Figuras de la Rebeldía
Por Alberto Espinosa Orozco
La fuente de la que bebe el rebelde moderno es la de la inconformidad
–frecuente esa fuente ha sido la de un pozo envenenado. La “razón demetérica”
de todo ello habría que buscarla en la tentación del “no”, en la
hinchazón del deseo negativo que, infectado por el aguijón del mal, igual dice
no a la vida que a la muerte, en los extremos de la pereza o en de la soberbia
–ya enfangándose en la vida, en la caída hacia adelante, yéndose a fondo, a
pique, a morir, perdiéndose en las aguas pútridas del estancamiento; ya
revelándose con el espíritu abstracto en las estructuras intangibles, del saber absoluto, resbalando en la caída hacia atrás, al negar los ciclos naturales de la vida.
La palabra rebelde viene “bellum” o hacer la guerra, pero en nuestra época ha
tomado también la acepción de resistir, de resistencia contra un orden injusto
o contra una ideología a la vez hegemónica y sin fundamento; por su parte, la
palabra revuelta viene de segunda vuelta o volverse del revés, lo que da idea
de mezclar una cosa con otra, de crear un estado de confusión, de adulterar, de
ir contra las costumbres en un impuso primario, aunque también puede
interpretarse como lo contrario, como expresión de protesta movida por la
nostalgia, por la pérdida del orden. Revuelta, revelarse: darse la vuelta… pero
también invertirse, voltearse. Por un lado revolverse: hacer frete al enemigo,
combatir al espíritu del aire, luchar contra el mal, enderezar las cosas; por
el otro, revelarse como hace el antisolemne ante lo sagrado, como hace el ateo ante el orden trascendente, o como el anarquista que desconoce la
cabeza del cuerpo; en los tres casos participando del error, con alguna dosis de irrespeto, con abandono de las antiguas
leyes, o en una razón sin Dios, negadora de Dios, cayendo de bruces en el engaño,
en la mediocridad de las convenciones sociales de inmanentismo, o en la falsía. Confusión de los planos donde comulga igual
el poeta solitario que el héroe maldito. Ambigüedad de los vocablos: hilaridad
del diablo.
La modernidad ha entronizado, efectivamente, a la figura del rebelde, del
inconforme, rasurándolo de uñas y garras, haciéndolo así partícipe de los juegos
de poder del déspota. Su figura más cumplida se encuentra en el existencialista
de la filosofía contemporánea, que busca a troche y moche una moral “más laxa”,
volviéndose así aceptado su ir en contra de las buenas costumbres –pero que a
la vez intenta acaparar todos los privilegios y monopolizar todo el sentido. Es
el rebelde sin causa, pues, cuya inconformidad es constitutiva, alimentado por
el resentimiento y la frustración, cuyo corazón está emponzoñado por el deseo
negativo o de la pura negación, siendo así el hombre sin principios, embozado
en un naturalismo más bien cínico, sordo a los requerimientos de la moral. El
rebelde en nuestra era de novedades, cambios acelerados, pulula así entre
nosotros bajo disfraces variopintos, al estar hecho de particularismos,
excentricidades y extremismos –de excepciones a la norma, llevándolo todo a una
enfermiza transmutación de valores cuya dislocación del sentido y distorsión de
las referencias llevan al horizonte brumoso de la licuefacción de la
razón, dando lugar así la desatención del distraído y a la absorción en la nada
muerta del negligente. Porque el rebelde pacta con el déspota, dejando de ser
ninguna para ser alguien, a condición de volverse colaboracionista de Don
Nadie.
La ideología, ese uso de la filosofía, mezclada con otro casa, para la
dominación de las conciencias –llámese política, economía, futuro, luchan de clases o religión-,
ha intentado, efectivamente, de poner el centro en lo excéntrico, de tal manera
que el error, que la excepción, se generaliza y se vuelve por tanto aceptada.
El rebelde, así, laboriosamente domesticado, representa mansamente su papel en
la comedia o en el circo, aprendiendo lo mismo a simular que a disimular.
Su complicidad con el déspota en turno y sus happenings vanguardistas consagran
así un oscuro ideal del hombre moderno: la idea de que el hombre no es más que
la sublimación de sus instintos, de sus impulsos y tendencias –aunque a todo
eso se le llame, determinismo social e incluso llanamente socialismo. La
rebeldía, sin embargo, no cede: la nueva rebeldía se manifiesta entonces no
como protesta de los desposeídos, sino como inconformidad de los satisfechos y
abyección del hartazgo.
Inversión de los polos magnéticos que se resuelve en irreflexión e
irresponsabilidad, pues tal rebeldía al quedar atrapada en la mera
inconformidad no puede espiritualizar la naturaleza humana, resolviéndose muy
frecuentemente en una inflexión hacia el lado de la voluntad de poderío, hacia
el mero querer expandir de la propia voluntad –ya vuelta impersonal. No una
vuelta a la razón, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre, sino a
la inconformidad en sí -en una voluntad de querer ser, más que en un ser, que
abre la posibilidad de ser el otro del hombre: el ser sin nombre. Las
faltas del hombre rebelde, del hombre moderno, se suceden así entonces en
cascada: desde el imperativo propiamente inmoral de usar de medios malos para
fines buenos, hasta el uso de una razón meramente instrumental que declara
implícitamente su horror atávico por las esencias, su ansia de éxito y de
aparentar, en un vitalismo meramente egológico que exalta tanto los reflejos en
esquirlas de Narciso como el feroz personalismo autoritario, a lo que habría
que sumar su gusto por lo frivolidad, por la superficialidad, su falta de rigor
y de radicalismo crítico -quedando así frecuentemente preso en una jaula de
conceptos abstractos, reducido a un átomo, y por ende, a lo mecánico, a los procedimientos automatizados del inconsciente, e incluso a lo maquinal, es decir,
a las maquinaciones implícitas de la ideología.
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