Jonathan Gone: lo Fortuito
Fugitivo
Por Alberto Espinosa Orozco
“Difícil luchar contra el deseo,
Lo que quiere lo compra con el
alma.”
Heráclito, Frgs. 105-6
I
Magnífico
grabador cuya obra recuerda vivamente lo mismo las excelencias de los Caprichos de Goya, que las florituras de
los buriles de Gustavo Dore en La Biblia
o en El Infierno de la Divina Comedia dantesca, el afinado
espíritu de Jonathan Gone ha sabido sumergirse en la noche de los símbolos para
explorar el limite último del ocaso
declinación de nuestra edad: el abismo negro en el que cae el astro rey al declinar
el día, para sumergirse, en su correría nocturna, en el submundo, dominado por
la inercia de la materia impura, donde terminan por morir las vanas apariencias
pasajeras de las cosas, para luego renacer transfiguradas, investidas con los
poderes de la verdadera vida –pero que en su inmersión marchan de espaldas a
las fuerzas espirituales de la luz. Aventura estética, quiero decir espiritual,
pues, de la que el autor extrae una concepción coherente de la existencia personal
y de la condición humana de nuestro siglo en crisis, de nuestro mundo agónico.
La muestra consiste en una Instalación
Efímera (Performance) que el artista
nos presenta, sorprendente por su hibridismo primordial, en el que hay algo de
la espontaneidad creativa de dibujo a mano alzada, algo también de la
magnificencia y grandiosidad de la obra mural. Lo que a la vez sobresale e
inquieta: la mirada cruda y vertiginosa invertida y nocturna, secular, moderna
y existencialista del mundo, en la que si bien es cierto hay un Cielo aceptado
por todos, éste está desierto o es incomunicable; y donde los otros aparecen
como proyecciones de un yo atomizado, paralítico o torturado, representando
fuerzas hostiles u opuestas, a semejanza
de un inextricable laberinto o de un infierno.
Desarrollo del ideal moderno de
una vida más vida donde, en medio de la fiesta de los sentidos, la exaltación del
movimiento y de la nuda existencia, de la actividad y expansión del yo, de la pasión
y de la fuerza, se detecta también la irrupción del mito desacralizado, en el que
sin embargo permanece la voluntad demoniaca, la fascinación de lo nefasto y el giro de trompo del eterno retorno de lo mismo.
La inmensa tentación de comenzar la vida de nuevo a partir de una libertad absoluta,
de sobrepasar todas las reglas –pero que conlleva el peligro de la supresión de
la condición humana, la angustia de muerte ante el vació de la regresión, no simplemente
al estado anterior de la inocencia adánica de la animalidad, sino a la caída en
el río espantoso de la disolución, abrazado por el fuego colérico que lo
consume, donde todo se ´pierde en medio de evocaciones, alegorías, metáforas al
otorgar a todas las cosas la alucinante libertad de ser otras, de crecer al
infinito o de rebasar sus fronteras, corriendo a todas partes en búsqueda de un
sustito que las exprese.
Detección del trasfondo sórdido la
sociedad moderna positivista, imperfectamente desacralizada, ajena a los valores
espirituales de la trascendencia y de la luz, donde todo se vuelve inmanente,
fugaz y transitorio, sujeto al azar y los caprichos de la contingencia. Donde
todo, todo, tanto objetos como personas y la naturaleza misma se volatiliza o
se esfuma, volviéndose irreal, subjetivo, maligno o degenerado. Inmanentismo
imperfecto, es cierto, en el que duerme, como en las semillas venenosas del
cardo y de la ortiga, toda una apretada nebulosa de oscuras místicas
inferiores, arcaicas y anárquicas, que parecieran destinadas en su letargo a demonizar
subrepticiamente el mundo. Obra grotesca que expresa así, en medio del
espectáculo circense de la grandeza inhumana, de la alteración del orden y la
inversión de valores, de lo absurdo, extravagante y ridículo, de lo grosero y
excéntrico, de la desproporción y exageración de las figuras, la gran tragedia
de la condición humana, consistente en degradar los misterios adoptando formas
inferiores de la mística.
La exposición de
Jonathan Gone “No Dejes que los Bastardos te Venzan”, Sala de Exposiciones
Temporales del Museo Palacio de los Gurza (ICED), sobresale, más allá de su
invasiva dinamicidad que se extiende a paredes, ventanas y techos, por su
radicalismo, por presentarnos un fabuloso escenario escatológico, que es la vez
la escenificación de un drama cósmico: una lucha, una batalla metafísica entre
las fuerzas contrarias y latentes en toda la creación en su conjunto.
Más allá del carácter mayestático
de su obra, sobresale la limpieza de la visión, de un positivismo extremo, de
un mundo secular, totalmente desacralizado, donde se toman fenomenológicamente
en cuenta todos los aspectos de la experiencia sensible vivida, expresando de
tal guisa una genuina preocupación por la atura, ella misma límite, radical, de
nuestro tiempo en crisis. Expresión de la fuerza incontenible de la vida en su
aspecto más extremo y pasional, rayano en lo grotesco, en lo brujesco, en lo
diablesco, que frisa por tanto en lo perturbador, por su carácter
delirantemente sexual e incluso decididamente escatológico.
Representación de una mascarada circense
en que se da la lucha contra las normas y lo concreto, inspirada por el
espíritu abstracto de las tinieblas, en el que se da el acto demoniaco de la
descomposición de lo corporal, el acto demoniaco de la dislocación de las
fronteras y del espacio y la autoanulación de la persona. Rito orgiástico, pues,
en el que, más allá de la sexualidad violenta y sangrante o de la deyección
universal, se da la violación de las leyes y normas de la convivencia humana:
el intento de la aniquilación del individuo en la multitud, la anulación de la
identidad propia en el gesto del cambio de identidad, donde cada uno puede ser
alguien más u otra cosa, remplazar a otro o asumir otra identidad o, por lo
contrario, el intento de sobrepasar la propia personalidad en la posesión.
Abuso metafórico de las comparaciones donde se puede ser alguien más u otra
cosa, reemplazar o tomar el lugar de otro y tomar su identidad –dando por fruto
distorsionado no sólo lo feo, lo monstruoso o lo singularizado e insólito, sino
las aterradoras manifestaciones de fuerza, negativas y fuera del orden natural
(kratofanias). Escenificación de lo maldito, en una palabra, o de lo maculado,
de lo mancillado, que en su aberración causa repulsión, pero que a la vez
fascina, que atrae por rebasar la condición profana al poner en contacto con
una fuerza extraña, que rompe el nivel
ontológico y que por tanto puede ser funesta, acarrear desgracia o ser de mal
augurio.
Por un lado, el horror del
hibridismo, que afecta a la morfología humana al extremo del zoomorfismo:
estructuras teriomórficas donde lo humano se entremezcla con estructuras de
cabras, caballos o lobos, a la manera de galopantes Centauros, de Sátiros
exultantes o de Silenos, hasta solidarizarse con los niveles más bajos de la
creación, de alimañas chupasangre que proyectan sus mandíbulas a la manera de
prehistóricos insectos, o hinchan los exorbitados ojos como demenciales
libélulas parasitarias.
Por el otro, la irrupción de lo
excremencial, de las inmundicia de las deyecciones, confundido todo en la
humedad del semen, la baba, los mocos y las sangre, con lo obsceno y la
impudicia orgiástica, que producen un sentimiento ya de paroxismo: de increíble
despliegue de energía, de impuso, actividad y fuerza, de fuego erótico que
consume, que abraza, de feroz enajenación –pero también de mancha y suciedad, de revoltura cósmica que llama a la
infelicidad religiosa y biológicamente al asco y la náusea, como reacciones
compulsiva de la vida a lo que la pone en peligro, por su abominación o
inmundicia, o en riesgo de muerte.
Vertiginosa secuencia de imagen
en donde, apenas en un parpadeo, aparece el rostro tricéfalo del Señor de las
Moscas (Belcebú), el falso dios filisteo asociado a la magia negra y que tiene
como súbditos a las brujas, en honor de quien se celebraban ritos impuros y
voluptuosos, orgías en los que los partícipes se entregaban abiertamente a la
vergüenza del culto al principio masculino de la vida para propiciar la
fecundidad dela tierra. Sentimiento, pues, de terror y espanto, de pasmo y
parálisis o de paso por la muerte, de terror ante lo monstruoso y demoniaco, lo
singularizado inconciliable con la naturaleza humana y opuesto a lo
sobrenatural.
Así, en la estilización y
deformación de las figuras, la excentricidad de los planos y de las
perspectivas, y el frenesí de los movimientos, se pueden detectar los estigmas
innobles del Luciferismo: ser simulación y fachada, disfraz en cuyas salvajes
muecas frenéticas se escenifica una imitación vulgar y obscena de la creación.
Oposición indirecta a Dios, pues, que bajo la forma de la mascarada teatral y
circense, carnavalesca, celebra el caos axiológico y vital, dejando traslucir
terroríficos ritos iniciáticos arcaicos, por cuyo medio se aspira a alcanzar la
regeneración del mundo, la vuelta a la Edad de Oro o la bienaventuranza. Se
trata de la escenificación moderna de misterios degradados donde, en medio de
las libaciones de vino o bajo la euforia de la embriaguez, se da culto al frenesí
sexual (faloforia) o a la violación como
epifanía brutal de la supremacía. Rasgos todos ellos que culminan en la
soberbia absurda: el deseo de la creatura de sobrepasar al Creador por el lado
de lo extremoso, de forma obstinada y rabiosa, furiosa, vesánica y demencial,
deshumanizándose, deificándose inhumanamente por encima de Dios (al que así,
sin embargo, necesita, aunque sea para
negarlo y rebajarlo).
III
Escenario gótico de pesadilla,
pues, que en medio de la luz más clara se muestran las profundas sendas
retorcidas del valle tenebroso inmerso en la caverna. Lo inusitado y prodigioso
se transforma entonces en lo demoniaco: no sólo el triunfo de la bestia sobre
lo humano, en la liberación de las normas y convenciones sociales y el
surgimiento de las pasiones arcaicas y destructivas, sino la trasmutación de
los valores y la perversión de la conciencia moral, donde la densidad y el peso
de los cuerpos, afectados por las deformaciones psíquicas, se unen a las
sombras vagas que los raptan, hunden y sumergen con la rapidez de la caída en
una inextricable mezcla de disipación y desdicha, convirtiendo así el inicial
gigantismo de las formas en no más que entomología.
Ejercicio de autodestrucción
creadora, que recuerda los juegos de los dioses patéticos, para los cuales la
dualidad vida-muerte forman parte de una diada dialéctica, cuyas tensiones de
tesis y antítesis se resuelven en la síntesis del rito, donde los juegos de
máscaras son danzas que, son a la vez ceremonia festiva y guerra. Danza que es
penitencia, juego divino que alcanza su cima en el sacrificio, en la inmolación
que recrea el mundo y vuelve a engendrar el universo. Destrucción creadora de
los dioses, cuyo modelo imitan las
fiestas rituales de los hombres, en la danza orgiástica y ritual de los
misterios dionisiacos, lo mismo que los carnavales o en sanguinarios
sacrificios de la pirámide. Pasaje oscurantista, consagrado a lo diabólico,
hecho de crimen y de sadismo, en donde se promueve la insaciable negación
oriunda de la cultura onírica -de los engañadores, de los simuladores y
falsificadores que, causando divisiones y no teniendo al espíritu, obstruyen la
verdad, comportándose peor que animales salvajes al dejarse llevar por su
propio instinto (Judas 1.19).
IV
El tema de la obra no es otro que
el de la orgía ritual: el del impulso vital sin límite ni freno, compensatorio
de una vida sombría, larvaria e
insignificante, dando como amargo fruto una mente evasiva y amorfa, sin memoria
y vacía de contenido metafísico, sujeta a las fuerzas procelosas del devenir
–por lo que propiamente no participa de la Vida, simbolizada más bien por estaciones, el girar de los astros y el apego
a las normas. Se trata de las masas, dinamizadas desde el exterior donde, igual
en la orgía o en la revolución, se da el aniquilamiento de la identidad en la
multitud, que por sí misma tiende a la materia inerte, muerta, sin forma ni
memoria.
Rito arcaico de
tema agrario, la orgía tiene como
intención el restablecimiento de la condición paradisiaca, el retorno a la
espontaneidad de la naturaleza como entidad opuesta a la civilización, a la
sociedad ordenada regida por normas, reactualizando la unidad cósmica por medio de la “totalización”: de la unión
colectiva y caótica del yin y el yang. Ritos que, sin embargo, tras el manto de
la lealtad y la fe en la palingénesis cósmica y en la renovación de la vida,
revelan frecuentemente el inicio de la anarquía. Descubrimiento, pues, de una
libertad vertiginosa que transparenta las fuentes sagradas de la vida, lo que
tiene la unión sexual de rito y de sacralidad, de desnudez paradisiaca; también
de intento de descubrir al hombre fundamental (religioso) y descifrar el
significado de la vida; pero a la vez peligro constitutivo, entrañado en el ser
mismo del hombre, de dejar de ser lo que es, de eviscerarse, de extrañarse a sí
mismo en las sociedades mundiales globalizadas excéntricas, tentadas por la
obsesión o por maneras exóticas de perderse en el laberinto de las formas, pasando
del hipismo al vampirismo, o de disolverse en la nada.
Experiencia artística que cae en
el orbe oscuro de las categorías estéticas: que se ocupa de la fealdad bajo el
aspecto perturbador de la fascinación del mal, que resulta terrorífico por ser
lo más alejado del espíritu –lo que religiosamente se acerca al misterium terribilis donde se conjugan
los sentimientos de lo admirable en conjunción con lo horrible e, incluso, con
el espanto. Participación, pues, del sentimiento de lo sublime, en el sentido
que sobrepasa dinámicamente la facultad de comprensión, por la exteriorización
de una fuerza inusitada. También por operar una doble sensación: a la vez atrayente
y repugnante, que encumbra y exalta al hombre natural y simultáneamente abate y
humilla al hombre interior, endureciendo y entenebreciendo el corazón al inflamarlo
y consumirlo el fuego colérico.
Especie sui generis de felicidad, por poner en juego las potencias
elementales de la vida, pero que procura en definitiva el terror –y que llama,
por negativamente que sea, al sentimiento análogo opuesto, el de lo “numinoso”
desde su lado más desolador: el de la ira de Dios. Pareja de sentimientos limítrofes en cierto modo
complementarios, pues si lo numinoso se cierne desde arriba sobre toda razón,
la inclinación y simpatía que produce lo sexual se refiere a la vida
instintiva, por debajo de la razón o a la naturaleza animal del hombre. No se
trata entonces de la categoría de lo erótico, que trasciende la vida instintiva
(El Cantar de los Cantares), sino de
lo profano en absoluto –opuesto per se a
lo sagrado y a lo santo, el valor supremo, que infunde el máximo respeto
espontáneamente por su majestad y omnipotencia.
V
Queda así un resquicio de esperanza
escatológica que parte de una desesperación real, de un grito desarticulado de
angustia y que sólo se atenúa a partir de una evidencia: que si hay Cielo hay un
Dios; y que si hay cosmogonía entonces hay creación. La muestra resulta así una
prueba negativa de como un universo puramente desacralizado, meramente positivo,
inmediatamente se petrifica, para luego erosionarse por el viento abrasivo de
olvido de la tradición y desembocar en la danza frenética de la liberación de
los sentidos, rematando en la demonización de la naturaleza, del hombre y del mundo.
Experiencia negativa,
efectivamente, que nos indica, sin embargo, que tras la agitación caótica de la
materia viva y sus singulares revelaciones, no quedan más que los desechos, el
detritus humano zoológico, el excremento y la pestilencia del lodo. Acto de ascesis, pues, de maceración del
espíritu por medio de la humillación de la carne y la disolución de las formas.
Maceración de la conciencia, es cierto, por medio del horror sacro y del asco, cuya
función es cauterizar el alma por el fuego, anulando así la locura de las
pasiones y de la voluptuosidad desenfrenada. Llegando, por medio de la
contemplación, a la imperturbabilidad (ataraxia),
que en la contemplación vuelve resistente al sufrimiento de la mayor miseria
física y moral, impotente tanto para
aplastar al hombre, como para hacerlo volver a la animalidad.
Sótano del mundo que pulula igual
en el inconsciente colectivo, subliminalmente convertido en perfumado carnaval de
la carroña, donde la generación perversa, raza de serpientes, galopa en el
bosque o se retuerce en fundas de mosquitos, hasta deformar sus estructuras
óseas, o se hinchan en masivas formas de hipopótamo, como botargas de goma a
las que les cuelga la fatigada piel vencida, y los cuerpos deformes agonizan
parejamente a sus distorsiones psicológicas, sufriendo los rigores de las transformaciones y metamorfosis, terminando todo en la masa
amorfa y procaz de la deyección universal, en el detritus último de un mundo
exhausto, cuyo producto final sólo alcanza a incubar las crisálidas de moscas.
Imagen de lo insufrible e
insatisfactorio, del deseo errado de la divinización de los sentidos, que sin
liberar de lo biológico mortal, termina
exaltando lo que en el cuerpo humano hay de estilización desaforada, de ampulosas
prótesis de goma, de decrepitud y flacidez, de cadavérica vejez y negligente fatiga,
anunciadoras de la muerte. Mundo grotesco, en efecto, en el que detrás de la
originalidad y la sorpresa, del disfraz que tiende a la reinvención de sí a
capricho y voluntad propia, se deja traslucir la piel vencida y las rodillas y
roídos huesos, inflamados por un momento de rabiosa luz, estallando para bailar
sobre el fuego azufroso, mostrando sus
vergüenzas libertinas, para luego consumirse en la pestilente putrefacción final
del organismo.
Metafísica del mal, pues, en la
que se revela el inframundo del Gran Abajo, que es contrario al bien, de lo
constitutivamente frustrado y sin salida, de la hirsuta caverna plagada de
canino exhibicionismo y crueldad sado-masoquista, la excentricidad de lo
meramente subjetivo, el egoísmo de la voluntad perversa, donde se mesclan el
orgullo, la codicia, el odio, la avaricia y la pasión, el deseo abstruso y
abigarrado, deseando con ello incluso, entre ininteligibles hechizos,
sortilegios y conjuros, que sucedan
ciertas cosas que favorezcan al hacer el mal (magia negra) –ignorando abiertamente
el hecho de que no hay buena esperanza para los que hacen la obra de la muerte.
Obra no destinada no para agradar
ni para agregar ninguna belleza nueva al mundo, sino que se presenta como un
angustiado grito de horror –cuya función, empero, es advertirnos sobre la altura
histórica de nuestro tiempo. Tiempos trabajosos, malos, peligrosos, tiempos
finales en los que el grito de desesperación es una espina escatología clavada
en el alma, que nos insta sin embargo a salvarnos de la raza de víboras, de la generación
torcida y perversa, adúltera y réproba en cuanto a la fe, de amadores de sí
mismos que resisten a la verdad, cautivos bajo la voluntad de diablo, que van
llenos de inmundicia, como en los tiempos de Sodoma y Gomorra, y que, seguramente,
no son hijos de Dios.
Magia negra, arte de delirio,
pesadilla y posesión demoniaca, cuya magra expectativa escatológica no puede
ser otra que la del eterno retorno de lo mismo: no la esperanza confiada en la
otra vida, sino la divinización en esta que, sin embargo, equivale apenas a una
representación teatral marcada con los signos luciferinos de una triste
libertad, orgiástica, delirante, cargada por el frenesí, la posesión y la
obsesión, por la tentación ilusoria de regresar al mundo animal, de abolir la
aventura historia en la caída hacia atrás del cangrejo cronológico –pero que
sólo da lugar a esparcir los polvos de lo sagrado negativo (sacere), culminantes en el lodo de la mancha moral, de lo
mancillado o maculado por la caída en el río de lo colectivo, que disuelve al
hombre en la pura temporalidad y en el devenir de lo subpersonal, evasivo y
amorfo.
Añadir leyenda |
VI
Tiempo escatológico es el
nuestro, donde se vive el agudo dilema radical de la libertad humana: la
posibilidad de elegir entre la vida o la muerte. De seguir, junto con los
ángeles de Dios, los caminos que buscan y escuchan a Yahvé, de quienes han
creído en la luz del Señor observando sus mandamientos, depositando su fe en
los bienes del otro mundo practicando el amor, la bondad y la justicia; o de
dejarse absorber por los caminos de Satán y los ángeles de las tinieblas, por
las sendas torcidas de la corrupción, del errar y del error, que se oponen a la
sana doctrina y la persiguen, impíos que no guardan la ley del Señor, y que poniendo
su fe en los bienes de este mundo van llenos de maldición con el corazón
entenebrecido, obrando peor que bestias, incrédulos que serán cubiertos de
vergüenza e ignominia y cuyo castigo final será la muerte eterna.
Profundización en la experiencia
personal del artista que ronda los niveles más bajos del abismo del mundo, pero
que tiene el coraje de ver de frente a los fantasmas, a las sombras y demonios
del viento que pululan por la noche, expresados fenomenológicamente en la
bajeza, en la bestialidad, en la vulgaridad profunda, en la caída del hombre en
la animalidad y en lo demoniaco, en el instinto orgánico de perdición, en la
histeria colectiva, en la autoanulación, la despersonalización, la sed de salir
de sí y en el impuso de resbalar cada vez más abajo.
Excentricidad y extremismo del
hombre moderno, pues, que se concentra y especifica en la orgía: regresión de
la vida que pasa del trabajo de larvas a la materia informe, al sadismo y al
crimen, preludio de su incorporación a la materia inerte –a la fórmula
cuantitativa de base mineral. Experiencia invertida de lo sagrado por el lado
negativo del non esse, por la
aversión a la sencillez de la vida, al amor y a la autenticidad, e inmersión en
el vacío absoluto, atracción por la nada. Función de la orgía fantástica:
sentimientos terror, espanto que precipita a mirar la gran ilusión detrás de
las realidades y al descubrimiento de Dios como ser absoluto. Ascesis laica:
disgregar al hombre profano, disolver los estados de conciencia alentados por
el bienestar de la carne, humillación de la voluptuosidad, que lejos de saiar
al ser lo empobrece, que lo reduce a un plasma amorfo en los que se debaten la
desesperación y la nada y que reduce al hombre a la vanidad y luego al polvo.
Contra la inhumanidad en ente de
ser dado, contra la degeneración de renunciar a la superación en la
infrahumanidad de la abyección por el gregarismo o por el tedium
vitae, el artista propone paradójicamente la lucha de la esencia humana (entelecheia), porque no prevalezca sobre ella el alma inferior, húmeda y opaca
de la existencia (energía). Conciencia de la pequeñez humana, es
cierto, que antes que perderse en un absoluto de esencia toxica, en la angustia
del individuo afligido y separado, busca por medio de la crítica estética encontrar
un sentido central a su existencia.
También representación crítica y nocturna
de un carácter definitorio de nuestro inmanentista tiempo en crisis: el de su excentricismo
radical, donde la ambivalencia, la androginia y el hibridismo se proyectan en la alternancia de la luz y la
sombra bajo la unidad de la vida y la muerte. Caminos de la perdición, en el
que los numerosos, iguales a la arcilla, se extravían, siguiendo el camino de
la corrupción y de la muerte, la impiedad y el error (Sodoma-Gomorra). Prueba negativa
también del numen, de como un mundo que se desacraliza pierde a la vez su
centro y su camino, resbalando angustiosamente a las místicas inferiores del
embrutecimiento en la histeria colectiva o en la orgia, en el alcohol o en los
polvos mágicos, cayendo cada vez más bajo y tendiendo, más pronto o más tarde, a
demonizarse.
Repertorio monótono de las
insidiosas tentaciones, siempre empero renovadas para volverlas más atrayentes,
pero sobre todo grito de alarma y de desesperación: contra la no significación
del soberbio espíritu abstracto, solazado en la disolución inhumana del valor o
del sentido; contra la sequedad, la esterilidad y el tedio; contra la rebelión
que busca despojar al hombre de su individualidad y plenitud en la
insignificancia de la carne y de la nuda existencia. Oscurantismo de la edad que revela, en su
facticismo puro, positivo y existencial, a la naturaleza humana despojada de
sus valores trascendentes, que sin sufrir trasfiguración espiritual alguna
queda peor que antes, violentada, funesta y sin esencia, arrojada a potencias
inhumanas e infrahumanas y al horror multiplicado de lo superficial y del vacío
carente de sentido.
Dramática creación del espíritu
es la de Jonathan Gone, cuya técnica simple es la de aumentar el horror en la representación
refleja de la orgía, cuya fuente estancada da de beber el agua quemante del
vacío inhumano y demoniaco, y que al llegar a los extremos ya insuperables
biológicos-culturales del asco nos insta, urgentemente, a rebotar en dirección
contraria: al arrepentimiento, que sopesa la terrible gravedad del pecado, de
la conciencia aterrada ante la separación de la creatura del numen (Dios), de
la conciencia espiritualmente abatida, echada a tierra y decepcionada de sus
fuerzas, que causa la necesidad de salvación, la sed de purificación y el
hambre de santidad –experiencia ignorada por el hombre natural y del hombre
equivocado, que se disciplina racionalmente en su propia senda errada.
Porque lo céntrico se opone por
sí mismo a lo profano, impuro y excéntrico, excluyendo los actos reprobables y
vergonzosos, lo peor y lo más bajo, pues su modelo es el de lo alto, donde
reina Dios, principio de poder y de energía vital, de lo simple y lo angélico, de
lo dulce y del esplendor omnipotente de la fuerza. Por lo que, ante el terror
de las libertades humanas dislocadas, sólo queda centrarse y concentrarse en el
hombre interior, buscando sin desmayo la perla escondida de la vida,
restableciendo la comunicación con el numen -refugiándose confiadamente en
Cristo, que es amparo de toda criatura.
Durango, 22 de marzo del 2018
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