lunes, 7 de septiembre de 2015

El Hibridismo Contemporáneo Por Alberto Espinosa Orozco

El Hibridismo Contemporáneo
Por Alberto Espinosa Orozco


I
      Lo propio, lo específico de la modernidad radica en el valor de la novedad, del cambio, del ahora, de la libertad y de la individualidad. La radicalidad de su propuesta, expresada muchas veces de forma violenta y hasta rabiosa, se ha expresado en el arte de disímbolas maneras, llegando en la actualidad a fijarse, si en el movimiento incesante cabe alguna fijación, en las expresiones artísticas del hibridismo y del hiperrealismo. Por un lado, prioridad del los signos del subconsciente sobre la conciencia; por el otro, prioridad del significante sobre el significado o formalismo, purismo, incluso preciosismo. Dos tendencias extremas que reflejan y en que se decanta la perla rara del instante, la urgencia vivida del ahora, la sorprendente intromisión del accidente o del azar en que consiste el cambio, o la resurrección de lo más antiguo vivificado por la novedad.
   La marcha entera de la humanidad puede verse así como un intento de ir más allá de sus límites, en alcanzar las fronteras de la condición humana, de ser posible para trascenderla, para superarse a sí misma. Los diferentes periodos históricos de la humanidad dan así la impresión de marchas conjuntas, en bloque, inspiradas por el espíritu de los tiempos, hacia los límites de la condición humana -en un intento simultáneo de exploración y de refinamiento de las exclusivas humanas, de las propiedades o exclusivas del hombre derivadas de su esencia. Así, el hombre ha buscado su propia trascendencia a través de la marcha hacia los extremos polares constitutivos de su naturaleza –altruismo o egoísmo, individualismo o comunitarismo, publicidad o intimidad, racionalismo o irracionalismo, concentración y contemplación o activismo e inquietud existencial.


Imágenes de F.Andrade Cancino 
   Marcha hacia los extremos pues, que al tocar el punto de final desequilibrante de insatisfacción, excentricidad y extremismo, al chocar contra el límite, impulsa a la persona y a las épocas con ella, a la búsqueda de un centro y de un dentro más estable de la persona y de su tiempo. Tendencias, impulsos, voliciones de ser que hacen al único ser racional de la naturaleza un ser curiosamente desequilibrado, insatisfecho perpetuamente y perpetuamente en busca de sí mismo y de los otros, de su propio equilibrio y estabilidad, de su propia razón o logos constitutivo –que le daría, por último, su razón de ser final, su justificación (ante sí mismo o ante una instancia trascendente).
   La marcha del hombre moderno se caracteriza muy específicamente por ser el intento de una reivindicación de la inmanencia: del ser que se agota en sí mismo, que no busca un más allá en el sentido de una posible trascendencia metafísica –de la cual abomina-, sino por lo contrario, el trasgredir los límites de este mundo, de esta vida, para explorar todas sus posibilidades, resquicios y confines, y con ello actualizar sus posibilidades de ser –o de no ser.


      La marcha de la moderna humanidad así acusa una peculiaridad excentricidad y un extremismo característicos de su tiempo y de ella misma, que se pueden sintetizar en una serie de rasgos: los caracteres de la edad contemporánea. Uno de ellos, y no de menor envergadura, ha sido la llamada “tradición de la ruptura” –concepto contradictorio si los hubo, pues si hay ruptura, la tradición se quebranta, mengua, para luego extinguirse. Aun conservando el mismo nombre, la tradición, herida de muerte va perdiendo paulatinamente o sustancia o su forma. Cuando se rompe la cadena del sentido puede hablarse entonces de una disolución de la continuidad. La tradición de la ruptura es riesgosa también cuando la ruptura sólo alcanza a vaciar la tradición de su sentido original y vaciarla la petrifica, como un dermatoesqueleto sin vida, impidiendo a la tradición desarrollarse y tener conciencia de los cambios para inaugurar un tiempo cerrado, cíclico, en cierto modo amorfo e insustante, en el que el tiempo se vuelve un bagazo de sí mismo: donde simplemente se repite a sí mismo y no pasa nada. Como ha sucedido con la repetición de las vanguardias, en una especie de mímica de la discontinuidad y de la ruptura, que ronda todo el tiempo el vacío, el vicio, la violencia o la frivolidad, en alardes de extremismo y de excentricidad que dan claramente el espectáculo de hombres alejados de su centro, enajenados, alienados quiero decir, en una especie de regresión a la magia, a la posesión dionisiaca o a la dislocación del sentido.  


II
   En conclusión: lo propio de la modernidad, y que la diferencia radicalmente del Renacimiento, pero también del Romanticismo, es el no contar con Dios –foco a partir del cual se derivan todos y cada uno de los caracteres de nuestra edad. En conjunto puede verse así la modernidad como una paulatina lucha, de izquierda naturalmente, por reivindicar el inmanentismo: la existencia entregada a sí misma, despojada de toda ilusión de trascendencia metafísica –aunque no histórica, última cornisa de la que pende entonces toda trascendencia y de la que deriva a fin de cuentas su peculiar excentricidad característica: su subjetivismo individualista, parodia de la libertad; su socialismo burocratizado; su rebeldía adocenada y agasajada; su materialismo sin ideales y hasta sin ideas; su insistente contradicción entre los términos hasta lograr que los conceptos se disuelvan.
   El sólito fenómeno en diferentes sectores de la cultura, y hasta en la cultura, del hibridismo, consiste en esa irredenta tendencia imparable de nuestra época, sol o mundo de modificar cada sector una de sus notas esenciales, mutando por tanto su naturaleza. La crítica de arte pierde entonces su carácter de exégesis o glosa donde el texto reverbera en la tradición de una lengua, para volverse una mera álgebra de recurrencias lingüísticas y de paralelismos sintácticos. La filosofía pierde el requisito sine que non del genus dichendo sistemático, de visión de la totalidad orquestada en un sistema por un autor, para convertirse en un dudoso trabajo en equipo de especialistas atomizados en la analítica de conceptos aislados, o se transforma en chachara de charlatanes. Por su parte el derecho se reduce a un problema de percepción donde se diluyen las normas de bueno y malo; donde la justicia queda craquelada y despostillada por entre las fisuras de un legalismo a la vez totalitario y atenazado por el miedo de infinitas enmiendas y reglamentos, alejándose la ley del logos, de la razón de ser y de la justificación para volverse asunto de coyotes litigantes o abyectos escribanos.   


   El arte mismo, que con harta frecuencia confunde al genio con la locura, deja de ser el empeño de de captar y trasmitir la belleza del espíritu depositado en la materia, incuso abandona el imperativo de hacer las cosas mejor que otro, volviéndose un hacer las cosas dictada por la febril ocurrencia del momento, de hacer o decir las cosas de lo que venga en gana -de hacer las cosas peor que nadie, atropellando evidentemente la belleza.
   En el mejor de los casos, el arte se vuelve ilustración sin verdadero asunto o escaparate la interioridad del sujeto, vuelto a su vez lamentable confesionario de las yagas del inconsciente –en una especie de tarea de psicópatas que sin decirle al diablo “va de retro” abundan en los paisajes del circo, de la disolución o de la comedia.


III
   El Hibridismo se refiere así, más concretamente, al cruce de dos organismos o especies de diferentes cualidades. Se trata del proceso de hibridación, de la producción de seres híbridos, mixtos, con elementos de distinta naturaleza. Su estilo, aunque puede ser el del eclecticismo, se refiere más bien a esa mezcla de dos sustancias en principio incompatibles que dan como resultado un tercero, de caracteres monstruosos. Su estética moderna es la del peligro: la de vivir en riesgo permanente… para de dejar de ser el ser que era y volverse en otra cosa. Más allá de la fragilidad del instante, el hibridismo se da a la tarea frenética de confundir los géneros, de trasgredir las fronteras, de cultivar el huerto prohibido de lo que es impropio al hombre, de lo que anula al hombre en cuanto tal, dando como producto el doloroso parto de lo monstruoso.



   Invención de la orfandad del hombre, es cierto, que marcha paralela a la invención de los fabulosos metalenguajes, al dominio del entrono natural por las máquinas producto de la técnica, que implican un pavoroso salto al vacío, ya profetizado por el ardiente Nietzsche, en cuyos raptos dionisíacos puede leerse, conjunta a una estética del peligro, de la rebeldía desafiante contra las normas, a su vez mezclada con la voluntad del poderío y el hedonismo, una reducción implacable de la cultura, reducida a mero entretenimiento, diversión o disipación, deslizados por su tobogán a un futuro tecnocrático neutro, incierto, líquido, desplomado en la charca del mañana muerto.
   La estética queda así entonces sujeta al salto en el vacío, arrojado a las imágenes del inconsciente y a las conspiraciones del instante. Sus obras en movimiento obedeciendo a las transgresiones de la norma: a la mutación de los seres. Nueva estética, tradición de la ruptura, deseo de ser diferente a toda época pasada que a la vez cancela el acceso a todo porvenir; ansia de ser de ser que resuelve en suspiro, no de nostalgia, sino de desesperación atroz, de angustia.




   Ansia de vivir el instante único, irrepetible, la excepción con toda su carga desconocida de futuro, que se resuelve en un rescoldo agónico de brazas empapadas, en el desmoronado perfil de las cenizas heridas por un rayo. Apuesta desesperada de futuro, es verdad, que en la ruptura y en la discontinuidad del orden establecido ni reinventa ni reconquista un pasado, sino que lo abole y al abolirlo abre las compuertas del abismo. No persigue entonces la belleza, sino su rostro oculto: sus mutaciones y trasmutaciones. No la transfiguración del ser, sino su hueco, a la vez centelleante y pardusco. Los signos en rotación, el fragmento, la disolución del sentido. No el pasado que se asoma a un presente en movimiento, sino la presentificación de los fantasmas, y a la innovación de sus tercos excesos e inimaginables horrores.





   Estética del peligro guiada por el espíritu de aventura, de exploración y de juego, es verdad, pero que al apostar como su criterio central por el cambio obnubila los valores de la perfección y de la dignidad estética. No sólo el decoro entonces marcha a pique por la escalera circular de su energía, sino emergen de su seno las fuerzas condenadas y desencadena las fisuras del azar y el accidente, abriendo el paso lo mismo al antro de fieras del inconsciente (fauvismo, surrealismo) que a los demonios que pululan por el aire.






Imágenes de Antonio Burciaga 

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