Mictlán: In Memoriam
Porque si la muerte a todos los hombres nos iguala, llevándose democráticamente con su afilada guadaña igual a ricos que a pobres, a niños que a ancianos, a güeros que a morenos, también es cierto que la calavera y el esqueleto son símbolos de cambio y regeneración. En la carta número XIII del Tarot figura, sin nombre alguno, bajo la forma del esqueleto cuya cabeza en forma de media luna mete su guadaña en el campo rebanando lo mismo hierbas secas que cabezas humanas. Arcano mayor que nos indica la fuerza regresiva de la noche que llega para cortar todo lo malo y dejar salir lo bueno, indicando con ello un cambio violento y repentino o el fin de un ciclo que abre otro mejor. Inicio o principio de un cambio interno radical, inesperado y positivo. Símbolo de trasmutación, de transformación o renovación y de limpieza profundo que nos invita entonces romper con nuestros malos hábitos, a dejar atrás en el pasado los falsos apegos y los afectos malsanos, estando por ello asociado al fin del invierno y al inicio de la primavera, al surgimiento de nueva florescencia y a las nuevas ideas. Aviso, pues, de una profunda regeneración interior a cuyo cambio no debemos resistir, la muerte indica entonces el paso de la noche oscura del alma y de las aguas pútridas del estancamiento y su actitud de duelo hacia una actitud positiva del espíritu y de mejora de la autoestima, en un proceso de iniciación, pues, que nos invita a la simplificación del núcleo más íntimo de la persona.
Mictlán
Por Alberto Espinos Orozco
(1ª Parte)
“Que
el milagro se haga,
dejándome
aureola o trayéndome yaga.”
Ramón
López Velarde
“Mas
buscad primero el reino de Dios y su justicia
y
todo lo demás os será dado por añadidura.”
Mateo
6.33
“Pidan
y se les dará; busquen y encontrarán;
llamen
y se les abrirá. Porque todo el que pide recibe,
el
que busca encuentra y al que llama se le abre.”
Mateo
7.7-12
I
Con la
Carpeta de Grabado In Memoriam (2016) un grupo de artistas de diversas partes de la
república y el extranjero rinden tributo a la memoria de Tomás Castro Bringas
(Santiago Papasquiaro 1961-Durango, 2015), uno de los maestros grabadores más
activos, respetados y queridos del México contemporáneo, a un año de su
partida.[1]
Siguiendo
el espíritu de rescate de nuestros valores del maestro Tomás C. Bringas, la
obra colectiva alude a una de las más hondas raíces tradicionales de nuestra
cultura nacional: me refiero a la cosmovisión prehispánica del submundo y de la
muerte. Constelación simbólica que sobrevive floreciente, aunque enterrada viva
hasta nuestros días, en las figuras y emblemas más representativos de la
mexicanidad: los esqueletos y las calaveras. Figuras preservadas, gracias a la
memoria artesanal y a las costumbres populares, bajo todo tipo de presentaciones
y materiales, de dulces, panes y juguetes, esculturas de cartón, grafitis,
etc., expresando nociones metafísicas y existenciales muy hondas, arraigadas
indeleblemente en el inconsciente colectivo del mexicano. La idea de la muerte
resulta así la parte más viva de la cultura prehispánica, que se resiste a
morir, presente y latente, impregnando las costumbres y maneras de ser más
características del mexicano.
El
emblema de la calavera mexicana pertenece a la constelación simbólica
muerte-renacimiento, siendo por tanto equivalente de la iniciación: invitación
a dejar atrás al hombre viejo, a dejarlo morir, para nacer de nuevo a la vida
de la luz y del espíritu, a recordar que el hombre fue creado apenas un poco
menos que los ángeles, ya que hay en su alma
un elemento de vida inmortal. Así, más que representar la imagen del diablo,
que esclaviza a los hombres por el temor de la muerte, o los trofeos rituales de
los antiguos guerreros para apropiarse de la sabiduría, el conocimiento, la energía
y el poder depositados en el cráneo de los vencidos, por las creencias de la
magia simpática de la contigüidad o de la metonimia que toma el continente por
el contenido, la dulce calavera mexicana de un paso más allá, haciéndonos
recordar la dualidad esencial de la naturaleza humana, compuesta de una parte
animal, de un ser mortal por necesidad sujeto a la corrupción, y un espíritu o
alma inmortal, imperecedera, entando así en consonancia, pues, con la tradición
cristiana.
No se
trata así del cráneo que junto con la marmita del mago o el caldero de la bruja
sirve como instrumento de adivinación, a manera de la bola de cristal o el
espejo mágico, menos aún de los actos supersticiosos o rituales para enlazar a
los espíritus del inframundo o pera adquirir poderes de renovación y
transformación mediante un pacto con la muerte, tampoco del fascinante vaso de la vida y
del pensamiento, que hechiza a los espíritus fáusticos y
hambletianos en la irresolución del ser o no ser o en el afán de grandes
empresas, sino de la muerte psicológica de la vieja personalidad y de la carne,
y del nacimiento de una nueva conciencia.
El
cráneo, como vértice del cuerpo o lo más alto y superior, con su forma de
cúpula, es visto como receptáculo del alma y centro espiritual del ser humano,
matriz de la inteligencia y del conocimiento, donde se deposita la fuerza vital
del cuerpo y del espíritu. De acuerdo a la valoración vertical del cosmos, el
microcosmos del cráneo, es análogo, en el macrocosmos, a la bóveda celeste. Cede
del pensamiento humano, receptáculo de la vida en su más alto nivel y centro
espiritual, el cráneo humano representa el cielo del cuerpo humano por su forma
de bóveda celeste, siendo los ojos semejantes a dos grandes luminarias y el
celebro a las nubes.
Por un
lado, al igual que en los géneros artísticos del Vanitas o del Memento
Mori, la representación pictórica de la clavera nos recuerda la finitud
de la vida humana, la limitación esencial de ser hombre, de que vamos a morir, idea
que cierra con ello el paso a la soberbia y a las vías de perdición,
restringiendo, pues, tanto la disolución de la vida en los placeres mundanos,
como limitando el deseo de poder, actitudes que caracterizan a toda verdadera
religiosidad, preservándonos de tal manera las aguas tumultuosas, agitadas y
caducas del devenir, carentes de trascendencia metafísica. Símbolo del
futilidad de todo lo material, de los placeres y del saber humano, recordatorio
del “Vanitas vanitartis et omnia vanitas”
del Eclesiastés, la monda
calavera nos recuerda así la temporalidad
finita de la vida y la inutilidad de la vanidad humana, esa flor que pronto se
marchita, ese fruto que pronto se pudre, su finitud en una palabra, que nos
enfrente al misterio de la inexistencia y finalmente de la nada, indicando la
calavera y el mismo esqueleto entonces un vacío de ser, la igualdad que elimina
al sujeto individual, que lo reduce a un montón de huesos desindividualizados,
que son de cualquiera por no ser de nadie, por ser una mera estructura ósea del
hombre ya sin identidad ni nombre propio.
Por el
otro, el decorado colorido de su imagen señala el camino de la verdadera vida,
pues a diferencia del mundo inmanentista de la época moderna, profundamente
materialista, irreligioso, sin idea de trascendencia o necesidad de ascesis espiritual
y sin sentimiento profundo del alma como entidad ontológica, la imagen de la calavera, a la vez que
recuerda nuestra precariedad y limitación como seres mortales, nos invita a la
purificación de lo más profundo de nosotros mismos: a romper con los apegos
materiales y con la avaricia individualista, enseñándonos que la vida no
consiste en las cosas que se tienen, sino en los lugares a donde entramos y que
habitamos, donde hacer el bien no se pierde y brota de la eterna fuente el agua
inmortal de la memoria, siendo el cráneo entonces semejante a la concha del caracol
marino.
La
imagen de la calavera abre, así, el ciclo iniciático, siendo la imagen del
crisol alquímico, de la muerte corporal, donde el hombre viejo se disuelve y se
reduce finalmente a la nada, condición para dejar salir al hombre nuevo o
símbolo del reinado del espíritu. Imagen que recuerda al símbolo Quetzalcóatl, al
fuego de la serpiente que devora completamente al hombre para transfigurarlo,
cubriendo al cuerpo de alas, que es la emplumación del alma, que se vuelve similar
a un pájaro (Platón, Fedro). También al horno o atanor
alquímico, donde se lleva a cabo la putrefacción final del cuerpo, donde se
masera la carne y se disuelve finalmente el deseo equívoco del errar o el
error. En su valencia de crisol, la calavera representa entonces la perfección
espiritual: la muerte total, la reducción a la nada y destrucción del alma
inferior, que equivale a una limpieza o purificación, abriendo el camino a la
trasmutación de la vida más plena del alma superior y del espíritu. Símbolo del
espíritu, pues, dislocado de cuerpo y sus pasiones.
Porque si la muerte a todos los hombres nos iguala, llevándose democráticamente con su afilada guadaña igual a ricos que a pobres, a niños que a ancianos, a güeros que a morenos, también es cierto que la calavera y el esqueleto son símbolos de cambio y regeneración. En la carta número XIII del Tarot figura, sin nombre alguno, bajo la forma del esqueleto cuya cabeza en forma de media luna mete su guadaña en el campo rebanando lo mismo hierbas secas que cabezas humanas. Arcano mayor que nos indica la fuerza regresiva de la noche que llega para cortar todo lo malo y dejar salir lo bueno, indicando con ello un cambio violento y repentino o el fin de un ciclo que abre otro mejor. Inicio o principio de un cambio interno radical, inesperado y positivo. Símbolo de trasmutación, de transformación o renovación y de limpieza profundo que nos invita entonces romper con nuestros malos hábitos, a dejar atrás en el pasado los falsos apegos y los afectos malsanos, estando por ello asociado al fin del invierno y al inicio de la primavera, al surgimiento de nueva florescencia y a las nuevas ideas. Aviso, pues, de una profunda regeneración interior a cuyo cambio no debemos resistir, la muerte indica entonces el paso de la noche oscura del alma y de las aguas pútridas del estancamiento y su actitud de duelo hacia una actitud positiva del espíritu y de mejora de la autoestima, en un proceso de iniciación, pues, que nos invita a la simplificación del núcleo más íntimo de la persona.
[1] In Memeoriam, obra de arte de carácter colectivo,
en muestra de reconocimiento a la infatigable labor y trayectoria artística de
Tomás Castro Bringas, gran impulsor de las artes en su estado, fue coordinada por
Paola Moreno, en la que participan los grabadores: Alán Altamirano, Alexy
Lanza, Antonio Valverde, Candelario Vázquez, Carlos Nájera, Cristina Saharrea,
Cuauhtémoc Contreras, Daniel Tectli Morales, Edgar López, Eduardo Juárez, Elisa
Suárez, Francisco Plancarte, Hermenegildo Martínez, Israel Torres, Jesús G. de
la Barrera, Jesús Ramos, Leopoldo Morales Praxedis, Mizraim Cárdenas, Pedro
López Recéndez, Rebeca Moreno, René Arceo, Roberto Martínez y del propio Tomás
Bringas, con un texto introductorio de Alberto Espinosa Orozco. La exposición
de los grabados tomó el nombre Mictlán: Homenaje a Tomás Castro Bringas y se inauguró el 18 de
octubre del 2016 en el Museo Palacio de los Gurza de la Ciudad de Durango,
dentro de las actividades del Festival Revueltas 2016.
Por Alberto Espinos Orozco
(2ª
Parte)
II
El homenaje póstumo al maestro Tomás Castro Bringas ha
tenido diversas manifestaciones por parte de la comunidad cultural de
Durango,
en muestra de gratitud, reconocimiento y cariño a su infatigable labor
pedagógica y como animador de la cultura local. La esplendida
Exposición de Día de Muertos en el flamante Centro de las Bellas Artes
de la UJED (Negr4te #700), en
conmemoración y rememoración de su trayectoria y entrega profesional, es
una
muestra de los logros alcanzados por el impuso, por el amor e influencia
de su magisterio, tanto
por el imperativo de profesionalización de los oficios y el refinamiento
en el tratamiento de los temas, como por la continuidad en el desarrollo
experimental
de las viejas y de las nuevas técnicas de estampación y el alto nivel
logrado en el desarrollo
del dibujo, la pintura, la fotografía, el grabado, el diseño gráfico, la
cerigrafía y el demás técnicas aplicadas al oficio artesanal, sumándose
a
ello un clima de afabilidad e integración cultural, que casi me
atrevería llamar de unidad, entre sus discípulos y alumnos.
Reconocimiento de su valía como persona, pues, al
que se suma, en la sala de exposiciones del Teleférico de Durango, en el
Cerro
del Calvario, un Altar del Día de muertos en honor de su memoria y de su
decidido proyecto de conservación y renovación de nuestras más queridas
tradiciones,
que dan al mexicano un inconfundible sello de identidad.
Las innúmeras expresiones estéticas del día de muertos, muestran que el temor a
la finitud de nuestra existencia es contrarrestado por el mexicano mediante el humor,
la fiesta y la alegría de las tradiciones populares. La calavera y el esqueleto,
objetos de fascinación que al mismo tiempo atraen y repelen, son entonces
llamados “la Flaca”, “la Pelona” y “la Huesuda”, apareciendo lo mismo en
escenas de baile que en versos panteoneros, en el sentido del carpe
diem horaciano, de aprovechar el tiempo de alegría que nos taca en
suerte vivir, de disfrutas los placeres de la vida sin confiar demasiado en el
mañana, que es incierto, pero también en el sentido práctico de hacer lo que
podamos hacer hoy, sin postergarlo para el mañana.
La
muerte, ángel que todo lo inmoviliza al rozarnos con su vahara fría, queda de
pronto también neutralizada en la festividad del día de muertos mexicana del 1º
de noviembre, o alza el ponzoñoso aguijón de su estile para hacernos reír con
los versos llamados “calaveras”, también llamadas en el siglo XIX “panteones”,
que en las vísperas del día muertos la imaginación popular pergeña a manera de epitafio,
ensañándose sobre algún pasado de vivo tratándolo como si estuviese muerto,
expresando así verdades difíciles de expresar en otro contexto, sirviendo la
situación fúnebre para las razones que justifican que a una persona se lo lleve
finalmente la “Tiznada”, que son las cenizas, o la “Flaca”, que es la huesuda, manifestando
de tal forma que cada quien muere como vive. Las famosas calaveras literarias
van generalmente acompañadas por un grabado, viñeta o dibujo, remontándose su
tradición a la segunda mitad del liberal siglo XIX, cuando una serie de
artistas como Constantino Escalante, Santiago Hernández, Manuel Manilla y José
Guadalupe Posada comenzaron a hundir sus buriles hasta radiografiar al mundo,
viendo a los vivos como si estuvieran muertos, interpretación que cobró fuerza por
medio del muralista Jean Charlot y que se difundió plenamente gracias al Taller
de la Gráfica Popular de Leopoldo Méndez.
Mundo
en el que campea la corrupción y poblado de muertos en vida en el que el mismo
José Guadalupe Posada detectó el arquetipo de la “Calavera Garbancera”, hoy
conocida como la “Catrina”, mujer de sobrerefinamiento afrancesado (dandizzete), que al seguir la moda puede
llegar a la elegancia, parando sin embargo muchas en lo contrario, que es lo
cursi, presumiendo de una posición que no se tiene o renegando de su propia
raíz, resultando una alegoría entonces de la inautenticidad o de lo snob –figura
de la cultura superficial e imitativa, pues, la que aparece frecuentemente
también en los papeles de china picados que adornan los altares del día de
muertos.
Género
de crítica literaria aplicado también a la pintura, que igual desnuda los
cadáveres de nuestras miserias sociales, materiales y morales, que punza las
desviaciones y atavismos de nuestras enfangadas costumbres o falsos modos de
relacionarse entre nosotros, que exhibe las
vergüenzas y quistes de las rémoras políticas.
Por su
parte, las ofrendes del día de muertos, compuestas en los altares estéticamente
con flores de cempasúchil, hierbas de olor, cañas, panes de muerto, calaveritas
de amaranto, chocolate o azúcar, licores y braceros, tienen como función la
purificación de las almas. Remiten a los altares prehispánicos dedicados a los
seres queridos en el más allá, cuya tradición se resistió a morir, y que se
estructuran en tres niveles, pues es creencias que el día de muertos se abre un
portal que comunica los tres niveles cósmicos del cielo, la tierra y el
inframundo. Las ofrendas así tienen como función fortificar a las formas sin
fuerzas de los muertos, que viven en la estación grisácea del pasado y necesitan
de nuestro recuerdo, de nuestras oraciones y ayuda espiritual para sobrevivir
en el inframundo –exorcizando de tal modo de la memoria los horrorosos
Tzompantlis que acumulaban en hileras ensartados en palos los cráneos de los
guerreros sacrificados en la plaza mayor del México Tenochtitlan.
Fiesta
que es a la vez motivo de duelo y de celebración, en la ceremonia
contradictoria mexicana hay una nota optimista: el recuerdo activo de los seres
queridos que toca una nota metafísica, ligada a una antigua y rica cosmovisión
del ser humano o a una filosofía en la que se entretejen elementos
prehispánicos y cristianos: me refiero a la trascendencia o sobrevivencia del
alma humana, de la tellolia mexica o
el ol maya, en el más allá, en espera
del juicio final y la resurrección de los muertos, o la vida en el mundo
futuro. Sincretismo religioso que insiste en que el alma de los muertos
requiere tanto de alimentos como de ayudas espirituales, simbolizadas por las
flores, el incienso y las hierbas de olor, para concluir exitosamente su viaje
de cuatro años en la región de los muertos y descansar en paz en sus
moradas.
Por Alberto Espinos Orozco
(3ª Parte)
III
En
la cosmovisión mexicana la Teyolía es la esencia sustancial del ser
humano, la entidad anímica o conciencia del ser humano, el soplo de vida
inmortal o aliento divino que radica en el corazón y abandona el cuerpo
humano al morir. Idea metafísica de nuestros antepasados prehispánicos,
estrechamente relacionada con su visión de la muerte en el más allá, la
Teyolía es la entidad anímica que otorga vida a los seres humanos y que
es fuente de la fuerza y da la vida, pero también del conocimiento, de
la memoria y de la voluntad, estando por tanto ligada a los instintos,
las tendencias, las afecciones y las apetencias del individuo. Significa
la “vida de alguien” (de “te”= vida, y “yolía”, derivada de “yoi” =
vida), estando íntimamente relacionada con la palabra “yolotl” o
corazón. Entidad anímica que otorga vida a los seres humanos, la Teyolía
es la parte del hombre que permanece después de la muerte, quedándose
en la tierra por unos días, y que es inmortal. La cultura española la
asimiló a la idea cristiana del ánima, alma o espíritu, estableciéndose
la equivalencia en el Vocabulario de la lengua castellana y mexicana de Alonso de Molina en el año de 1571.[1]
Los
antiguos mexicas, sin embargo, distinguían 5 partes en el ser humano:
la primera de ellas es el cuerpo físico, que es una materia pesada. En
segundo sitio está la Teyolía o alma sustancial, que reside en el
corazón, siendo el centro, la semilla o el núcleo de la persona,
asociada a la emoción, al movimiento, a la energía de la persona
individual, pero también a diversas formas de conocimiento y a
cualidades anímicas como la tristeza, el esfuerzo, la constancia y la
libertad. En tercer lugar los antiguos náhuas distinguían la Tonalli, de
“tona” o calor, hacer sol, y “itonal” o irradiar”, que es la segunda de
las sustancias vitales, siendo el receptáculo de las fuerzas residentes
en la cabeza y que anima a las personas en el sentido de la valentía,
estando ligada al vigor, al calor y al crecimiento, estando determinada
por el día de nacimiento y a su signo. La Tonalli es así esa esencia
luminosa que llamamos “aura”, ligada a los procesos racionales y las
fuerzas psíquicas de la mente (“itonal”), que podía perderse y abandonar
el cuerpo momentáneamente debido a un espanto, a un susto, a un
sobresalto, a un mal sueño, a una caída o al miedo, emociones negativas
relacionadas con el frío que la ahuyentan, como sucedería también en el
coito o durante el sueño. En cuarto lugar se encuentra la Ihiyotl,
entidad etérea y fría asociada con el hígado y ligada a las emociones,
que se vacía y debilita con la violación de las normas o de las
transgresiones morales, siendo fortalecida mediante la penitencia. La
Ihiyotl corresponde al aliento o espíritu vital, siendo el último de los
centros de la vitalidad física y afectiva. Es concebida como un “hilo
de aire” o un gas frío, luminoso u oscuro, usado por los brujos para
provocar el “mal de aire” (mal de ojo), que se disipa y pierde tras la
muerte, o que vaga por un tiempo por la tumba o por los lugares
frecuentados por el difunto, en algunos casos espantando a los vivos
bajo la forma de un fantasma luminoso o de una sombra oscura. Por
último, en quito sitio, se encuentra el nahualli, que es un animal
ligado a la vida y a la personalidad del ser humano.
Luego
de la muerte del hombre, su Teyolía o alma sustancial tenía que
efectuar un viaje al Mictlán o región del inframundo, caverna creada por
el dios Quetzalcóatl presidida por Mictlantecútili, el temible señor
del lugar de los muertos, de la oscuridad completa, representado como un
esqueleto y una calavera de muchos dientes, de cabellos negros
encrespados y ojos estelares, quien cargaba sobre las espaldas un sol
negro y que calmaba su cólera reclamando pieles de personas desolladas,
siendo sus sacerdotes o Tlamacazqui, quienes realizaban los abominables
sacrificios humanos, comiendo su carne y bebiendo la sangre que
depositaban en grandes jarrones.
Llevando
una vida misteriosa entre el crepúsculo y la aurora. Mictlántecutli,
también es llamado Popocatzin, el señor humeante o ardiente, y
Tzontemoc, el que cae de cabeza como el sol nocturno. Mictlántecutili
está asociado en el calendario a los signos del perro y de la muerte,
siendo representado por un cráneo descarnado. El dios del submundo
estaba estrechamente relacionado con Tezcatlipoca (el espejo Negro que
Humea), dios de la noche, de los brujos y de las tentaciones, que domina
el lado norte del universo o Mictlánmpa, que es el rumbo de los
muertos, a quien se le llama “yáotl” o el enemigo, pues representaba la
maldad –deidad oponente de Quetzalcóatl, quien tuvo que bajar al Mictlán
para robar los huesos de ancestros y crear al hombre bañándolos con su
propia sangre.[2]
La
Teyolía o alma del difundo tenía que viajar al inframundo para limpiar
las marcas impresas en su corazón debido a su comportamiento moral, pero
también a los ataques sufridos por seres sobrenaturales y brujos que
afectan el comportamiento ético de la persona, hasta logar volver a ser
como una semilla renovada, libre de toda historia personal y de toda
mancha. Al Mictlán o inframundo se entraba por una gruta al norte de la
tierra, cuyas insaciables fauces se consagraban a la pareja de dioses
ctónicos o terrestres principales Tlaltecuhtli y Tlalcihuatl.[3]
Sitio
a donde todos van, región de los descarnados, donde subsiste de algún
modo la existencia del ser humano, corriendo el riesgo de perderse en
las regiones oscuras, en el Mictlán abundaban los insectos y las
sabandijas, los ciempiés, los alacranes y las arañas, los murciélagos y
los tecolotes, cuyo canto era fatal para el que lo escuchaba, o plantas
que extravían, como el peyote. Por su honda caverna descendente también
deambulaban una serie de tristes figuras, sombrías y abstractas, como la
Muerte (Miqiztetl), la Tumba o Sepultura (Miccapetlacalli), las Cenizas
(Nextepehua), el Miedo (Nexoxcho), el Sueño (Xoaltentli), la Discordia
(Necocoyaotl), o el Desierto (Teotlate). En el noveno círculo del
Mictlán, llamado Chignauamictlán, era habitado por la pareja de dioses
de la muerte Mictántecutli y Mictáncihuatl, quienes hablaban y exhalaban
muerte.
Al
Mictlán, región oscura, fría y terrible, consistente en nueve círculos
descendentes o planos verticales orientados hacia el norte, contraparte
de los trece cielos en la cosmovisión vertical del universo
prehispánica, iban a parar los hombres muertos de muerte natural. Las
acciones del hombre en este mundo quedan fijadas por la muerte, que les
da su acabamiento final. Finitud y mortalidad humana que, sin embargo,
da paso al viaje del alma humana al reino de los muertos y al fabuloso
tema dantesco del descenso a los infiernos.
Por
un lado, especie de registro de lo que hay en esta vida pasajera de
muerte, de pavorosa angustia y de las pruebas que hay que superar en
esta vida para no ser tragados en la otra por la nada. Visión, en
efecto, de lo que tiene esta vida de plano superpuesto con la otra, o
visión del más allá, que sin cruzar el Aqueronte nos revela el
irrefragable hecho de que cada día visitamos varias veces el cielo y el
infierno, dando cuenta así de lo que en esta vida hay de alivio y gloria
o de caída y condena, pero también de lucha espiritual contra los
oscuros poderes de la nada. Por el otro, figuración del proceso
tanatomórfico o de putrefacción y descomposición del cadáver del ser
humano, analógicamente enderezado en el sentido de la purificación y
elevación de nuestros estados de conciencia coronados por la liberación
mística del alma en su integración con el todo.
Lugar
de donde no se vuelve, le llamaban, donde el mundo cambiante del
devenir encuentra su fin y abre sus fauces la insaciable boca del
infierno para, en el sueño de la muerte, entrar en el reino de Xólotl,
el señor oscuro, imagen personificada de Venus vespertina, reino que
divide al mundo de los de los vivos y de los muertos. El muerto es
entonces acompañado por un perro xoloiscuincle de color marrón o
parduzco que sirve como guía o psicopompo en los infiernos del Mictlán,
para poder pasar hasta el noveno nivel, que representan los ocho pisos o
pruebas mágicas o iniciáticas que debe superar el alma para su final
liberación. Los pasajes, que van siguiendo el recorrido nocturno del
sol, comienzan en el lugar de los perros o Izcuintlan, región que se
encuentra a la orilla de un río caudaloso llamado Apanohuacalhuia o
Chignahuamictlán, custodiado por una iguana gigante llamada Xochitonal,
que hay que atravesar –quedando varados a la orilla los hombres no
dignos de seguir adelante, que son aquellos que en vida maltrataron en
vida los perrillos, imagen del alma humana.
De ahí se pasa a la segunda región o lugar donde se juntan dos
montañas, llamado Tepeme Monamictlán (Tépetl Monicyan), donde se corre
el peligro de ser triturado, regido por el Señor de la montañas, de los
ecos y los jaguares, llamado Tepeyóllotl.
La
tercera región es un complejo llamado Itzehecáyan, presidido por
Itztlacoliuhqui, conocido como el señor del castigo, quien antiguamente
había sido el dios de la aurora, pero que fue cegado por haber atacado a
Tonatiuh llevado por los celos. Nivel en el que hay que escalar un
cerro, Iztépetl, azotado por fuertes vientos, que despoja a los muertos
de sus pertenencias, quienes son desgarrados y heridos por filosísimas
puntas de pedernal.
En
bajando se entra a la cuarta región llamada Cehueloyán, lugar de ocho
collados abruptos donde cae la nieve y es acosado por un viento cortante
como la obsidiana. Región presidida por Mictlecáyotl o Mictanpehécatl,
que es el viento frío del norte, fuerte y violento carácter, que lleva
el invierno a la tierra, dominado la infernal sierra desolada de hielo y
de orillas cortantes, desierta y de difícil movimiento.[4]
Más allá empieza la quinta región, llamada Panuetlacaloyán, que es el
octavo collado, lugar sin gravedad a merced de los vientos donde la
gente vuela y se voltea como bandera, girando de un lado para otro, sin
poder salir. Imagen de los hombres que han sido presa de la dispersión,
de la superficialidad o de la vanidad, que al perder el centro de
gravedad del espíritu encarna la figura del distraído, que es el traído y
llevado de acá para allá, de la Ceca a la Meca, en un vai-ven tan
inconstante como fútil, propio de los espíritus inconstantes, filisteos o
advenedizos que divagan con ligereza de la curiosidad por la cultura a
la frivolidad de la moda o a la pesca política, rebajando de tal manera
la intimidad personal a favor de lo actual, dando por resultado seres
que dan la impresión de lo poco compacto o falto de fundamento, de lo
incoherente o volátil, de lo vacío, vacuo o vago, de lo ocioso o sin
verdadera personalidad. Analogía con nuestro mundo contemporáneo que da
le impresión de ser un mundo de muertos en vida, por ser un orbe poblado
por hombres descentrados, sacados de su centro o excéntricos,
desequilibrados hacia los extremos polares en qué consiste la naturaleza
humana, zozobrantes en la marea de la vida psicomental y sin conciencia
del verdadero estado de su alma como entidad ontológica.
El
en sexto nivel se entra por un extenso sendero llamado Temiminalóyan,
lugar donde la gente es herida por agudas flechas, lanzadas por manos
invisibles, que son la saetas perdidas en las batallas que acribillan a
los muertos, donde las almas mueren desangradas –y que en este mundo
equivale a las habladurías, calumnias, burlas y dardos verbales
esparcidos en dichos sin autoría propia todo tipo de malentendidos y
delaciones, repetidos como malsanos ecos, que se filtran por las paredes
en todas partes, a la manera de rumores rencorosos, cuya fuente
propiamente hablando es la de nadie, esparcidos por ese ser sin rostro
que es ninguno, y cuyo objeto es el ninguneo de otro, el de su
anulación, que lanza al prójimo, a manera de esputo, mediante el bajo
recurso de la sanguijuela chupasangre, el venablo mortífero y
beligerante de su propio venenoso vacío interior.
En
la séptima región llamada Teyollohualoyan se encuentra la jauría de
jaguares que desgarran el pecho de los muertos para comer sus corazones,
que sería el octavo círculo de los desalmados, donde rige Tepéyóllotl,
dios de las montañas, los ecos y los jaguares.
El
octavo nivel es una gran laguna de aguas estancadas y negras, que tiene
ser cruzada por los muertos, y que analógicamente significa el quedarse
atrapado en el apego al pasado, preso de las nostalgias y congojas, de
la negra melancolía malsana. Sitio merodeado por la iguana gigante
Xochitonal, que amenaza devorar el alma de los dolientes, de los muertos
sin corazón que se debaten por salir a flote y alcanzar la
desembocadura de la laguna en el caudaloso río Apanohuacalhua, que
cierra de tal modo todos los círculos con una vuelta simbólica al
principio. Valle de la niebla grisácea que enceguece a los muertos.
Lugar de los nueve ríos hondos, afluentes del Apanohuacalhua, en el que
las almas corrían el peligro de perderse o de morían ahogadas.
Camino
por el que se llega al noveno círculo o Chiconahmictlipan,habitado por
los dos temibles demonios de Mictlantecutli y Mictalncihuatl, y en donde
el alma podía alcanzar la final liberación, cuando los dioses del
inframundo pronunciaban las solemnes palabras: “Han terminado tus penas. Vete, pues, a dormir tu sueño eterno.”.
Revelación también de los nueve estados de conciencia cifrados en las nueve pruebas iniciáticas, pues para los mexicas era patente que cada quien muere como vive o que la muerte es el signo final de la vida que ha llevado el hombre en la tierra, pero también que los muertos no somos sino nosotros mismos, pues la vida en la tierra es semejante a la vida en el Mictlán. Las primero cuatro estancias corresponden así al orden interno: el primero significa la lucha por sobrevivir, en donde hay que valorar el esfuerzo de otros muertos para mejorar la propia situación; la segunda prueba se refiere al mal de actuar sin mente, a la enajenación del alma consistente en dejarse regir por los condicionamientos mecánicos, sin aplicar el pensamiento a lo que se hace; la tercera trampa nos advierte sobre los deseos mundanos de dominar a otros, que es la ceguera del poder, que requiere de vencerse a uno mismo para alcanzar la prosperidad interior; ceguera que continúa en la cuarta prueba, que se manifiesta como la oscuridad de no tomar en cuenta a alguien que estaba ahí en necesidad, lo que se combate con la claridad de la mente despejada, que aclara la meta y dirección de la vida, superando así la quinta prueba, referente a nuestra realización externa; profundizando hacia la vida interior, la sexta prueba nos habla de la importancia de sostenerse entre otros, a la ayuda mutua, de ayudar a otros y de pedir ayuda, pues cuando se ha alcanzado el éxito de la propia realización se puede fortalecer a otros; de donde se pasa a la séptima prueba se refiere a pasar los ríos sin quejarse, con lo que sólo se lograría empeorar la situación; la octava prueba conduce al estado de plenitud interna, a la conexión con todo lo que nos rodea en la tierra o al fluir de la vida; mientras que, por último, en el noveno plano se llegaría a la unidad final, en la que no hay división entre dentro y fuera, abolida la existencias separada, llegando a ser uno con todo y se deja de padecer.
Por
último, estaban exentos de pasar por el Mictlán los guerreros muertos a
filo de obsidiana, ya fuera en combate o en sacrificio ritual, junto
con las mujeres muertas en la lucha del parto, quienes iban a la Casa
del Sol o Tonatiuhtlan, y los muertos en las aguas, que llegaban al
Tlalócan o Casa del Táloc, en las regiones celestes.
Filosofía
de la muerte, pues, que es también una sabiduría de la vida, que a la
vez que nos hablan de los procesos de cuatro años de transformación de
la materia muerta o del proceso tanatomórfico de regresión orgánica,
figura las dificultades mortales de la vida en su relación con los
compromisos ontológicos del alma con el otro mundo, previendo que la
seca muerte no nos encuentre sin haber hecho lo suficiente para la
liberación del alma o Teyolía, en una visión mística del mundo que
constituye una de las esencia más notables de la mexicanidad.
Porque
hay en la vida del hombre, en efecto, un ingrediente mortal o tendencia
regresiva que lo jala hacia abajo, ya hacia el duelo del auto abandono,
ya hacia costumbres desviadas por entregadas a la muerte. Es el darse a
la muerte por decepción, por melancólica nostalgia de haber podido
serlo todo y en venganza dejarse llevar por la nada; es el ceder al
hechizo y fascinación de los inmensos ojos negros de la muerte, esas
cuencas fijas, vacías, dejándose vencer por la miseria material o
espiritual al ceder al instinto de perdición, que por temor a la vida se
arroja entonces en los brazos de la muerte, que en las cantinas,
luciendo mil llamativos colores, va besando a los huérfanos de amores.
Visión de las pruebas de que hay que sortear en la otra vida, en el
mundo de abajo, y de simultáneamente de lo que tiene esta vida de
muerte: planos paralelos, pues, que tienen cierta comunicación entre
ellos. Por una parte, educación que invita a reflexionar en lo que hay
en el camino de la vida de peligros mortales; por el otro, visión de
esta vida como una preparación para la muerte, como querían los
estoicos.
Cosmovisión
en contraste notable con nuestra vida moderna, puramente inmanente o
sin idea metafísica del mundo y hasta con abierta evasión de todo más
allá y de la idea de la muerte, que al comparar al hombre con lo
inferior, con lo meramente natural, no puede sino ver en él sino un ser
meramente orgánico que nace crece, se reproduce y muere, como un ser
meramente contingente debatido entre la angustia, la desesperación, la
vanidad y el sin sentido, en un tiempo polarizado hacia el lado opuesto
de la filosofía y del espíritu. Era de mitificación de la ciencia, pues,
para la cual no hay propiamente valores, ni lo bueno ni lo malo, ni
religión, la cual es literalmente incientífica, y que con ello
contribuye al oscurantismo de la edad. Mundo sobrenatural, así, que
tampoco puede ser sustituido ni por las aparatosas construcciones
idólatras y tentaciones del estado totalitario o autoritario
contemporáneo, ni por las místicas inferiores que trucan la auténtica
metafísica por la sexualidad, el materialismo, la lucha de clases, la
Atántida o el disfrute místico del arte por el arte.
[1] Los modernos mexicanos la llaman “yolía”, “yolo”, teyotl” o “yuhui”.
[2] Las
cuatro regiones del mundo horizontal están regidas por los dioses
creadores, hijos de Ometecutli y Omecihuatl, Mictlámpa al norte, regido
por Tezcatlipoca: Cihuatampa al oeste, regido por Quetzalcóatl;
Tlahuiztlampa al este, regido por Xipetotec, y; Huititlampa, al sur,
regido por Huitzilopchtli.En el eje central del mundo se encontraba el
Calpulli, resguardado por la pareja de dioses del fuego y del tiempo,
Xiuhtecuhtli y Xantico. .
[3] Tlaltecuhtli
sería una antiquísima diosa de la tierra que en un principio, antes de
la creación, encarnaba el caos bajo la forma de un monstruo serpentino,
especie de peje lagarto llamado “cipatli”, siendo partido en dos por
Quetzalcóatl y Tezcatlipoca para dividir el cosmos y formar en centro
de la tierra o Tlltipac y el cielo y las estrellas. El culto a la diosa
de la tierra Tlatecuhtli era exclusivo del clero sacerdotal, consistente
en reverenciarla con sacrificios humanos y ofrendas, pues exigía ser
bañada en sangre y corazones humanos para calmar su llanto, siendo el
emblema o signo de su rito el llevar el dedo cordial a la boca luego de
pasarlo por las cenizas mortales del suelo, en señal de supremo secreto.
Se le representaba como un monstruo que tenía muchos ojos en todo su
cuerpo o con muchas bocas, una en cada articulación de su cuerpo, que
mordían salvajemente con sus filosos colmillos para descarnar los
cuerpos. Su cabellera era de color rojo rizado y algunas veces se
representaba su rostro bajo la forma de un cráneo, estando su boca
compuesta de dos hileras de ocho dientes cada una que dejaba asomar la
larga lengua que bebe la sangre de su propio vientre, estando su vestido
compuesto de cráneos y huesos cruzados, teniendo por manos y pies
poderosas garras con grandes uñas afiladas. Es característica su postura
decúbito ventral o dorsal, y en forma de batracio o de alumbramiento,
recordando la posición del acto sexual o de la derrota en el sacrificio
bélico. Su vagina dentada tiene como función devorar cadáveres, pues se
alimenta de carne y de sangre, representando el descenso de los muertos
a una cueva o hendidura de la tierra que comunica al Mictlán, donde el
alma de cada persona inicia el viaje infernal de expiación y
purificación de la conciencia. Siendo su apetito de carne y sangre
insaciable, Tlaltecuhtli devora cada noche al Sol o Tonatiu, cuando en
el poniente desciende el astro rey a la noche por las fauces de la
deidad, renaciendo cada por las mismas fauces de la diosa cada amanecer.
Hay que agregar que el 2 de octubre del 2006 se encontró en el Tempo
Mayor de la Ciudad de México un gran monolito representando a la deidad,
descubrimiento arqueológico sin paralejo en los últimos 30 años.
[4] Los
hermanos de Mictlecaáyotl o Viento del Norte son el Viento del Oeste o
Cihuatecáyotl; el Viento del Este o Tlalcuztecayotl, y; el Viento del
Sur o o Huiztecáyotl.
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