma de la redención de nuestros pecados por la muerte de Jesús, quien venció
al pecado con su muerte y venció a la muerte con su resurrección, y que al
hacerlo tiene el poder de redención del ser humano cuando este se acostumbra a
su yugo, que ni es muy pesado, ni es muy grande, sino que es pequeño y suave. Lo que equivale entonces a la conciencia
pura, religiosa, que nos desenajena en el sentido espiritual sumo: en el de liberar a
la persona de alguna pena, que abruma, o del dolor de una situación de pérdida patrimonial, de un despojo, o de la congoja de la ruptura con la familia, o del empeño sacrificial a una causa. Porque Cristo se ofreció
dando la vida por sus amigos, y pagando con su muerte el precio de la redención
de los cautivos. Que es el mundo de los espirituales, no el de los psíquicos
que se volvieron a Egipto, sino de los verdaderamente libres, que siguieron el
fluir del Jordán cuando sus aguas fluyeron hacia arriba, por lo que la desenajenación operada por Dios es a la vez una desenajeanación y liberación de
la persona en sí misma.
Todo lo cual le resulta en especial opuesto a los ojos anegados en la culpa, que es el pecado, y ante lo que precisamente se
revelan los hijos de la rebeldía, de la ira, de la cólera, pues en su desmesurado amor a sí
mismos (egoísmo) encienden el fuego colérico, que arde, y que, como la lengua desatada, es capaz de quemarlo todo, en su
iracibilidad, y cuyo fin es el abismo del abismo, que es sin fondo, del olvido, que es sombras y
cenizas. También se traa del manido escepticismo ante las creencias religiosas más generales: especialmente la creencia de la muerte de Cristo en
la cruz, promotora de su misericordia infinita de redención definitiva de los
hombres mediante la salvación, que es el nuevo pacto de la redención de los
pecados, que es la tarea de justificar, pues, al impío, para salvarlo. Disolviendo, tapando o dejando atrás sus pecados, que es precisamente la entrada al más allá del
espíritu. Tarea, púes, de cargar los pecados de otros, de no enseñorearse ante ellos sino servirles o, en
una palabra, de alcanzar la santidad de los que reciben el espíritu de la verdad, cuyo
yugo de justicia es sin embargo suave y cuya carga en realidad no es pesada, al
acatar apenas unos cuantos mandamientos básicos. Especialmente de participar en la fe, en la creencia de la real existencia del
salvador de misericordioso, y de vivir en la esperanza del resplandor de la vida futura -asociada con la utopía apocalíptica del dogma de la restitución milenarista.
II
De hecho se trata de la oposición que constituye el mismo a priori moral del
hombre, entraña de su desequilibrio sustantivo, que lo hace el ser libre y espiritual que es -que es el estar dividido desde su raíz misma entre las posibilidades de l bien y el mal morales (liberad), debatido en una oscilación moral constante y antinómica, teniendo en su base, en efecto, como oposición constitutiva el a priori de su voluntad: donde el deseo del espíritu se presente, antinómicamene como repito, como contrario al
deseo de la carne y la apetencia de los bienes materiales, mundanos. Por lo que dice reza el evangelio: “El que no es
conmigo contra mí es; y el que conmigo no coge, desparrama.”. Lc. 11. 23.
Dentro de la formación social el obstáculo máximo a vencer es la rebeldía prohijada por las ideologías políticas hegemónicas, que ya toman la forma de los embustes decididos, ya de
doctrinas materialistas, ya el variopinto ropaje de las disímbolas vías, socialmente toleradas y hasta fomentadas (drogas, sexualidad libertina, publicismo, competencia individualista), del embrutecimiento colectivo. Por lo que la
solución a tamaña crisis se antoja más teológico-flosófica que política, pues
no es sólo la codicia y el circuito cerrado de la explotación lo que explica o
agota el problema, sino más bien la recomendación de volver al humilde método, que es el de volver al viejo sedero, consistente en robustecer, conservar y restituir el espiritualismo.
La dicotomía es tan vieja como la humanidad misma, y se puede ilustrar con la
alegoría bíblica de los dos hijos de Abraham: primero, con los hijos de Agar, la esclava, que nacieron según la carne, y que pertenecen al monte Sinaí, cuya imagen es la de la
servidumbre consistente en trabajar por las obras de la carne, que equivale a sembrar para la carne, y cuya cosecha no puede ser sino la corrupción, pues el hombre no puede en un campo
cizaña cosechar trigo. Se trata también de la ruptura del lazo de la
comunicación con Dios, de la incomunicación o ausencia de Dios en el corazón,
que es el mal del desamor y que es también una sordera. Hasta llegar, por el pecado
de la rebeldía, de la desobediencia, a la idolatría, haciendo entonces marchar a la
religión hacia atrás, hacia la religión del miedo y en dirección de sus nuevas formas, siempre
cambiantes como los virus, que son propiamente hablando las herejías.
En segundo lugar, está el otro polo de la oposición en esa lucha de clases
morales: son los espirituales, personificados en Isaac, quien nació libre y
según el espíritu, cuya descendencia se refiere a los que han crucificado su carne junto con sus bajos afectos y
concupiscencias, y que son los hijos de Jerusalén celestial, la gran madre, y que por ellos son también llamados hijos de la promesa, pues siembran para el espíritu, del que
cosecharán vida eterna –aunque en el mundo desde un principio se hace violencia
contra el reino de Dios, que residen en el hombre interior, y que es justamente el hombre
nuevo. El hombre verdaderamente nuevo es, en efecto, el espiritual, no sujeto al yugo de la servidumbre de la carne (el hombre viejo), que vive libreado por la gracia de Cristo y que es justificado por la gracia del
Espíritu Santo, con esperanza de justicia por la fe, que obra por amor. Por lo
que los predestinados, los elegidos, los escogidos -y escogidos antes incluso de la fundación del mundo-,
son precisamente los santos sin macha, los que han sido lavados, santificados, justificados
en nombre de Jesucristo y del Espíritu de verdad, que es el Espíritu Santo, que es quien derrama el amor en los corazones y que es fuente de gracia y dones.[1]
El Espíritu Santo, que levanta de entre los muertos a los pecadores, que
santifica el cuerpo, que conoce los misterios más profundos de Dios y que posee
todo conocimiento.[2]
Se trata del Espíritu de contrición y de verdad, que aspira a las cosas
superiores, cuya acción santificadora para obedecer a Cristo procede del Padre
–y a quien el mundo no pudo recibir (Paráclito o el Consolador).
Todos los que cometen injusticia no heredarán el reino de Dios. Porque sus
obras son las obras de la carne, cuya antigua levadura es la del orgullo, el
vicio y la maldad, resultando por ello hijos de ira o sujetos de enajenación
moral. Injustos, no justificados, reprobados, infundados, resultan aquellos que no han
dejado de ser carnales, reinando por tanto entre ellos las envidias y las
disputas.
Así, la tabla de las inmoralidades, de las obras de la carne, que son los
frutos del árbol silvestre, de los hijos de la rebeldía, de los hijos de la
carne, que no heredarán el reino de Dios, se condensa en unas cuantas figuras,
que son prohijadas por las obras de reprobación: el adulterio; la
fornicación; la inmundicia; la disolución; las idolatrías; las hechicerías; las
enemistades; los celos; las contiendas y las descerciones; las herejías; las
envidias, los homicidios; las embriagueces; las orgías y cosas similares.
Actos impropios del espíritu todos ellos, sólitos en los insensatos, que por su volumen
presentan en la actualidad tal envergadura y alcance que lo que más
conviene es dar un paso atrás, horrorizados, retrocediendo, para volver los ojos
hacia algo más estable y seguro, más luminoso también, fincado en la tradición que no perece
-simplemente con el objeto de poner en su sitio el criterio moral y religioso,
el oriente del valor, que es el motivo de la acción sensata y el camino recto
del hombre justo.
Acción sensata que abre la posibilidad misma del futuro histórico de la
humanidad, la cual radica en la superación del impulso rebelde de la dominación
del congénere, de someter ciega y ferozmente al prójimo –creyendo falsamente
que la grandeza de la propia estatura se mide en la percepción del otro como un
ser reducido, humillado, degradado, que encoge el cuerpo, dobla las rodillas y
cae por tierra. Por lo contrario, la estatura del ser humana se mide por la
dignidad mutua de las personas: por la percepción interna de la propia postura
erguida, y por la percepción del alma ajena a la misma altura del alma propia.
III
Por la misma dobles de la naturaleza humana, el hombre contemporáneo se
encuentra ante el dilema de ser salvado por medio de una ética superior, de
base religiosa, cristiana, o de ser engullido por la corrupción del tiempo
histórico, que todo va quitando o degradando, presionando a los hombres para
hacerlos vivir en el mal y la impiedad, hiriendo al alma con pecados
imborrables, o al acorralarlos para adherirlos a la parte material e inferior
de su naturaleza, sin poder reconocer su parte divina -siendo a la vez
paradójicamente envidiosos de la divinidad, al haber rebajado su alma a la
naturaleza de los brutos o las bestias. Ante un mundo que se sumerge en la
decadencia y ante la noche que envuelve a las naciones, donde las tinieblas son
abiertamente preferidas a la luz, donde se ejercen leyes huecas, ni justas ni
piadosas, donde la inversión de valores toma al impío como un sabio y el
piadoso es visto como un loco, el frenético como un valiente y el peor criminal
es tenido como un hombre de bien; ante un mundo que amaga con perder por todo
ello el equilibro, decía, queda volverse al principio inmóvil, a la eternidad
en reposo, teniendo la fuerza para volverse al principio estable de la ley moral,
para liberándonos de la potestad de las tinieblas y hacer las cosas de Dios,
para seguir su voluntad y hacer su querer –para tener el conocimiento, el
entendimiento y la sabiduría espiritual, para ser dignos, ser santos,
irreprensibles, irreprochables y sin mancha, y por tanto dignos de estar en la presencia de Aquel, como hijos de la luz. Fortificándose en las buenas obras, estando
firmes en la fe, agarrados a la esperanza del evangelio, para con el hombre
nuevo abundar en misericordia, compasión, benignidad, paciencia, humildad,
mansedumbre, magnanimidad y perdón, con el vínculo de perfección que es el
amor, la caridad cristiana. Queda así, pues, la verdad del evangelio de la
salvación religiosa: menospreciar los vicios con todo lo que es materia,
dedicándose en cambio al cultivo de la religión del espíritu, cuna del alma
inmortal, pues con la ayuda de Dios es posible amputar de nosotros toda
malicia, para luego conducir al alma, purificada, al mundo verdadero, que es también, el de la
belleza pura.
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