Rumor de Hojas
Por Juan Emigdio Pérez
A mi pueblo llegan los libros
como noticia de huracán extraviado
que logró jinetear la sierra;
el camión de redilas deja tras de sí
una culebra de polvo
que divide al pueblo con la calle:
de un lado, el cráneo de una vaca
con ojos profundos de noria seca
disecados al sol, cansada
de mirar la vida, como un eco
que se pierde de la vista;
del otro, la fiesta salpicada de adornos
de papel, de estallido de cohetes,
de música y carcajadas de rancheros.
A mi pueblo lo corta en dos partes una calle
que separa a los caballos y los burros;
la escuela y las tiendas ralas;
los huachaches y las botas;
la enfermedad y la salud;
la lluvia y la sequía;
la pistola y el puñal:
el rebozo y la sirvienta;
la política y la religión;
la noticia y la ignorancia;
las tinajas y los botes;
el jabón y el amole;
el sarape y el makinoff.
Sólo lo une el manantial
que surte el agua para que beban
bestias y hombres.
La alameda del manantial
une a mi pueblo dividido
donde concurre asiduamente
la serenidad entre los árboles
y convive el gorjeo de los pájaros:
la paloma cucú y el pájaro carpintero,
la curiosidad de las ardillas,
la sorpresa de la salamandra,
el vuelo circular del cuervo,
la mirada hipnótica de la lechuza,
el desfile de las hormigas,
el respirar y el canto de las ranas,
el zumbido de la abeja,
el piquete de la avispa,
la acrobacia del colibrí,
el ballet de la mariposa,
el silencio del gusano
y el canto del grillo.
Entre las ramas de mi mente
viven sus álamos
que me tomaron como amigo
-a los que no abandono
porque viven en mi memoria
con el rumor de sus hojas.
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