viernes, 9 de marzo de 2018

La Dama y el Unicornio: el Mito Moderno (Prmera Parte) Por Alberto Espinosa Orozco

La Dama y el Unicornio: el Mito Moderno
(Prmera Parte)
Por Alberto Espinosa Orozco 




I.- El Mito
         Pocos se atreverían hoy día a cuestionar el valor del mito en lo que hay impreso en el tapiz de historia del espíritu. Nadie cree hoy día en su irrealidad o su ficción. En primer sitio, porque manifiesta entre nosotros un poder indudable. Porque el mito es una historia o fábula simbólica simple y patente, que reúne un número de situaciones análogas innumerables, permitiendo captar de un vistazo un tipo de relaciones constantes o arquetípicas seleccionándolas y destacándolas de las superficiales apariencias cotidianas. En este tenor, el mito traduce las reglas de conducta de un grupo social o religioso que proceden del elemento sagrado alrededor del cual se constituyó el grupo. Así, el origen del mito es oscuro y su sentido lo es en parte, pues es una expresión anónima de realidades colectivas y constantes. Su carácter más profundo se revela en el poder que ejerce sobre nosotros de modo inconsciente, sin que lo sepamos, al grado de poder poner a la razón entre paréntesis privándola de sus corrosiones críticas.
   Lejos de la postura vulgar que esparce en la corriente la falsa idea de que el relato mítico equivale a la mentira u opinión infundada  de la doxa, hay que acercase a su lenguaje teniendo presente como contra-prueba el hecho de que el rumor del agua que boga por su río difícilmente puede ser desmentido -y de lo peligroso que resulta la clausura de su fluido. Por el contrario: en todos los mitos se encuentra una idea básica común sobre la que se articulan: la noción de la necesidad de que el hombre se  reconcilie con la Naturaleza, degradada por ser culpable el ser humano de una ruptura fundamental con el orden cósmico y con el orden de la vida en general, los que requieren de una restitución a su esencia o pureza primordial. Conformación más o menos transparente en los mitos de la Edad de Oro,  por dolor de la pérdida de la inocencia primeria, o en los mítos del vértigo de la caída, por una culpa original cuyo origen se encuentra en la rebeldía del ser humano al desoir el mandato eterno de la ley divina.

   El tapiz de “La Fuente de la Gracia”, también conocido como "La Dama y el Unicornio" de Duango nos habla así de un misterioso prototipo de las relaciones entre hombre y mujer en un grupo histórico determinado: la élite de la sociedad cortesana europea de los siglos XIV y XV, heredera por vía directa de las leyes caballerescas de los siglos inmediatamente anteriores –profanadas impunemente el día de hoy por nuestros códigos oficiales que se han dado a la tarea de confundir, por sistema, moralismo e inmoralismo, acarreando con ello el olvido de los gestos nobles y la confusión de las costumbres. Conciencia racionalista y voluntariosa que, rompiendo el escudo del arte de vivir en armonía con la tradición, sustituye al alma por un pobre humo. Ideal del progreso, mito también él, que bajo la mera apariencia argumental del pesado "desarrollismo" intentará manipular para su probecho  la idea del amor y de la libertad, y que sirviéndose del “control del deseo” lo aguija con formulas codificadas, asegurando con ello la agresión, dominación y reducción del prójimo.
   Por lo contrario, los relatos míticos e imágenes simbólicas como la del portentoso tapiz dan expresión a potencias encerradas en el inconsciente del alma humana. El inconsciente puede  entenderse entonces como un reservorio de motivos psicológicos e imágenes común a todos los pueblos, como un subsuelo trans-histórico del psiquismo, donde queda impresa las huellas funcionales y la estructura misma de la psique humana. De tal manera, el hombre  externo, que apremiantemente tiende al mundo, desalmado y sin condiciones, ha de soñar en lo interno su mito;  por su parte el hombre interno, que tiende hacia dentro entregándose a los tiránicos requerimientos de su alma, ha de vivir su sueño, encarnándolo en el mundo exterior –pero añadiendo como ganga estética y expresiva y como valor social, el trasparentar su objeto interior dando con ello forma  estética y moral al inconsciente suprapersonal y colectivo.
   La incomprensión moderna por las figuraciones míticas se levanta en nuestro horizonte histórico como una paradójica victoria... menos racional que mítica ella misma. Porque nuestra época, al estar orientada con exclusividad hacia la razón y la historia y vuelta de espaldas al mito y al destino, ha inventado con su vitoria un poderoso mito más: el de la orfandad del hombre. Así, el hombre pudo, claramente ya desde el Romanticismo, romper amarras con la tradición y lanzarse a la aventura histórica sin raíces, nostalgias y remordimientos –pero también sin legitimidad y sin origen.  Es el tiempo de la gran escisión y del estallido de la gran utopía (intento a todos luces de recuperación de una legitimidad perdida), tomando unos el camino de la vuelta a los orígenes expresado como furor sentimental y vuelta a la participación con la naturaleza, como descubrimiento del inconsciente y reivindicación del “otro” (el que no es dueño del poder, ni es lógico, ni práctico, ni es el adulto, ni el despierto o el civilizado, sin por ello dejar de ser hombre), o como rescate del mito de la libertad y vislumbre del universo como un pensamiento él mismo y no sólo objeto de nuestro pensamiento; los otros, el camino de la razón histórica y de la visión del hombre artífice de sus obras, como producto de la técnica e hijo de sí mismo –donde renace el mito transfigurado como “panlogicismo” por esas grandiosas síntesis globales enmascaradas de saber científico que pretenden saberlo todo, como despótica razón absoluta que a la vez exalta la ciencia y diviniza irracionalmente lo social, presentando como racional un verdadero amasijo de creencias contradictorias, mezclando peligrosamente así lo valioso con lo verdadero.
  
II.- El Mito y el Símbolo


   El tapiz de “La Fuente de la Gracia”, también conocido como "La Dama y el Unicornio" de Duango nos habla así de un misterioso prototipo de las relaciones entre hombre y mujer en un grupo histórico determinado: la élite de la sociedad cortesana europea de los siglos XIV y XV, heredera por vía directa de las leyes caballerescas de los siglos inmediatamente anteriores –profanadas impunemente el día de hoy por nuestros códigos oficiales que se han dado a la tarea de confundir, por sistema, moralismo e inmoralismo, acarreando con ello el olvido de los gestos nobles y la confusión de las costumbres. Conciencia racionalista y voluntariosa que, rompiendo el escudo del arte de vivir en armonía con la tradición, sustituye al alma por un pobre humo. Ideal del progreso, mito también él, que bajo la mera apariencia argumental del pesado "desarrollismo" intentará manipular para su probecho  la idea del amor y de la libertad, y que sirviéndose del “control del deseo” lo aguija con formulas codificadas, asegurando con ello la agresión, dominación y reducción del prójimo.
   Por lo contrario, los relatos míticos e imágenes simbólicas como la del portentoso tapiz dan expresión y forma a potencias encerradas en el inconsciente del alma humana. El inconsciente puede  entenderse entonces como un reservorio de motivos psicológicos e imágenes común a todos los pueblos, como un subsuelo trans-histórico del psiquismo, donde queda impresa las huellas funcionales y la estructura misma de la psique humana. De tal manera, el hombre  externo, que apremiantemente tiende al mundo, desalmado y sin condiciones, ha de soñar en lo interno su mito;  por su parte el hombre interno, que tiende hacia dentro entregándose a los tiránicos requerimientos de su alma, ha de vivir su sueño, encarnándolo en el mundo exterior –pero añadiendo como ganga estético-expresiva y como valor social, el trasparentar su objeto interior dando con ello forma  estética y moral al inconsciente suprapersonal y colectivo.
   La incomprensión moderna por las figuraciones míticas se levanta en nuestro horizonte histórico como una paradójica victoria sobre el mito y el simbolismo... victoria menos racional que mítica ella misma. Porque nuestra época, al estar orientada con exclusividad hacia la razón y la historia y vuelta de espaldas al mito y al destino, ha inventado con su vitoria un poderoso mito más: el de la orfandad del hombre.  
   El hombre pudo, claramente ya desde el Romanticismo, romper amarras con la tradición y lanzarse a la aventura histórica sin raíces, nostalgias y remordimientos –pero también sin legitimidad y sin origen.  Es el tiempo de la gran escisión y del estallido de la gran utopía (intento a todos luces de recuperación de una legitimidad perdida), tomando unos el camino de la vuelta a los orígenes expresado como furor sentimental y vuelta a la participación con la naturaleza, como descubrimiento del inconsciente y reivindicación del “otro” (el que no es dueño del poder, ni es lógico, ni práctico, ni es el adulto, ni el despierto o el civilizado, sin por ello dejar de ser hombre), o como rescate del mito de la libertad y vislumbre del universo como un pensamiento él mismo y no sólo objeto de nuestro pensamiento. 
   Los otros, el camino de la razón histórica y de la visión del hombre artífice de sus obras, como producto de la técnica e hijo de sí mismo –donde renace el mito transfigurado como “panlogicismo”, articulado por esas grandiosas síntesis globales enmascaradas de saber científico, que pretenden saberlo todo, erigiéndose como despótica razón absoluta que a la vez exalta la ciencia y diviniza irracionalmente lo social, presentando como racional un verdadero amasijo de creencias contradictorias, mezclando muy cuestionablemente así lo valioso con lo verdadero.

 

III.- Una Idea del Mito
   La idea dominante del mito lo define como un “relato fabuloso” en que se personifican agentes impersonales, como las fuerzas naturales, para explicar así ciertos hechos. De esa concepción  positivista acabamos apenas de salir, redescubriendo que el mito es más bien el relato donde tradicionalmente  se preserva la visión de un “objeto de revelación”, siendo así un medio para salvar ciertos principios que se recuerdan como un “modelo” que no debe perderse –pues de otro modo se produciría un desequilibrio en la trama de conciencia del mundo espiritual y nuevo.
   La simbología medieval se ha perdido para los ojos modernos, hasta el punto en que en sus relatos e imágenes se ha perdido el mensaje primordial y ya no se comprenden. Un buen ejemplo de ello es la leyenda del unicornio que ha pasado, como ciertas naciones subdesarrolladas, a engrosar el patio de los trastos viejos, o cuya leyenda a sido edulcorada al grado de la caricatura.
  El símbolo, en sí mismo enigmático por celar y a la vez descelar una realidad espiritual por medio de una comparación con objetos naturales, combina así la nitidez de la alegoría o la significación de situaciones abstractas generales con el placer del enigma, pidiendo entonces la agudeza subjetiva que muestra en la capacidad combinatoria las semejanzas metafóricas.    
   La alegoría es en sí misma un acertijo. Jorge Luís  Borges, ha escrito que es un error de estética –o dicho sin alegoría, un error estético. No es verdad. Porque el símbolo es inseparable de la intuición estética, siendo sinónimo de la intuición y su carácter ideal.  La alegoría, en efecto, es una manera suave de acceder a un concepto abstracto y es así un modo indirecto de la manifestación espiritual. Lo que hay en ella de laborioso enigma y de ardua escritura criptográfica es un artificio para remediar la insuficiencia del lenguaje, dándonos así en una sola forma (Beatriz) dos contenidos (la Belleza humana y la Fe divina). La idea que subyace en el pensamiento alegórico es, en efecto, la de que el lenguaje es un mapa del universo y la alegría de que hay cosmos, la alegría del orden, de la armonía, la belleza y la transparencia –porque las Ideas son realidades eternas, es decir Formas Universales.
   La tesis de los realistas afirma que lo sustantivo no son los hombres, sino la humanidad, no los individuos, sino la esencia de la especie, la naturaleza humana –es decir, un contenido ideal.  Más que la especie es el género y más que el género es Dios. La literatura alegórica es así una fábula de abstracciones ideales; empero se trata de abstracciones encarnadas, personificadas por el tiempo y el lugar en que se actualiza su contenido, por lo que hay en ella algo de sustantivo, de nombres comunes y propios.
   La victoria de los modernos que ve al lenguaje como un vasto sistema de signos arbitrarios (“fido” = fido) ha sido vasta pero no fundamental. Una rareza filosófica  nacida con Guillermo de Occam ha acabado a la postre por abarcar a toda la gente en nuestra edad. Es el nominalismo, que da la primacía a los individuos y ha llegado en la era contemporánea a no aspirar a lo genérico, a ser la construcción arbitraria de vidas singulares, no menos contingentes que el accidente y en el fondo equivocas, caprichosas o sin generalización posible.
   Si el siglo XIX es el siglo del historicismo, no lo es menos del individualismo positivista en su caza metafísica y mítica. En efecto, positivismo y asimbolismo van de la mano poniendo al mando al evento histórico aislado, que tiene su autoridad en el documento; el paso se aprecia porque fue historia y las categorías sociales y su colectivismo porque explican al individuo.
   Así, hemos desembocado en una anarquía metafísica, positivista y vitalista, gustosa de degradar el misterio, encontrando la clave en la explicación del hombre por el animal, de lo superior por lo inferior y pedestre, y la explicación del mundo por la lucha de clases, por la parapsicología de salón o por el racismo. 
   La sed de absoluto laisizada se degrada entonces en las místicas inferiores: espiritismo o tiradas cartomarcianas, y el colectivismo en una curiosidad morbosa por las zonas oscuras de la humanidad.  La anarquía metafísica, sin embargo, se extiende más allá o más acá, tocando los componentes nutricios de la vida, universalizándose en una anarquía biológica o vital donde se desorganiza el cuerpo humano y se pulverizan los síntomas. Así la medicina moderna acepta entusiasta que no existen enfermedades, sino enfermos, pues no pertenece a un tipo, sino que es un caso, singular, único.
   La invención del enfermo es paralela a la invención de la orfandad del hombre. Cada individuo su enfermedad: lo irreductible es así lo irracional. La medicina entonces s avoca a reforzar el organismo, a restaurar el orden y la armonía orgánica, como paliativos a un proceso fatal, pues el individuo es un enfermo en revolución permanente al que la medicina sirve para lograr un armisticio orgánico en el fondo subliminal. El extremo de ésta actitud médica se encuentra  en el psicoanálisis en lo que tiene de técnicas curativas personales, en una ciencia que todo perdona y excusa, que cree en todo lo personal e íntimo respetando absolutamente la autonomía del sujeto. Pero ni el hecho histórico es en realidad autónomo, ni el síntoma pulverizado un vendaval de sensaciones. El hecho histórico significa porque simboliza, porque totaliza una época marcándole un destino; el síntoma simboliza porque es una arritmia u oscilación del ánimo.
   El verdadero mito de la modernidad exije una vuelta a una visión holista del mundo y del hombre: pues hay una armonía secreta entre las zonas siderales, los climas terrestres y los humores del hombre. La vida está marcada por ritmos y armonías y el cosmos debe se considerado como entero. Los seres humanos se dividen de suyo en humores, y el mundo orgánico en climas, habiendo una solidaridad entre las realidades orgánicas y climáticas, entre el mundo y el cielo. Porque lo que nuestra época exije como medicina, como filosofía de la vida, es el sentimiento de un todo viviente y armonioso del cual participamos.... y por tanto la vuelta a otro totalitarismo: el totalitarismo del símbolo.
   En cambio el paso de la forma alegórica a la novela es también el tránsito de la humanidad de las especies a los individuos, del realismo filosófico al nominalismo vulgar. El elemento común de ambos es el moroso relato de una historia, empero mientras en un caso ésta es arquetípica y trascendente al estar orientados por modelos eternos, en el segundo impera la fuerza de la fortuna dominando la urdimbre, siendo su trama la del individuo arrojado en el acaso. Hay que agregar que en la era medieval los tapices cumplían una función parecida a la del cine moderno, pues sus lienzos servían como el foro plástico sobre el cual el intérprete contaba una bella historia guiándose por los emblemas y elementos simbólicos que se abrían a sus ojos como su se tratara de los capítulos de un libro o de un extraño juego de asociaciones y enigmas, que al ser conjugadas y resueltos entretenía a su público edificándolo paralelamente.
   La profunda unidad y racionalidad del símbolo radica no sólo en que su red de emblemas y tejido de relatos hace una clara referencia la totalidad del mundo, sino al modo en que jerarquiza y polariza la mirada (los valores). Se trata, en efecto, de una racionalidad no como eficiencia, sino como valor. De un valor que además, aligerado por su orientación estética, no desdeña la gravedad de la responsabilidad moral, sino que se compromete decididamente con el peso del espíritu –esa voz que a fuerza de ignorancia hoy se equipara con los satélites huecos o con los formalismos vacíos de la política o los no menos vacuos e incluso rancios de la etiqueta.    





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