Ocultemos Nuestros Pecados
Por Alberto Espinosa Orozco
La peor de todas las ignorancias sea
la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus
consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la
categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de
sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades
tortuosas, sumidas en la opacidad y en la simulación.
Porque ocultar los pecados, no ser
trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias
faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del
orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir
sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el
fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de la alienación mental o
de la enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona
cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades
“actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo
por tanto personalidades excéntricas o sacadas de su centro, pero también
ignorantes sobre la situación real, sobre el estado de su propia alma
(entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer psicomental, sino metafísicamente
o esencialmente como entidad ontológica).
Lo que es más, la comisión de un pecado es
grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior
de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad
a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos
coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre
acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la
comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la
guerra o la secases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las
sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la
naturaleza y el hombre).
Las sociedades arcaicas conjuraban tales
peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral
de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día
costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se
encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la
sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o
particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino,
tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así
cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo
públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el
océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual
así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor
metafísico.
En tales sociedades, en cambio, lo que
siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las
verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los
mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y
minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los
secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos
episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades
trascendentes y sagradas.
Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es
que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al
volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que
petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas,
dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la comunidad,
por lo que al volver pública la falta, se desactiva tal fuente, como al volver
el secreto exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o que no son
de este mundo. Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver
secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio
–porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar
los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica
como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello
una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de
valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica,
pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
Pues bien, tal es lo que sucede en las
sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no
transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin
interesarse realmente los unos de los otros. La civilización ha cambiado con lo
moderno los valores mismos, viéndose como una cualidad la discreción e las
personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales
profanos, pues se callan, se silencian aventuras, pecado, aventuras y desventuras,
es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que
se pierden en el rio amorfo del devenir que va dar a la nada, todo lo que
concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo vista la
confesión de un adulterio como un sacrilegio. Como su contraparte, en las
sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo a
las realidades religiosas y metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o
juramento cualquiera puede cualquier texto sagrado o criticar cualquier
religión.
La sociedad mexicana, aunque occidental, no
es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad
sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la
modernidad se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque
aún pervive entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y
el impulso por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de
expiación de las culpas y de purificación de las almas, pues no ha desaparecido
de nuestra cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la
redención individual y colectiva por acción de la confesión, del sincero
arrepentimiento de nuestras faltas, de la enmienda, así como del don de la
divina gracia trascendente.
Continuará...
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