Petronilo
Amaya: Vaivén de Vers(i)ones y Visiones
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
El más reciente libro de Petronilo Amaya, Di-vers(i)ones
y la artillería verbal de los poetas duranguentes (IMAC, 2015) resulta
un viaje al interior de sí mismo, conjugando las virtudes líricas y críticas.
Autoexamen que tiene por telón de fondo el paisaje urbano y los emblemas de
toda una región geográfica, no menos que el retrato de las esquivas figuras fugitivas
que encienden los pasajes interiores, más bien tórridos, de la pasión. Poemario
en cierto modo tormentoso, que urde los hilos de los tiempos borrascosos y
revueltos que nos pueblan, surcado por la nostalgia y la melancolía, donde la
voluntad de la existencia y su potencia se enfrenta a las contingencias del
tiempo moderno, hecho de instantes discontinuos que no garantizan el siguiente,
de olas altas y de agudos arrecifes de coral en playas bajas, sintiendo la
necesidad así de echar alas para aferrarse a algo esencial que lo sostenga y
dar continuidad al movimiento al estar informado el cuerpo del poema por
esencias.
Sus poemas conjugan de tal forma, entre
versos diversos, desarticulaciones y desvaríos, la crónica vislumbrada de una
conversión, que despunta con sus reflejos de diamante al final del camino.
Pasajes del pasado que pasan vertiginosos como flamas, que arden en llamas, que
lo consume en la llama del amor, rendido a la adoración de las caricias
réprobas, para probar en la aguda ausencia del tedio instable la flama del
verdadero amor, que en medio de naufrago incandescente no ha dejarlo nunca de
llamarlo, que le pregunta si en verdad ya ama, con buena voluntad, de veras,
Petronilo Amaya.
Los
poemas del bardo durangueño se sujetan entonces
a las tensiones dialécticas de su recorrido existencial, trazando así los
términos extremos de su poética de experimentaciones formales, verbales y viscerales, transitando entre el canto y el
cuento que es a la vez anestesia y amnesia, invención y fiel imagen, joya
eterna, calculada cifra y rescoldo, ceniza, gris olvido producido por un
relámpago pegado a la camisa. Bitácora de naufragios, de los pasos perdidos por
Progreso, el poeta concibe al hombre como un ser sentimental, cordial, que ríe
y que llora llevado por sus emociones y pasiones, tomando entre sus dedos la
pluma para conectar con el lenguaje del
alma, haciendo ejercicios para poner en forma al verso, tomando en cuenta
primordialmente la materia verbal, la sonoridad de ritmos y de rimas, pero también
a la escritura como una arte gráfico, espacial, donde la forma fluye y
transcurre sobre el espacio en blanco como un dibujo y una cifra arcana
–haciendo llegar frecuentemente al centro mismo de la lengua una comunicación
extralingüística, llámese lo mismo sentido que emoción o revelación.
Y así, sobre una estela de quebrantos y un
fondo de hedonismo confeso, el poeta arroja sobre la alfombra que se tiende a
sus pies una serie válida de imágenes propias, originales, por cuya boca herida
manan una serie de signos y metáforas para descifrar el mundo, que a la vez
esculpen un alma. Mundo cifrado en la
escritura para ser descifrado en la lectura y para hacerse, con todo, legible,
para saber de la salvajería del deseo y de su informulable ley, para saber de
la ley del deseo y para saberse, para observarse en ella reflejado: para ver
que el orden del deseo es a la vez incansable gozo de mirar y libre elección. Que
la poesía es inspiración incontrolada, acaso divina, oscuro impulso que escapa
a toda regla, que a la vez debe ser tomada a su cargo por unas leyes que
transportan su sentido sin trastornarlo, y que por sí misma es opuesta a
perversión de la ilegitimidad. .Poesía cálida, incluso coloquial, que se pasea
parsimoniosamente sobre el asfalto del infierno donde ha llovido sobre mojado
acariciando el pensamiento en las palabras, para palparlas y delectar su aroma
por el poder de la lengua que así hace suya.
II
Su poesía se presenta entonces como un
bálsamo del deseo turbio y de la libertad amortajada, útil para sentir menos
frío entre la lluvia y el cierzo del invierno, para volver a incardinar los
sentimientos y desentumir las articulaciones óseas, para reembobinar el querer
y despetrificar a la conciencia: para encallar de la zozobra del naufragio,
secar los ojos y sacarlos de su laberinto cóncavo de espejos. Arte de la
confidencia y de la confesión, poesía que no puede callar, que se niega a no
decir su nombre verdadero y que es por tanto potente para descifrar las señales
de su tiempo –así tenga que nombrar miserias que los demás entierran.
Propenso a las distancias del paisaje el
artista lava sus pupilas e integra catalejos a las niñas, para escuchar los
ecos que vuelven o nos llegan, y que son equivalentes a un despertar, a salir
de un claustro y caminar, olvidando el hambre, la sed y los prejuicios, el
veneno, la demencia y los demonios. Proceso de autognosis, pues, que por fuerza
se ve impelido a ir más allá de sus fronteras, para buscar en el ojo ciego de
la chistera del mago la lámpara de Alì Babà. Recorrido que sigue los pasos de
los días sin huella, luchando contra el angustiante vacío que corroe la
existencia, su hueco por siempre insatisfecho
y el agujero sin fondo de la nada, que son como esa corona sin flores en
el centro, como la mancha de vino en el mantel de la conciencia. Y donde no queda
más que coger el hilo salvador de la palabra, agarrando en su cabo la cauda del
cometa que se escapa, como la imagen rauda que vuela con el viento, y sujetarla
firmemente, por más que haga sangrar los dedos, al ir preñada de posibilidades
de infinito.
III
Exploración de la cóncava desolación y de la
tentación convexa, de la insufrible tensión y de la gracia, en una labor que se
antoja de conversión, donde sincopada, conversadamente, busca el verso que se
posa en las alturas de las nubes, por reinar en él el espíritu del bien. Tarea
de despertar el caracol de la oreja dormida, de afinar el metal del instrumento
con los rigores del cinabrio y purificarlo al pasarlo por el azogue, para que
al amor de la nostalgia, de ser huéspedes del tiempo, logre alzar el vuelo.
Visión dialéctica de la realidad toda y del
hombre como la de un ser oscilante entre pares de términos contrarios, cuyos
extremos son la cordura de la razón y la locura, el dominio de sí y la
delirante enajenación, la soledad y la masa, la pobreza y la riqueza, el
brindar el alma a Dios o de venderla al diablo, la vida y la muerte, la esencia
o entelequia y la existencia o energía, la memoria y el olvido, el sufrimiento
y la comodidad, el dolor solitario y el amor cómplice. También visión del cáliz
vivo de la religión del erotismo, que se detiene en el vientre que es espejo y
Venus embruja con su mar incandescente, volviendo al canto aullido, donde se
incendia la ilusión en el segundo piso de un motel, cuya ventana abierta solo
asoma al pavimento sobre el que flota el anuncio del espectacular inmenso, que vuelve
el ánimo como el de ánimas en pena.
Recorrido por sitios donde el tiempo se vuelve cacarizo y la página en
blanco se vacía, como una carcasa en el espacio impertinente, como una
partitura silente impenetrable, donde sin embargo se afina la cadencia de
bordes biselados, volviendo dóciles los veros a la modulación del aire –por más
que el gárrulo animal humano se desgarre entre los quebrantados aullidos
doloridos.
IV
El recorrido del poeta encuentra entonces
una serie de imágenes autóctonas y emblemas tradicionales en que reposar por un
momento la cabeza, y ante el frívolo vacío contrapone sus lamentaciones, por la
carcoma del vicio que roe hasta los huesos la conciencia adocenada de su
pueblo. Imagen del lobo durangueño, perfilado sobre el verde pasto y la campiña
de oro que se encoje y evapora como agua arrojada al pavimento, cuyo aullido
profético de agudas sombras como el viento consigna su exterminio, venido a
menos día tras día. Como el daguerrotipo del manantial, del Ojo de Agua del
Obispo del Parque del Guadiana, por el que rodaron las aguas como espejo entre
ahuehuetes y eucaliptos, el cauce que jugueteaba con los niños entre tumbos y
tumbos de alegría.
Lamentaciones, porque a lo lejos se queja
una sirena, porque en las cuatro esquinas de Progreso, que caben en el dedal de
una mirada, los brillantes tacones de las muchachas ebrias pasean por congales
con fachadas de inocencia, entre escombros. El poeta sorprende en otra esquina
a la pareja que apacigua su adulterio con los tacos, y el olor de la fiebre que atrae a los gatos
que miran el amanecer desde los cielos.
Queja también del
alacrán esquivo, agazapado en la penumbra que es su elemento, sombra, mancha,
rescoldo, inesperada fosforescencia, alarma, entre los adobes desnudos de la
noche, que en el día busca los ecos solariegos para posarse y reposar en las
largas horas del hipnótico letargo. Centinela de oquedades y de escombros cuya
queja deslavada es un grito detenido y el reloj de la rutina y del tedio
envenena más que él los pensamientos. Hechizado del silencio, sin lacra ni
nardo en su cuerpo, queja desleída, detenido grito, encarnada exclamación,
esponja insustante que odia a los violentos devolviendo sus maldiciones en
picadas y cuyo lento paso se posa pavoroso narcotizando la tarde con su néctar.
Cuadros, dibujos, estampas de la ciudad en
ruinas, iluminada a tientas por agonizantes focos amarillentos, entre calles
hundidas por el desaliento del polvo y asfaltos horados por el rodar neumático
del río. Y a la vez melancolía del recuerdo por la opíma ciudad de los
recuerdos, refulgente como una charola de plata donde la catedral se alza como
un dedal de oro entre palomas en medio de la tarde ingrávida.
Recuento de las culpas que revientan el
alma, visión de los incendios, de las culpas por extirpar como un solecismo
incrustado agazapado entre la lengua o la espina clavada en medio de una llaga,
que es el intento por desentrañar las sombras que acosan a una región
geográfica, para encontrar la cifra de su signo, contrarrestando así la
beligerancia de su elixir de veneno, hasta encontrar los brillantes imperturbables
del diamante entre el fuego y olfatear la esperanza en su deseo. Porque en el calvario
del naufragio de la noche es imposible dormir siendo ceniza. Porque, a fin de
cuentas, como todos, “Así anda uno”:
Anda
uno –después de la tormenta-
Tal
si buscara sus huellas en el fuego
O
invocara a banquetas vírgenes
Olisqueando
esperanza en los desechos.
…
Pedalea
a la vida
Hincándole
hasta el fondo las espuelas
A
ver si así, la hija de puta,
Detiene
su alharaca holgazana
Y
deja algo menos tétrico
Que
el sinfín de sudarios con su rostro.
Imágenes de Eduardo Orozco Xivan
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