Guadalupe Martínez: los Filtros del Sueño
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
La misteriosa obra creativa de Filtro de
Circe se presenta como un trabajo de hechizo, encanto y maravilla, urdido con
los invisibles hilos de una fina orfebrería realizada en colaboración con los
poderes inconsútiles de la noche. Arte onírico y lunar que llama a las
profundidades más hondas del sueño, en donde las imagines conviven con los
elementos de las oscuras aguas profundas, tejido en la hora más aguda de las
sombras, en el punto mismo del nadir, luego que el astro rey desvanecido tras
la línea del horizonte alcanza en su inmersión el punto más bajo de su caída, y
se atreve a despertar, para emprender la lenta marcha de emersión hacia la
superficie de las aguas y romper, otra vez, radiante, tras las montañas.
Sus delicadas imágenes así alojadas en un
mundo oscuro, denso, donde todo es diverso, distinto, distante: abigarrado,
bizarro e incluso alrevesado o adverso. Alma romántica, a la vez brillante y
profundamente reflexiva, Filtro de Circe trae así ante nosotros una serie de
tesoros vivos, de fabulosos seres latentes, encontrados en sus pesquisas submarinas
–donde sólo se destacan, quintaesenciadas, aquellas potencias luminosas capaces
de resistir al imperio de las sombras -titilando, como las estrellas arrojadas
al vacio, por el brillo cierto de sus intermitentes fosforescencias tímidas,
que tienen, por decirlo así, alguna vida propia y autosuficiente.
Imágenes que se sumergen en la bruma de los sueños, donde pululan
todavía los ogros, los gigantes, las extrañas bestezuelas que se mezclan
promiscuamente con la hiedra y las hermosas hadas blancas de los cuentos. Arte
donde se da la conjunción lírica y magia, hechizo y fantasía, mito y
psicoanálisis –tejidas en la misma órbita emocional y estética más que de
Leonora Carrington, de Remedios Varo.
Búsqueda de las aguas, claras de la
interioridad, donde la concienzuda meditación y la detenida atención logran
hacer girar la luz para luego fijarla y hacerla cristalizar en joya –trabajo
también de tomar la roca hiriente y pacientemente, como la ostra, frotarla y
envolverla con el nácar hasta volverla perla, negra o blanca, opaca, que reposa
en el centro de su seno, para hacerla brillar al despertar el alba.
II
Rincones que el olvido acosa pero grabados
en la placa bruñida de memoria, o entrevistos en el sopor de la modorra, donde
seres fantasmales e invisibles flotando se insinúan, claustros de la secreta
habitación contigua donde un hombre, joven aún, en el incendio baraja entre papeles ajados viejas
fotos.
Las imágenes de Guadalupe, de alta calidad y
complejidad compositiva, corresponden al
movimiento de la reflexión introspectiva, donde igual se da la aparición de los
espectros que la desaparición de las evanescentes sombras fugitivas, donde las
vibraciones de explosiones y espejismos traducen en sensaciones visuales los
padecimientos y tensiones de las fibras más intimas del inconsciente. Porque el
tema en la obra de Filtro de Circe es en mucho el de la carne sensitiva.
Quiero decir, de los misterios del cuerpo vivo,
expresivo de suyo de su animación, de su lozanía o de su agostamiento, pero
también de sus mutaciones y metamorfosis. La preocupación central de la artista
es así la de la forma humana, sujeta a las presiones y contaminaciones del
medio, tanto como a las contingencias del tiempo. Y algo más aún: preocupación
por los misterios de la carne viva, de la carne humana, donde está depositada,
vertida su alma toda y toda su racionalidad; pues es la mano la que piensa cuando se piensa algo o se
ensortija de los cuando escribe con el lápiz, pues que es sabido que es el corazón sentimental con que se piensa, y el hígado y
los riñones los que sueñan –frecuentemente afectados, es cierto, por la bilis
negra, o por el humor verde, amarillo o morado. Y a la vez, es en la carne
donde llevamos impresa las huellas de memoria, los bálsamos y cicatrices a que llamamos
inconsciente, donde reposa también en sus cavernas el antro de las fieras y los circos con sus círculos de esferas.
Es así que la diseñadora penetra, se podría
decir que casi respira las vibraciones trasmitidas por la carne, que las
olfatea y que las palapa, para luego revelar en sus imágenes las atmósferas que
convocan esas ondas y estelas en el agua: las brumas condensadas en borrosas habitaciones donde sus híbridos habitantes pululan entre las medias luces del mundo interior. Por un lado, el más acá de la carne, definido por
el sentido del tacto; por el otro, el tacto interno, de fluidos, flujos y
reflujos del agua, de la sangre, no menos que del pensamiento y los sentidos. Es
decir, la percepción de un más allá, y la tarea de su reconstrucción estética que hace de esas arenas movedizas del olvido un barro nuevamente modelable por la mano.
Modulación del tiempo y del espacio y sus
caprichos, que son paralelos al desarrollo de una refinada técnica de expresión,
hibrida ella misma, que combina la fotografía para fusionar sus imágenes a
elaborados diseños digitalizados y dibujos, manchas de color y líquidos
sanguíneos, dando por resultado sobrecogedoras imágenes góticas, sujetas a
procesos de impresión o piezas únicas.
III
Imágenes de insólita fuerza expresiva son
frecuentes en su obra; más que símbolos, arquetipos del inconsciente y más que
arquetipos visiones, revelaciones del sentido y, me atrevería a decir del futuro:
profecías.
Arte onírico, es cierto, pero a la vez arte
real, que en sus pesquisas submarinas atrapa verdaderos tesoros herrumbrosos hundidos
en el inconsciente, pero también la estructura y el perfil de los valores
sempiternos, alumbrados por la llama de la vida. La rotunda figura femenina,
que es símbolo de vida o Afrodita, abandonada en la estepa de la ciudad en
ruinas, mirada por un gato, dos niños sentados a lo lejos en la roca,
desolados, y sobre el páramo desierto la mesa del espejo, vacía, pero que
guarda en sus nitratos la imagen de la autora, desnuda, como una estampa.
Arte narrativo también, donde a partir de
una imagen se da para la imaginación toda una secuencia, un caudal de
resonancias, como si se tratara del clímax de un relato, fijado en el recuerdo
para siempre: es la mirada por el ojo de la cerradura, que se vuelve pileta,
lago, río, donde reposa en el fondo una libélula, o mejor, una luciérnaga u
Ofelia; túnel del tiempo, pasillo a otro mundo, escaleras subterráneas que nos
llevan a la infancia, a la ilusión primera, que late en el pecho como estrella
y que se vuelve rosa cárdena en la mente. Tiempo distante, arcaico, que
regresa, que volvemos a ver como quien mira por el ojo abierto de una cerradura
y espía las escenas de un pasado remotísimo que a la vez interiormente nos
habita.
Moderna visión de Melusina, sorprendida con
su cola serpentina y su verde escama, en la mitad de un ático, escondida.
Visión de las metamorfosis del mito, porque no es verdad que sus figuras, como
las de los dioses, mueren –pero en cambio se vuelven más sórdidas, repugnantes,
degradadas. Como Dionisio, que sin dejar de ser un dios, un ídolo, viene a ser
hoy un loco que alardea por las calles llevando como flor el gargajo repelente
en la solapa y las garras del borracho pestilente; así la serpiente fatal de la
bañera, que de ser María o Laura se vuelve Perséfone que regresa, pero ahora
con los ojos rojos extraviados del insecto, y con alas, no de ángel, sino de
palomilla, creciendo en sus costillas las multiplicadas patas de la araña.
Luego el cráneo vicioso, vaciado de la
mente, el cráneo sin cara, descarnado, que en inicua simetría se repite, anhelando
el absoluto asombro del vacío y de la noche infinita. Adoración del espíritu abstracto,
que trasciende la corrupción del cuerpo y de la carne, pero que es sin nadie,
despersonalizado, que sólo sabe repetirse a sí mismo en su verdad de sombra,
porque su trascendencia nada dice que no sea su osca, vacua concavidad de
hueso, su inane trascendencia ósea.
IV
Exploración de la psique oscura, donde
inevitablemente aparece el otro, el enemigo oculto, el oscuro y atento
vigilante que jala de los pies hacia el pecado, a la ciudad de Dite, donde la
curiosidad voraz de ir más allá de las normas, de las formas, de los límites,
conduce al viciado vacío de la nada, donde no hay nada que hacer sino pagar el
precio por el inane pacto que paraliza el alma.
Paisajes del dolor, adoloridos, hechos de
sensaciones interiores carcomidas, donde se presenta el interior del cuerpo, el
otro lado, donde nada queda sano, desde el cabello hasta la punta del pié. Visión
del interior de nuestro tiempo también, donde los paisajes del sopor se revelan
macilentos, ambiguos, abigarrados, invadidos por el terco jardín fosilizado,
dantesco, donde al tronchar una rama sangra el árbol y la neblina cenagosa de
los años se filtra como la humedad por las paredes de habitaciones deshabitas por olvidos o roídas
por las huellas salitrosas de antiguos raptos dionisiacos.
Porque los colajes de Filtro de Circe nos
revelan la otra cara del ser, la vacía, adornada por el barroquismo gótico
del horror al vacío o acosada por la vida inferior de la agresión vampírica o
por el poder formal de la destrucción.
Colajes que son visiones de las formas
últimas, insinuados detrás de transparencias, superposiciones, yuxtaposiciones,
veladuras; difícil equilibrio de la ornamentación oriental, donde se ostenta, abigarrado, el inframundo del submundo surrealista –resuelto en la mezcla del agua con el fuego, en la
flama que llueve, ácida acidia del agua quemada. También los emblemas del
autoconocimiento, de los autorretratos que van buscando el aire donde posar las
formas claras; la heráldica de conejos, de zorros, de venados, acompañantes
fieles que atraviesan las diferentes edades de la vida en combate contra la
alucinación de los mundos perdidos que resurgen y los brujos, en un arte que es
a su vez es de embrujo, encanto y maravilla.
3-X-2015
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