La Dama y el Unicornio: el Mito Moderno
(Prmera
Parte)
Por
Alberto Espinosa Orozco
I.- El Mito
Pocos se atreverían hoy día a
cuestionar el valor del mito en lo que hay impreso en el tapiz de historia del
espíritu. Nadie cree hoy día en su irrealidad o su ficción. En primer sitio,
porque manifiesta entre nosotros un poder indudable. Porque el mito es una
historia o fábula simbólica simple y patente, que reúne un número de
situaciones análogas innumerables, permitiendo captar de un vistazo un tipo de
relaciones constantes o arquetípicas seleccionándolas y destacándolas de las
superficiales apariencias cotidianas. En este tenor, el mito traduce las reglas
de conducta de un grupo social o religioso que proceden del elemento sagrado
alrededor del cual se constituyó el grupo. Así, el origen del mito es oscuro y
su sentido lo es en parte, pues es una expresión anónima de realidades
colectivas y constantes. Su carácter más profundo se revela en el poder que
ejerce sobre nosotros de modo inconsciente, sin que lo sepamos, al grado de
poder poner a la razón entre paréntesis privándola de sus corrosiones críticas.
Lejos de
la postura vulgar que esparce en la corriente la falsa idea de que el relato
mítico equivale a la mentira u opinión infundada de la doxa, hay que acercase a su lenguaje
teniendo presente como contra-prueba el hecho de que el rumor del agua que boga
por su río difícilmente puede ser desmentido -y de lo peligroso que resulta la clausura de su fluido. Por el contrario: en
todos los mitos se encuentra una idea básica común sobre la que se articulan:
la noción de la necesidad de que el hombre se
reconcilie con la Naturaleza, degradada por ser culpable el ser humano de una ruptura fundamental con el
orden cósmico y con el orden de la vida en general, los que requieren de una restitución a su esencia o pureza primordial. Conformación más o menos transparente en los mitos de la Edad de Oro,
por dolor de la pérdida de la inocencia primeria, o en los mítos del vértigo de la caída, por una culpa original cuyo origen se
encuentra en la rebeldía del ser humano al desoir el mandato eterno de la
ley divina.
El tapiz
de “La Fuente de la Gracia”, también conocido como "La Dama y el Unicornio"
de Duango nos habla así de un
misterioso prototipo de las relaciones entre hombre y mujer en un grupo
histórico determinado: la élite de la sociedad cortesana europea de los
siglos
XIV y XV, heredera por vía directa de las leyes caballerescas de los
siglos
inmediatamente anteriores –profanadas impunemente el día de hoy por
nuestros
códigos oficiales que se han dado a la tarea de confundir, por sistema,
moralismo e inmoralismo, acarreando con ello el olvido de los gestos
nobles y
la confusión de las costumbres. Conciencia racionalista y voluntariosa
que,
rompiendo el escudo del arte de vivir en armonía con la tradición,
sustituye al alma por un
pobre humo. Ideal del progreso, mito también él, que bajo la mera
apariencia argumental del pesado "desarrollismo" intentará manipular
para su probecho
la idea del amor y de la libertad, y que sirviéndose del “control del
deseo” lo aguija con formulas
codificadas, asegurando con ello la agresión, dominación y reducción
del prójimo.
Por lo contrario, los relatos míticos e imágenes simbólicas como la del
portentoso tapiz dan expresión a potencias encerradas en el inconsciente del
alma humana. El inconsciente puede
entenderse entonces como un reservorio de motivos psicológicos e imágenes
común a todos los pueblos, como un subsuelo trans-histórico del psiquismo, donde
queda impresa las huellas funcionales y la estructura misma de la psique
humana. De tal manera, el hombre
externo, que apremiantemente tiende al mundo, desalmado y sin
condiciones, ha de soñar en lo interno su mito;
por su parte el hombre interno, que tiende hacia dentro entregándose a
los tiránicos requerimientos de su alma, ha de vivir su sueño, encarnándolo en
el mundo exterior –pero añadiendo como ganga estética y expresiva y como valor
social, el trasparentar su objeto interior dando con ello forma estética y moral al inconsciente suprapersonal y colectivo.
La
incomprensión moderna por las figuraciones míticas se levanta en nuestro
horizonte histórico como una paradójica victoria... menos racional que
mítica ella misma. Porque nuestra época,
al estar orientada con exclusividad hacia la razón y la historia y
vuelta de
espaldas al mito y al destino, ha inventado con su vitoria un poderoso
mito más: el de la
orfandad del hombre. Así, el hombre pudo, claramente ya desde el
Romanticismo,
romper amarras con la tradición y lanzarse a la aventura histórica sin
raíces,
nostalgias y remordimientos –pero también sin legitimidad y sin origen.
Es el tiempo de la gran escisión y del
estallido de la gran utopía (intento a todos luces de recuperación de
una legitimidad perdida), tomando unos el camino de la vuelta a los
orígenes
expresado como furor sentimental y vuelta a la participación con la
naturaleza,
como descubrimiento del inconsciente y reivindicación del “otro” (el que
no es
dueño del poder, ni es lógico, ni práctico, ni es el adulto, ni el
despierto o
el civilizado, sin por ello dejar de ser hombre), o como rescate del
mito de la
libertad y vislumbre del universo como un pensamiento él mismo y no sólo
objeto
de nuestro pensamiento; los otros, el camino de la razón histórica y de
la
visión del hombre artífice de sus obras, como producto de la técnica e
hijo de
sí mismo –donde renace el mito transfigurado como “panlogicismo” por
esas
grandiosas síntesis globales enmascaradas de saber científico que
pretenden
saberlo todo, como despótica razón absoluta que a la vez exalta la
ciencia y diviniza
irracionalmente lo social, presentando como racional un verdadero
amasijo de
creencias contradictorias, mezclando peligrosamente así lo valioso con
lo verdadero.
II.- El Mito y el Símbolo
El tapiz
de “La Fuente de la Gracia”, también conocido como "La Dama y el Unicornio"
de Duango nos habla así de un
misterioso prototipo de las relaciones entre hombre y mujer en un grupo
histórico determinado: la élite de la sociedad cortesana europea de los
siglos
XIV y XV, heredera por vía directa de las leyes caballerescas de los
siglos
inmediatamente anteriores –profanadas impunemente el día de hoy por
nuestros
códigos oficiales que se han dado a la tarea de confundir, por sistema,
moralismo e inmoralismo, acarreando con ello el olvido de los gestos
nobles y
la confusión de las costumbres. Conciencia racionalista y voluntariosa
que,
rompiendo el escudo del arte de vivir en armonía con la tradición,
sustituye al alma por un
pobre humo. Ideal del progreso, mito también él, que bajo la mera
apariencia argumental del pesado "desarrollismo" intentará manipular
para su probecho
la idea del amor y de la libertad, y que sirviéndose del “control del
deseo” lo aguija con formulas
codificadas, asegurando con ello la agresión, dominación y reducción
del prójimo.
Por lo contrario, los relatos míticos e imágenes simbólicas como la del
portentoso tapiz dan expresión y forma a potencias encerradas en el inconsciente del
alma humana. El inconsciente puede
entenderse entonces como un reservorio de motivos psicológicos e imágenes
común a todos los pueblos, como un subsuelo trans-histórico del psiquismo, donde
queda impresa las huellas funcionales y la estructura misma de la psique
humana. De tal manera, el hombre
externo, que apremiantemente tiende al mundo, desalmado y sin
condiciones, ha de soñar en lo interno su mito;
por su parte el hombre interno, que tiende hacia dentro entregándose a
los tiránicos requerimientos de su alma, ha de vivir su sueño, encarnándolo en
el mundo exterior –pero añadiendo como ganga estético-expresiva y como valor
social, el trasparentar su objeto interior dando con ello forma estética y moral al inconsciente suprapersonal y colectivo.
La
incomprensión moderna por las figuraciones míticas se levanta en nuestro
horizonte histórico como una paradójica victoria sobre el mito y el simbolismo... victoria menos racional que
mítica ella misma. Porque nuestra época,
al estar orientada con exclusividad hacia la razón y la historia y
vuelta de
espaldas al mito y al destino, ha inventado con su vitoria un poderoso
mito más: el de la
orfandad del hombre.
El hombre pudo, claramente ya desde el Romanticismo, romper amarras con la tradición y lanzarse a la aventura histórica sin raíces, nostalgias y remordimientos –pero también sin legitimidad y sin origen. Es el tiempo de la gran escisión y del estallido de la gran utopía (intento a todos luces de recuperación de una legitimidad perdida), tomando unos el camino de la vuelta a los orígenes expresado como furor sentimental y vuelta a la participación con la naturaleza, como descubrimiento del inconsciente y reivindicación del “otro” (el que no es dueño del poder, ni es lógico, ni práctico, ni es el adulto, ni el despierto o el civilizado, sin por ello dejar de ser hombre), o como rescate del mito de la libertad y vislumbre del universo como un pensamiento él mismo y no sólo objeto de nuestro pensamiento.
Los otros, el camino de la razón histórica y de la visión del hombre artífice de sus obras, como producto de la técnica e hijo de sí mismo –donde renace el mito transfigurado como “panlogicismo”, articulado por esas grandiosas síntesis globales enmascaradas de saber científico, que pretenden saberlo todo, erigiéndose como despótica razón absoluta que a la vez exalta la ciencia y diviniza irracionalmente lo social, presentando como racional un verdadero amasijo de creencias contradictorias, mezclando muy cuestionablemente así lo valioso con lo verdadero.
El hombre pudo, claramente ya desde el Romanticismo, romper amarras con la tradición y lanzarse a la aventura histórica sin raíces, nostalgias y remordimientos –pero también sin legitimidad y sin origen. Es el tiempo de la gran escisión y del estallido de la gran utopía (intento a todos luces de recuperación de una legitimidad perdida), tomando unos el camino de la vuelta a los orígenes expresado como furor sentimental y vuelta a la participación con la naturaleza, como descubrimiento del inconsciente y reivindicación del “otro” (el que no es dueño del poder, ni es lógico, ni práctico, ni es el adulto, ni el despierto o el civilizado, sin por ello dejar de ser hombre), o como rescate del mito de la libertad y vislumbre del universo como un pensamiento él mismo y no sólo objeto de nuestro pensamiento.
Los otros, el camino de la razón histórica y de la visión del hombre artífice de sus obras, como producto de la técnica e hijo de sí mismo –donde renace el mito transfigurado como “panlogicismo”, articulado por esas grandiosas síntesis globales enmascaradas de saber científico, que pretenden saberlo todo, erigiéndose como despótica razón absoluta que a la vez exalta la ciencia y diviniza irracionalmente lo social, presentando como racional un verdadero amasijo de creencias contradictorias, mezclando muy cuestionablemente así lo valioso con lo verdadero.
III.- Una Idea del
Mito
La idea dominante del mito lo define como un
“relato fabuloso” en que se personifican agentes impersonales, como las fuerzas
naturales, para explicar así ciertos hechos. De esa concepción positivista acabamos apenas de salir,
redescubriendo que el mito es más bien el relato donde tradicionalmente se preserva la visión de un “objeto de
revelación”, siendo así un medio para salvar ciertos principios que se
recuerdan como un “modelo” que no debe perderse –pues de otro modo se
produciría un desequilibrio en la trama de conciencia del mundo espiritual y
nuevo.
La simbología medieval se ha perdido para
los ojos modernos, hasta el punto en que en sus relatos e imágenes se ha
perdido el mensaje primordial y ya no se comprenden. Un buen ejemplo de ello es
la leyenda del unicornio que ha pasado, como ciertas naciones subdesarrolladas,
a engrosar el patio de los trastos viejos, o cuya leyenda a sido edulcorada al
grado de la caricatura.
El símbolo, en sí mismo enigmático por celar y
a la vez descelar una realidad espiritual por medio de una comparación con
objetos naturales, combina así la nitidez de la alegoría o la significación de
situaciones abstractas generales con el placer del enigma, pidiendo entonces la
agudeza subjetiva que muestra en la capacidad combinatoria las semejanzas
metafóricas.
La alegoría es en sí misma un acertijo.
Jorge Luís Borges, ha escrito que es un
error de estética –o dicho sin alegoría, un error estético. No es verdad.
Porque el símbolo es inseparable de la intuición estética, siendo sinónimo de
la intuición y su carácter ideal. La
alegoría, en efecto, es una manera suave de acceder a un concepto abstracto y
es así un modo indirecto de la manifestación espiritual. Lo que hay en ella de
laborioso enigma y de ardua escritura criptográfica es un artificio para remediar
la insuficiencia del lenguaje, dándonos así en una sola forma (Beatriz) dos
contenidos (la Belleza humana y la Fe divina). La idea que subyace en el
pensamiento alegórico es, en efecto, la de que el lenguaje es un mapa del
universo y la alegría de que hay cosmos, la alegría del orden, de la armonía, la
belleza y la transparencia –porque las Ideas son realidades eternas, es decir Formas
Universales.
La tesis de los realistas afirma que lo
sustantivo no son los hombres, sino la humanidad, no los individuos, sino la esencia
de la especie, la naturaleza humana –es decir, un contenido ideal. Más que la especie es el género y más que el
género es Dios. La literatura alegórica es así una fábula de abstracciones
ideales; empero se trata de abstracciones encarnadas, personificadas por el
tiempo y el lugar en que se actualiza su contenido, por lo que hay en ella algo
de sustantivo, de nombres comunes y propios.
La victoria de los modernos que ve al
lenguaje como un vasto sistema de signos arbitrarios (“fido” = fido) ha sido
vasta pero no fundamental. Una rareza filosófica
nacida con Guillermo de Occam ha acabado a la postre por abarcar a toda
la gente en nuestra edad. Es el nominalismo, que da la primacía a los
individuos y ha llegado en la era contemporánea a no aspirar a lo genérico, a
ser la construcción arbitraria de vidas singulares, no menos contingentes que el accidente y en el fondo equivocas, caprichosas o sin
generalización posible.
Si el siglo XIX es el siglo del
historicismo, no lo es menos del individualismo positivista en su caza
metafísica y mítica. En efecto, positivismo y asimbolismo van de la mano
poniendo al mando al evento histórico aislado, que tiene su autoridad en el
documento; el paso se aprecia porque fue historia y las categorías sociales y
su colectivismo porque explican al individuo.
Así, hemos desembocado en una anarquía
metafísica, positivista y vitalista, gustosa de degradar el misterio,
encontrando la clave en la explicación del hombre por el animal, de lo
superior por lo inferior y pedestre, y la explicación del mundo por la lucha de clases, por la parapsicología de salón o por el
racismo.
La sed de absoluto laisizada se degrada entonces en las místicas inferiores: espiritismo o tiradas
cartomarcianas, y el colectivismo en una curiosidad morbosa por las zonas
oscuras de la humanidad. La anarquía
metafísica, sin embargo, se extiende más allá o más acá, tocando los
componentes nutricios de la vida, universalizándose en una anarquía biológica o
vital donde se desorganiza el cuerpo humano y se pulverizan los síntomas. Así
la medicina moderna acepta entusiasta que no existen enfermedades, sino
enfermos, pues no pertenece a un tipo, sino que es un caso, singular, único.
La invención del enfermo es paralela a la
invención de la orfandad del hombre. Cada individuo su enfermedad: lo
irreductible es así lo irracional. La medicina entonces s avoca a reforzar el
organismo, a restaurar el orden y la armonía orgánica, como paliativos a un
proceso fatal, pues el individuo es un enfermo en revolución permanente al que
la medicina sirve para lograr un armisticio orgánico en el fondo subliminal. El
extremo de ésta actitud médica se encuentra
en el psicoanálisis en lo que tiene de técnicas curativas personales, en
una ciencia que todo perdona y excusa, que cree en todo lo personal e íntimo
respetando absolutamente la autonomía del sujeto. Pero ni el hecho histórico es en realidad
autónomo, ni el síntoma pulverizado un vendaval de sensaciones. El hecho
histórico significa porque simboliza, porque totaliza una época marcándole un
destino; el síntoma simboliza porque es una arritmia u oscilación del ánimo.
El verdadero mito de la modernidad exije una vuelta a una
visión holista del mundo y del hombre: pues hay una armonía secreta entre las
zonas siderales, los climas terrestres y los humores del hombre. La vida está
marcada por ritmos y armonías y el cosmos debe se considerado como entero. Los
seres humanos se dividen de suyo en humores, y el mundo orgánico en climas,
habiendo una solidaridad entre las realidades orgánicas y climáticas, entre el
mundo y el cielo. Porque lo que nuestra época exije como medicina, como filosofía de la vida, es el sentimiento de un todo viviente y armonioso del cual participamos.... y por tanto la vuelta a otro totalitarismo: el totalitarismo del
símbolo.
En cambio el paso de la forma alegórica a la
novela es también el tránsito de la humanidad de las especies a los individuos,
del realismo filosófico al nominalismo vulgar. El elemento común de ambos es el
moroso relato de una historia, empero mientras en un caso ésta es arquetípica y
trascendente al estar orientados por modelos eternos, en el segundo impera la
fuerza de la fortuna dominando la urdimbre, siendo su trama la del individuo
arrojado en el acaso. Hay que agregar que en la era medieval los tapices
cumplían una función parecida a la del cine moderno, pues sus lienzos servían
como el foro plástico sobre el cual el intérprete contaba una bella historia
guiándose por los emblemas y elementos simbólicos que se abrían a sus ojos como
su se tratara de los capítulos de un libro o de un extraño juego de asociaciones
y enigmas, que al ser conjugadas y resueltos entretenía a su público
edificándolo paralelamente.
La profunda unidad y racionalidad del
símbolo radica no sólo en que su red de emblemas y tejido de relatos hace una
clara referencia la totalidad del mundo, sino al modo en que jerarquiza y
polariza la mirada (los valores). Se trata, en efecto, de una racionalidad no
como eficiencia, sino como valor. De un valor que además, aligerado por su
orientación estética, no desdeña la gravedad de la responsabilidad moral, sino
que se compromete decididamente con el peso del espíritu –esa voz que a fuerza
de ignorancia hoy se equipara con los satélites huecos o con los formalismos
vacíos de la política o los no menos vacuos e incluso rancios de la etiqueta.
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