Yanira Bustamante: el Vértigo y el Retorno
Por Alberto Espinosa
“Capto la seña de una mano,
y veo
que hay una libertad en mi deseo.”
Jorge Cuesta
I
La obra pictórica de la artista durangueña Yanira
Bustamante representa la aventura espiritual de quien ha viajado en búsqueda de
los confines de la representación visual y que, al llegar a los extremos
últimos del abstraccionismo con todo lo que hay en el de presión generacional,
de piedra muda, de espuma y de resaca, se ha dado a la tarea de navegar por sus
crestas y horadar su atmósfera, para así alcanzar un horizonte donde se
vislumbra la otra orilla: la costa donde la imagen quede por fin en foco para
que brille la dignidad de sus figuras.
Viaje de
retorno, pues, cuyo comienzo se cifra en su más reciente muestra, la cual parte
de un conocimiento serio del arte abstracto, pero más que detenerse en una
estructura o en sus variaciones multiplicadas geométricamente, frisa los
confines de lo amorfo y lo contingente, incluso de las tinieblas de lo sordo, pero
sólo para explorar las modulaciones de la sentimentalidad bien formada –encontrando
con ello las imágenes eidéticas a partir de las cuales surge el estado de alma
propicio a la imantación de toda la fosforescencia de sus formas.
Pintura atmosférica,
quiero decir, que ha sabido condensar la borrosidad de las brumas en exactos
espejos de la interioridad y encarnar la fantasmagoría de las brumas perpetuas
para que no seamos así nosotros sus fantasmas.
Técnica, pues, que a partir de las sugerencias brindadas por la mancha o
el accidente controlado, va capturando sus figuras sacándolas de las
nebulosidades indeterminadas sujetas a la presión histórica, rescatándolas entonces de la prisión de los
procesos autoconfinados de la creciente abstracción, de la separación y el
aislamiento, del confinamiento incluso, justo antes de que se petrifiquen en
mármol negro, que se dispersen en rocío o se diluyan en las sombras.
Así, desde
las indeterminas areniscas de lo informe, a partir de la bocanada del vaho que
en el bostezo nubla o hiela la mirada, la obra de la artista pareciera decantar
las formas para saludar la inminente luz del día que se anuncia. Imágenes
deslumbradas, pues, que de pronto parecieran afectadas por el difuso resplandor
de una ceguera. Así, por un lado, a partir de la noche abstracta, la artista
empieza por reflejar un mundo de crudas presiones atmosféricas, de oprimentes
presencias plagadas de signos ominosos; por el otro, al atisbar el murmullo del
oasis, la artista revela igual lo que hay el él de escabullidizo espejismo que
de sedienta luz que surge en medio de la piedra.
Retrato,
pues, de la herida infectada constitutiva de nuestra época histórica, en donde
se encuentran inextricablemente enfrentados y en crisis permanente los dos
estratos o lajas tectónicas que se superpones cronológicamente en la psicología
del hombre occidental moderno: en los estratos más lejanos la psique cristiana
y medieval con su sed su vida trascendente; y en las capas superpuestas y
relativamente más exteriores, el modelo solipsista del mundo
moderno-contemporáneo, lastrado por el inmanentismo nuestro y su hambre
insatisfecha de indiferencia religiosa, y que agrega las notas de la
desesperanza y la angustia –que nos estrechan cada vez con nosotros mismos, ya
no cada día, sino cada minuto, a cada instante. Sus telas van así suavizando,
con una especie de alegre pincelada no carente de ácida melancolía, los tiempos
que corren a cumplirse.
Lo específico
de su pintura está entonces en la saturación de las valencias con que logra dotar
al signo gráfico, impregnándolo de una suerte de polisemia, estando sus
imágenes en un estado de constante germinación o de latencia. Polivalencia del
signo, pues, que vuelve al esfumato nube o lo condensa en lluvia, haciendo del
humo asfixiante de la máquina la luminosa bruma en que se revela Aurora. Juego
libre entre la fantasía y de la imaginación creadora que a la vez que devela contenidos
universales lleva a cabo la tarea de lavar también el agua del paisaje regional
–logrando con ello una feliz combinación de minimalismo abstracto acrisolado
con las arenas minerales de un mágico colorido autóctono. Su tema es en mucho
es el del espejismo, que desde el confín
lejano de la noche y el desierto hace brillar como un cometa poderoso lo mismo
la roca líquida que al brumoso fantasma silencioso. Por una parte, el aroma
calcinado de la arena y el agua quemada por la llama que se encuentran más allá
de la rivera: por la otra, la congoja de la noche solitaria arropada sólo por
una especie de melancólica ternura.
II
La pintura de
Yanira Bustamante incursiona de esta suerte en el tema del enigma y del
misterio, siendo sus cuadros el alfabeto de un secreto acróstico de símbolos,
señales y secretas claves mágicas cuyas cifras va devalando para poner en
nuestras manos. Así, su interés por la atmósfera y por el aura de las cosas
está, en efecto, regido por la sustancia misma de las nubes y las brumas pasajeras,
cuyos torbellinos y sistema de expansiones y condensaciones empiezan por ser el
fondo vago de indeterminación, cuyo foco es el signo gráfico, creando así con
ello un espacio de fuerte ambigüedad en el referente o en el objeto. Vaguedad
del signo y ambigüedad referencial, es cierto, que son aprovechadas por
Bustamante para crear un telón de fondo de tal profundidad que hace posible la
aparición, en el trasfondo del signo, de toda la riqueza de su insita
polivalencia, poniendo así al espacio pictórico en movimiento –pero deteniendo
el vertiginoso despliegue de las reverberaciones del signo al ir, por sucesivas
operaciones de purificación, decantando la figura y trasparentando la
atmósfera. Dialéctica, pues, entre lo abierto y lo cerrado, y que al ir
revelando la imagen o cristalizando sus figuras procede a su valoración: es la
rendija de la luz que ilumina el jardín distante; es también el recuerdo de sus
ecos, reflejos y del espasmo de tener que salir a la aventura histórica cuando
en el bellísimo jardín que se hizo piedra disolviéndose en la arena del
desierto para enseñar por el trabajo al hombre a volver a construir una morada.
III
Así, por
medio de un pensamiento analógico la artista durangueña va guiando sus pasos en
el camino al encontrar secretas correspondencias, en donde las secas tinturas
del tubo de óleo en el estallido de la tinta remite al casquillo percutido cuya
pólvora ensaya un arco iris que prefigura una bandera (Dies Irae) –dando lugar a una procesión de amarillos solares y
azafranes que comulgan con el azul del cielo y el magenta, para recrear en
medio del espacio y del vacio de la cinta en blanco los episódicos sucesos de
la patria y darle un lugar a la esperanza.
Reconocimiento también del peso que hay las herramientas del hombre (Imprimatur), que al poner el mundo a la
mano por medio de artefactos, útiles y procedimientos, abren también la
posibilidad al trato amoroso con la materia y al conocimiento acariciante de
las cosas que con su sabiduría de carne siempre estará más allá del intelecto. Alegoría
de la caja de herramientas, que mediante el uso situacional de sus formas nos
muestra un secreto camino e iniciático donde se imprime el sello o se abren los
secretos de los hierros y la alquimia. Inventario también de los objetos cargados
de energía y sacralizad, que toma como muestra la enigmática lanza de Longinos, que desde siempre apunta a la
bocanada de aire que la visera reclama y que
tocó el corazón que más amara. O el pomo mágico, en cuya imagen la
artista narra el viaje surrealista que dio a beber el antídoto a Caronte (Antídoto para hundir la barca de Caronte).
Es también la
placa de hierro de soldaduras y estrías corroídas por el tiempo fatigado –producto,
dicen los cabalistas, de la herrumbre del pecado (Ciudad Industrial). Loza amurallada y armadura maquinal de nuestro
tiempo que desde su negligente fortaleza mueve al mundo en la producción de
vertiginosas mercancías para satisfacer necesidades creadas o cualquier
capricho o antojo del deseo, o haciendo proyectiles que trasportan las cargas estruendosas
de la muerte –pero cuya eficacia competitiva está a mil leguas de ganar el
cielo. Imagen también del casto cinturón que llega hasta los pechos y que una
mancha de ácido desgasta hasta volverlo hueco que la nada orada: es la perforación,
el boqueto abierto en el tejido destejido por el ácido desgaste y la herida
carcomida por los días que sucumben ante el fuego imperturbable del acero. Es
también el hoyo de inconciencia en la conciencia y el vacio en la boca del
estómago –que recuerda el estigma final con que cayó el mexica ídolo terrible que
se llamó Micantecutli y que a lo lejos imanta a la hiriente y tóxica luna de la
Fuga.
Arte del misterio, es verdad, que visita el Umbral done se unen el mundo de lo visible con el mundo donde viven
los seres invisibles o donde se llega a vislumbrar
la otra dimensión de El Visitante
cuya misión pareciera ser la de ahuyentar las sombras y a los seres que se
ocultan en la noche (Los Asechadores).
Viaje al centro del tiempo también o a lo hondo de la tierra (Sucesión, Migración Subterránea), donde
se pasa de una mano a otra el fuego primordial o se vistan las grutas
interiores de la tierra y que nos hablan de iniciaciones ancestrales o tremendas
migraciones subterráneas, en cuya extrañeza se recrea el rito o el misterio de
las travesías nocturnas donde aparecen poderosos seres de luz combatidos por
las sombras.
En otro
registro Yanira Bustamante celebra la vida siempre cambiante de la naturaleza y
la exuberancia de sus interminables formas: es el Arrecife de coral que asoma entre las sombras para hacer un nido en
la cristalina borrasca de las aguas y es también el Caracol sonoro con su tinta de espuma y con su timbre de oro –que
entre el brillo de su esmalte, su rojos cambiantes de sangrante sol y sus tonos
de rosa delirantes se abren a en escucha del eco en que se impregna el murmullo
mar y su paisaje. Es también el textil en que se abstrae la Rosa del Tepeyac estampada en un tejido
que se ofrenda cual suspiro de una realidad inalcanzable por ser santa.
Atenta
contemplación del espejismo de la congoja de la noche en el confín desierto de
la ciudad aletargada, del resplandor de su arena calcinada, de su agua quemada por el sol y de la vacía
grandeza de un platinado esplendor que nunca tuvo. Asimismo visión de la ciudad
en que amanece, cuyo cuerpo inervado es el de un vasto pulpo luminoso o la tela
perlada de rocío urdida por la araña y que entre las tenues luces grises
avecina a la distancia el estallido de la mañana en que se anuncia, a lo lejos,
desde la remota montaña, el clarísimo azul cierto del desierto.
IV
Perteneciente
a una generación de pintores durangueños regionales que han sabido llevar la
reflexión sobre la imagen y la práctica de su realización plástica hasta los
confines últimos de su crítica radical y revivificación cabal, de su muerte y
resurrección quiero decir, Yanira Bustamante ha colaborado con su grano de sal
al articular una meditación icónica de incuestionable validez. Armada con las
herramientas de la seriedad y de un humor atemperado, a veces caustico y
corrosivo, la artista ha encontrado así la vía para dar cuerpo visible y
modular arcaicas reminiscencias del ser y de la creación original –atravesando
muchas para ello los abismos del inconsciente colectivo o las polvosas grutas
del olvido en que se hunde la ciudad en ruinas y que ahoga a las casas astrosas
pobladas por fanáticos fantasmas.
Así, su obra
se constituye como un viaje de vuelta a la realidad verdadera del sentido, como
una vuelta a la imagen cierta, a veces impregnada de simbolismo tradicional, pero
que trae sin embargo de sus andanzas y de su aventura por los confines últimos
de la abstracción y el arte puro un cúmulo de brumas cuya carga de
indeterminación ha sabido decantar y cristalizar en polvo de oro. Sus
atmósferas así resultan iluminar como pocos nuestras zonas ocultas y como pocos
también ha sabido revelar las luces manifiestas de la vida con todo lo que hay
ella de canto y evidencia, es decir de fundamento –siendo por ello el basamento
y pilar seguro sobre el cual edificar una nueva conciencia clara del arte
contemporáneo y regional.
La obra de
Yanira Bustamante ciertamente es hija de la extrañeza y del misterio, en cuyo
camino de vuelta al sitio del origen hay algo del júbilo y también de juguetón recreo,
de la ornamentación cuyo nudo religioso se empalma con la raíz popular, pero
que sin embargo cala en la cisión de la solidaridad con la naturaleza, que
penetra y acompasa sus rimas y sus ritmos, para encontrar con ello los lugares
intocables que en el orden temporal consagran un mundo intemporal. Es el encuentro
con el eterno centro del mundo y de la vida y es también la escala que sube a
la montaña y en cuya soledad, empero, dialogan las cosas entre ellas y se da el
intercambio de los símbolos.
Pintura nocturnal,
es cierto, pero que sin embargo tiene un toque de aurora adánica y también un
regusto de retorno al perdido paraíso –pues Yanira Bustamante ha sabido conjugar
las sombras de la disipación con algo que esta más acá que la esperanza: una
modalidad del ser que está en sintonía armónica con una cualidad de la luz. Porque sus imágenes no están hechas de
sensaciones puras o de puros datos sensoriales, mucho menos de artificiosas
mezclas de la imaginación reproductora, sino de la captación de la misma aparición
de una evidencia, obscura o luminosa, que late cierta detrás de cada veladura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario