Héctor Palencia Alonso: la Promesa del
Espíritu
Por Alberto Espinosa Orozco
“... (lo
sabio) no es reconocido porque los hombres carecen de fe”.
Heráclito
(116)
“¿Puede acaso brotar de una misma fuente
agua dulce y agua salada?
Así como una higuera no puede dar aceitunas
ni una vid puede dar higos, tampoco puede dar
agua dulce una fuente de agua salada.”
Santiago, 3, 11-12
“Tu crees que
hay un solo Dios. ¡Magnífico!
Pero hasta los demonios lo creen y tiemblan.”
Santiago, 2. 19
I
Recordar es
despertar, es ver entre la bruma del pasado el oro de la acción o del verbo
ejemplar, que al desentumirnos nos hace otra vez beber también del agua de la
vida. Recordar es vivir, es volver a vivir.
Es por ello que la memoria tiene por sí
misma una función rememorativa en la vida privada y en la educación y
conmemorativa en la vida pública: revivir en el recuerdo los emblemas de un
grupo humano. Recordar la figura de Don Héctor Palencia Alonso es volver a
beber, no ya del amplio cajón de resonancias de su pecho o en el manantial sin
cuento de sus carnales belfos, sino desde su inextinguible presencia en un
lugar de la memoria del pasado, que ahora se vislumbra cual marmórea fuente de
luz y agua cristalina.
Recordar el pasado, ese laberinto absoluto
de roca y mármol y a la vez imagen de la
inasible nube hecha con los materiales pasajeros del vaho transitorio, no
tendría sentido si no salvase del olvido lo digno de memoria, lo que es motivo
de alegría, de congratulación y exaltación colectiva. La dignidad inalienable
del ser humano encarnada en el caso ejemplar es por antonomasia lo digno de
memoria y por tanto de rememoración personal y de conmemoración colectiva.
Porque recordar la dignidad del nombre del maestro Héctor Palencia Alonso es
hacer justicia al recuerdo de un largo y e insondable lago de alegría, en cuyo
espejo de valor humano y espiritual se revelaba su acción cotidiana también
como un bien general y especialmente para la colectividad de quienes coincidimos
con él él en algún momento de nuestras vidas e inconcusamente como el más
elevado benefactor de su comunidad.
A once años de la ausencia física del querido
mentor Héctor Palencia lo primero que se hecha de menos en su presencia es, más
allá del ejemplo en el cumplimiento de sus responsabilidades en tareas y
escritos sin número o la generosidad a toda prueba es, decía, el tono alado de
su voz, en el que reverberaba en cada nota la gravedad sin peso y cantarina de
su grandeza de espíritu. Porque con su sola presencia -frecuentemente animada
por la conversación sabia y de profundísimos horizontes históricos y
culturales, amena y divertida, confesional y adivinatoria-, lo modificaba todo
con un pequeño toque ingrávido, haciendo con ello entender el significado de la
palabras “gracia” y “plenitud”: la gracia de la actitud y la palabra y la
plenitud y el esplendor del espíritu.
La grandeza de gruesos doblones simbólicos de
nombres e imágenes que de forma casi imperceptible dejaba verter sobre los
diversos contenidos de la cultura por el frecuentados, de manera tan crítica
como objetiva, tenía entre sus funciones pedagógicas la de elevar la
convivencia de sus lectores y coterráneos a un nivel cada vez más alto –cuya
exigencia de atención rallaba muchas veces en el añil del esplendor antiguo o
el sian purísimo de lo sublime metafísico.
Tal sentimiento estético de hermandad con el
tiempo y la historia bajo la batuta de los mejores propósitos y las más
realizadas creaciones de nuestra tierra, no era sino una mezcla más del
historicismo filosófico, nacionalista y antropológico, aportado por nuestra cultura mexicana al
siglo XX universal. En su expresión particular, el Maestro Héctor Palencia
Alonso lo interpretó bajo la especie de la primigenia fraternidad de corte
pedagógico, convocada a partir de la expresión oral, en una mezcla filosófica
en cuyo monólogo memorativo, rememorativo y consecuentemente conmemorativo o
histórico sabía fundir a las figuras de lugares y tiempos las formas más altas
del sentimiento y la belleza, hasta tocar aquellas propiamente sublimes que por
su mera invocación despertaban en el alma el recuerdo de otro mundo y otra
vida, en donde lo que reina es la paz, la inteligencia, la morigeración y la
armonía, dando con ello las pautas generales a la visión de una comunidad de fe
futura, anhelante de esos valores supremos -por entrañar una trascendencia
metafísica.
Sin necesidad de ir tan lejos, sus esfuerzos
se enfocaron de manera radial en varias direcciones, cuya trascendencia
inmediata habría que buscarla en el desarrollo de una cultura regional vigorosa
y consciente de sí, preservando de tal manera una comunidad autóctona y
resistente contra los disímbolos venenos destilados por la sociedad
moderno-contemporánea. No es de extrañar así que el gran mensaje del campeón de
la cultura durangueña muchas veces no haya sabido ser escuchado por el mundo y
entorno circunstancial que con él creció, pues resultan efectos naturales de
una civilización vuelta de espaldas al mito y al destino y cautivada hacia los impulsos del dominio material
de la naturaleza, el consecuente consumo, al afán de novedades o la revista de
la publicidad, arrojada desnuda a la aventura histórica e hija solamente de sus
obras técnicas. El hombre, empero no puede soltar del todo las amarras de la
tradición, pues con ello serrucharía el mástil
de la legitimidad y del origen.
El hombre es hombre por su palabra, que es
trasmisión y diálogo, siendo por tanto su vida esencial convivencia. El valor
de lo social en su raíz misma radica en el valor y sustantividad de ese
diálogo-trasmisión, en las expresiones verbales que al objetivar situaciones
significando emociones van articulando situaciones de convivencia formativa. El
inalcanzable pedagogo que fue el Maestro Palencia Alonso es ahora por sí mismo
también ejemplo cardinal de lo verdaderamente digno de memoria y por tanto de
rememoración y de conmemoración colectiva.
Un pueblo vive de su continuidad
histórica, que rememora y conmemora para aclarar su inmediato futuro –pues es
cuando pierde cuenta de su historia o se sustituyen impunemente sus figuras
verdearas que la nación se pierde en las brumas ociosas del olvido, de lo
indigno de memoria, o en el letargo milenario de la piedra. Para evitar tales
escollos no queda sino acudir en brazos del recuerdo memorable en rescate de
las brazas que quedaron encendidas en el
tiempo del ayer ido y que por su significación verdadera mueven al recuerdo y a
la rememoración. Recuento, pues, de la dignidad de la singular figura del
genial maestro Héctor Palencia, quien en su vocación de orador, escritor y
periodista, de amigo, mentor, padre y filósofo, supo atender a la pureza de sus
propósitos y altura de miras de la verdadera cultura mexicana, en especial a
las expresiones estéticas y plásticas de su Durango amado. Partir de la razón
primigenia es volver a la memoria tradicional, a lo que un grupo considera que
le es propio. Volvamos los ojos a la figura del maestro.
II
En el amplio
pecho de Don Héctor Palencia Alonso se daba la expresión de la alta cultura y
de sus frutos como realización plena, cumplida y lograda, expresándola por su
enseñanza a su vez dramatizándola o
desde su fuente y raíz: como si emanara viva de sus propios poros. Por ello, en
su figura se daba la síntesis acabada de la “cultura criolla”, encarnada en un
hombre singular, que por lo mismo representó la figura más lograda de la
cultura regional del norte mexicano -entendida por el maestro bajo la especie
de una filosofía personal u original, cuya doctrina bautizo con el nombre
peregrino de “Durangueñeidad”.
Héctor Palencia definió el amplio
horizonte de la cultura como la suma de
creaciones humanas elaboradas en el correr de los años en lo que tienen de
logros distintivos de la humanidad y que guardan su expresión en cada lugar y
en cada época. Conocedor del fundamento cultural del humanismo Palencia
Alonso comprendió a la cultura como “cultura
ánimi”, o en lo que hay en ella de formadora del alma y enriquecedora
del corazón del hombre. Así, supo desarrollar, a partir de esa perspectiva, una
conciencia histórica no menos que geográfica de su situacionalidad concreta,
cifrada en una filosofía de la cultura de corte historicista y decididamente
antropológica, inscrita en el doble movimiento del “Nacionalismo
Revolucionario”, pero también de la Filosofía
de lo Mexicano. Caso indiscutible de “hombre culto”, de hombre de letras y
cultura superior, el maestro Héctor Palencia Alonso se presenta de nuevo a la
memoria como ejemplo sublime a partir del cual deducir su esencia o las notas
fundamentales que constituyen esa forma de actividad o vida.
En términos reales la cultura es, antes que
nada, una forma de vida y una figura humana en la que se producen todas las
actividades libres y espirituales de una persona, abundando tanto en el
conocimiento de la historia del arte y
la ciencia, como de la religión y de la filosofía –que adopta un ritmo peculiar
en cada caso. Más que una categoría del saber o del sentir, la cultura se
manifiesta así como una categoría ontológica, sustantiva ella misma por
producirse como el valor y el bien de una persona o como cultura animi
–que termina por articularse en la personalidad acabada, lograda, cumplida.
El hombre culto, en efecto, es
aquel en que se ha acuñado o labrado un ser humano completo, con un mundo
integral o con una idea integral del mundo. Su tarea se
cifra así en una visión: del universo entero resumiéndose y resumido en un
individuo humanizado. Tal no puede caer meramente en una categoría epistémica,
pues lo que abarca el hombre culto es la estructura esencial del
mundo en torno -en sus puntos más altos descubriendo las huellas de lo divino
en la realidad y por lo mismo y circularmente descubriendo cada una de las
capas del alma humana que, como dijo Aristóteles, en cierto sentido lo es todo.
Es por eso que la tradición cristina en que se inscribía el culto abogado
abarcaba el universo entero concibiéndolo poéticamente vivo a la vez que
objetivando la historia íntegra del mundo como trágica y grandiosa creación de
Dios.
La educación cultural es, en efecto, un
hondo proceso plástico que se produce realmente en el hombre para que este
idealmente realice el mundo, desarrollando por ello el hombre cultivado el
fruto propiamente filosófico: el anhelo platónico de simpatía e intima unión
con las esencias sublunares y cósmicas de todas las especies.
También es humanización, lento proceso y
reiterado de cultivo y preservación de las raíces por las que nos hacemos
hombres o saber vertical de los principios humanos -a la vez que intento de
progresiva autodeificación o santidad. Afirmación de la suprema bondad, es
cierto, hecha de ardiente anhelo y altísima objetividad. Mundo objetivo, pues,
justamente recreado por el autor en virtud del respeto al orden jerárquico de
los valores esenciales –y del que se deriva por consecuencia necesaria la tolerancia
a todo lo que no puede ser alabado ni admirado y la serenidad intima de la
persona, el recogimiento o salvación en el más profundo centro de sí mismo.
“Espíritu”, es verdad, que es a la vez
herejía y rebelión al implicar la actitud crítica y la libertad de pensamiento.
En modo alguno ello significa que la cultura pueda ser un instrumento para
satisfacer los apetitos incultos -porque de la aventura humana, tradicional e
histórica, no hay no escapatoria ni vuelta hacia atrás.
III
Si en algún hombre ilustre de Durango han
brillado nobleza y dignidad, generosidad y virtud, protección y hospitalidad,
rectitud, bondad y trabajo en conjunto ese hombre ha sido Don Héctor Palencia
Alonso. Nadie ignora que en las últimas jornadas de su vida hubo también algo
de agonal final. Ello se debía a que su empresa didáctica y pedagógica fue de
tal envergadura y altura de miras que en la perfección de la meta colectiva no
tenía a corto plazo ninguna posibilidad efectiva de triunfo -porque la
categoría de su ideal, en efecto, no era menor que la categoría del espíritu.
No por ello renunció ni a la alegría de la comunicación con sus contemporáneos
ni a la dilatada comunión con la belleza
-porque aspirando siempre a vivir en comercio constante con la gracia, no por
ello renunció nunca a la promesa.
Quiero decir que nunca renunció ni al
despertar ni al recuerdo de la comunidad regional de la que formaba parte
esencial y a la que cifró y descifró en su doctrina, bautizada con el
patronímico de su tierra y estado: la Durangueñeidad.
Porque en verdad el durangueño como tipo
ideal o esencialmente es una figura única, en la medida que cultura e historia
van determinando el magma y azogue de sus valores y productos más acabados.
Habría que señalar cuando menos que Durango mismo es un claro ejemplo de una
nueva división que se hace de América. Cierto que no pertenece a la América
Occidental, a la versión provincial de lugareños de ciudades tales cual
Córdoba, Montevideo, La Habana, Nueva York o Buenos Aires, ciudades que anhelan
la internacionalidad al mirar por el Atlántico las cosas europeas, la cultura y
las ciencias modernas. No. Pertenece por lo contrario a otro tipo de
idiosincrasia y de espíritu regional, a otra vida: a la de la América Oriental,
que entre montañas asoma a una marina tan basta que aleja más que comunica con
Asia, a ciudades como Quito, Lima, Bogotá, La Paz o Santiago. que por su
formación cultural e histórica mantienen viva la tracción española y que
parecen como replegadas sobre sí mismas. En Durango, en efecto, se experimenta
una especie de ensimismamiento o de soledad interior y desde cuya meseta es
posible encontrar más que frecuentes sino constantes casos de la visión o el
pasisaje interior, de búsqueda de la interioridad del ser mismo y de las cosas.
Tierra efectivamente filosófica, donde los
hombres parecieran buscarse todo el tiempo a sí mismos, de una manera
ciertamente seca, es verdad, pero también siempre como arropada por el manto de
una gracia celeste hecha de resignación y resistencia. Porque lo que el regio
norteño pareciera haber buscado todo el tiempo es al hombre interior y al ser
íntimo; la visión clara del propio paisaje interior y la naturaleza humanizada
en donde poder aposentarla. Lo que el maestro Palencia Alonso expresó y entendió
como ningún otro, fueron precisamente las raíces antropológicas y tradicionales
o históricas de esa filosofía geográfica que define al durangueño, también es
cierto que cooperó como nadie en la articulación estética de esa comunidad,
especificada por su poder de reflexión interior, dando con ello también
carácter a su misma circunstancialidad en toda la situacionalidad de su
concreción.
En su núcleo axiológico lo que tal doctrina
entraña es un levantamiento (aufbebungh) que supera conservando
el anecdotismo y el color inconfundible del sabor local -salvándolo del
caricaturismo imitativo del nacionalismo de la capital y de sus gestecillos de
aldea globalizada. La transformación, empero, de la enmohecida actitud
receptiva en materia de cultura por el hombre de la provincia por otra de
participación no puede lograrse sino en una comunidad vigorosa y en cierto modo
autónoma, pero no aislada.
IV
A la superioridad y luminosidad heroica de
Don Héctor Palencia le era sin embargo imprescindible encontrar una comunidad
donde ser reconocido y hallar así la confirmación de su ser. Su expresión de
ello fue entonces la especialización de una virtud local: la de la
hospitalidad, la del ser hospitalario en tierra inhóspita -virtud regional,
repito, que el maestro no hizo sino magnificar. Porque reconocer es eso: es
acoger y dar la bienvenida. Es reconciliarse: el reconocimiento de quien ha
sido acogido se expresa más con la
palabra que con la mano, porque propiamente se acoge con algo casi del todo
inmaterial, pues se acoge con la intimidad de la personalidad, se acoge propia
y solamente con el espíritu.
La promesa de alta cultura y de una
comunidad de fe trascendente que se inscribe en toda la obra del Maestro Héctor
Palencia Alonso tiene que valorarse así no por lo que en un día prometió, sino
porque es promesa –porque su valor justamente radica en su aceptación, en
decirle que sí incondicionalmente. Su aceptación no radica en exigirle que
cumpla lo prometido o en nombre de su cumplimiento, cosa que no sería aceptarla
sino convertirla en deuda, sino en amarla en nombre de ella misma. Lo que hacia
amar la promesa de Héctor Palencia no era así su cumplimiento, sino la libertad
con que la hacia, pues esa libertad era el material mismo con que empeñaba su
palabra, no para tomarle la palabra como quien compra a quien vende mercancías,
sino para guardarla en algún lugar sentimental, cordial del alma –pero sin
tomarla para nuestro corazón. Porque la promesa constituye la forma más elevada
de pedir o de contar con alguien –y esa es la otra mitad de la generosidad.
Ahora que esta ausente la palabra del Maestro Héctor Palencia Alonso puede
empezar a verse cuanta luz puede atesorar esa promesa.
Porque si la alegría sólo es presente en la
medida en que es gracia y presencia, la promesa en cambio entraña una negación
bajo la forma de la ausencia. No es sin embargo ni la fuerza o el poderío que
se contiene ni el dolor que asimila y que dispersa -pues la fuerza es el vacío
que deja el amor en su retirada y el dolor es la muerte de la alegría (aunque
también es fuerza y dolor la muerte del dolor mismo). La promesa es ausencia
que no es pérdida ni es muerte... sino el sustento mismo del futuro
–hermanándose por ello también con la esperanza.
La realización del espíritu en el hombre
puede ser meramente vertical: La trasmigración al mundo del espíritu es
entonces, qué duda cabe, una experiencia de vuelo: de elevación, creciemento y
ascención –a costa de estrecharse, adelgazarse, angustiarse. Hay otro modo
también de espiritualizarse, ya no en espacio vertical de los lenguajes y de su
función pedagógica y de contagio pasional, sino horizontal y temporal de la
geografía: de encontrar en esta vida la otra vida, en este mundo el otro mundo,
en este lugar la patria perdiida, disuelta en la monotonía de la dispersión o
de las horas. Porque Utopía no tendría sentido si el hombre no buscara en la
realidad concreta la topía. Más radicalmente aún, porque el hombre no sería
esencialmente lo que es si no fuera el ser por naturaleza trascendente...
incluso a sí mismo.
Porque la luz del sol y las estrellas
requieren de tiempo en llegar y encarnar en una atmósfera, los hechos y hazañas
de los hombres no se pierden en la historia. La memoria de Don Héctor Palencia
a su manera así también se perpetúa y está ahora con nosotros, pues su lenguaje
vivo también necesita tiempo, después de haberse realizado, para ser visto y
oído También para escribirse y salvarse en la historia, en la memoria
colectiva, para que los grandes hechos de los hombres no se pierdan por ser
dignos de memoria, de rememoración y de conmemoración colectiva.
Desde el fértil valle,
meseta de recios huisaches y nubes viajeras
de su Durango que tanto amó.
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