Camino a Durango
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
El relato, es obvio,
comienza con un viaje. La noche había sido
difícil y turbulenta. Apenas logré dormitar por algunos momentos, perplejo y
desgarrado de preocupación por el dolor de una retirada tan súbita que no me
dejaba oportunidad para otra cosa que imaginar y hacer vagos planes sobre la
ruta que elegiría para salir de la ciudad. El sentimiento opresor de una mirada
espía y vigilante, violenta y resentida, apenas dejó un rincón para el descanso
nocturno.
Las señales pitagóricas
habían estado corrompidas todo el día anterior y las alarmas telefónicas que se
sucedieron cuando realicé lo que sería la última visita a casa de mi tía, así
como el tigre eslavo esquizofrénico que con celular en mano se proyectó
literalmente sobre el parabrisas del automóvil cuando pasaba en mi coche
enfrente de la casa de mi prima, pero también el payaso horrible, el fantasma
burlón y sanguinario, mezcla de humano con bufón de feria travestido con
dentadura de fiera, el cual creí entrever por la rendija de la puerta cerrada
cuando por la noche regrese a casa y, sobre todo, los golpetazos sobre la
puerta de madera de la cochera a media noche, habían logrado poner el sistema
adrenalínico de mi cuerpo en el máximo estado de tensión y alerta. Hice mi maletín
de viaje llenándolo con lo que consideré en ese momento los papeles y disquetes
más urgentes. Antes de irme a acostar me bañé y rasuré la barba. El temor, sin
embargo, produjo una especie de precisión de tornero en todos mis movimientos,
aunque la mente y sus asociaciones y sus disociaciones corrían desbordadas.
No sé si el estado de tensión llegó a su
punto máximo cuando imagine la casa sitiada por un gruesa manada de chángos
armados que pululaban por la azotea, o cuando, ya de madrugada, escuche
aterrado la trifulca y frenones, portazos, trifulca y discusión de un par de
automovilistas que recordaban las olas del mar encabritado al discutir violenta
y airadamente muy cerca de la casa después de reschinidos de llantas y portazos,
como si pelearan por un botín o una presa en litigio –con lo que el sueño se
volvió inconciliable-, escuche la trifulca de unos automovilistas que como el
mar discutían airadamente muy cerca de la casa después de rechinidos de llantas
y portazos -con lo cual el sueño se volvió inconciliable.
Todavía era de madrugada cuando escuché los
sonidos que indicaban en la habitación contigua los movimientos de mi primo que
se levantaba. Por una extraña coincidencia tenía que tomar el avión justo ese
día, con lo que me daba la oportunidad perfecta de salir, de escapar de la
ciudad después de dejarlo en el aeropuerto. Abrasé a mi hijo que dormía mi
lado, no sabía si por última vez, con ternura y un ambiguo sentimiento de aguda
irritación lindante con la impotencia. Me vestí deprisa llevando conmigo la
maletilla de papeles, un radio-tocacintas con cara de cabeza de hormiga
que habíamos comprado mi hijo y yo hacía
apenas un par de semanas en Plaza Galerías y los doscientos pesos que me había
dado mi mamá para salir adelante de las contingencias que se desencadenaban.
La calle, fría y oscura, aparentaba ser
silenciosa y pacífica, como la de una madrugada cualquiera. Sin embargo, poco
antes de llegar al puente que rodea el monumento de la Raza, una estridencia
cercana nos hizo parar las orejas de atención. Rodamos con cuidado mientras que
unas patrullas policíacas hacían un embudo reduciendo el camino. Al pasar junto
a un trailer dramáticamente volcado sobre el costado como un dinosaurio
agonizante, el ruido de un helicóptero que contemplaba el accidente como una
libélula morbosa me produjo la molesta sensación del caos. Apenas vi la escena
de reojo y me concentré en el camino angosto angustiado. Poco antes de llegar
el aeropuerto pasamos a una estación gasolinera y mi primo pagó medio tanque de
la detonante sustancia y me dio unos centavos para unos cigarrillos Marlboro,
que no recuerdo donde compré, acaso en la tiendilla de la estación o en alguna
que se encontraba cercana. Al llegar al aeropuerto, me estacioné en la salida
nacional, bajamos su maleta, nos abrasamos con afecto y el resto del camino lo
hice solo.
II
Tomé la carretera que va hacia el aeropuerto
y, más allá, hacia Fresnillo, y aceleré a toda velocidad, hasta que el coche
empezó a vibrar, regulando la marcha hasta el límite. Otros coches de modelos recientes me
rebasaban esporádicamente, corriendo como almas que lleva el diablo. Mantuve el ritmo acelerado sorprendido que
otros automóviles llevaran más prisa aún que la mía. Debo haber subido a cien,
a ciento treinta, ciento veinte kilómetros por hora, porque el coche, aunque
podía correr aún más, sólo lo lograba haciendo temblar el manubrio de dirección
y la carrocería. Después de pasar el aeropuerto los coches presa del vértigo
empezaron a disminuir. El paisaje de tierra colorado me encendió la sangre y,
sintiendo humillación indignada, maldije mentalmente la situación del estado de
mis ancestros varias veces.
En algún momento del trayecto me encontré
con un retén militar. Los coches que venían delante hacían una modesta fila y
al llegar a ella me detuve. Piensa en lo más elemental, me dije. ¿Qué es?, me
dije como en un juego de adivinanzas. La oración, me respondí. Rápido, rápido,
¿de qué consta? Artículo, sujeto, verbo y complemento, me respondí recordando
automáticamente mi gramática elemental. ¿Cuál oración es? El Dios bueno ríe, me
dije. En ese momento se acercó el
oficial, de rostro pétreo y perruno. Reí un poco, de una manera traviesa y
nerviosa, fingiendo no se qué maldad. “¿De dónde viene?“, me inquirió con frialdad el oficial. “De
Zacatecas“, respondí. “¿A dónde va?“, “A
Durango“, le respondí. “¿A qué se dedica?“. “Trabajo…“, y sentí que debía de
agregar algo más en el acto. “Soy profesor“. “¿Profesor de qué?“, interrogó sin
concesiones. “De humanidades“, respondí con aplomo. “Puede pasar“, me dijo. El
camino se abrió y sentí un gran alivio. Lo que más deseaba en ese momento era
salir cuanto antes del estado de Zacatecas. Estaba muy asustado y no quería
voltear atrás.
Después de un lapso relativamente largo de
tiempo vi a la distancia la primera caseta de cobro en activo. Como no llevaba
un centavo, al ver la luz en verde de la caseta, fingí demencia y pasé por ella
de largo, pero no a velocidad. El cobrador me grito exaltado y frené como unos
cien metros de la caseta. Un paisano alto y delgado corrió hacia el coche y me
detuvo molesto. Le dije de inmediato que tenía una urgencia, que no traía
dinero, pero que por favor me dejara seguir, que le regalaba un saco. Espéreme,
me dijo, y corrió a decirle algo al cobrador. Regresó con él. Le supliqué que
me dejara ir. Pero que no, que eran siete pesos. Le dije que no traía dinero,
que traía una gran urgencia, que por favor me dejara ir, que le daba un saco a
cambio. No sin indiferencia el cobrador le dijo al paisano delgado y alto: “Ahí
arréglese con el joven, que le va a dar un saco o algo así“. El cobrador
regresó a su cabina. Tomé el viejo saco de Tweed y vi que le quedaría como
pintado al paisano delgado y alto y se lo di. Me alegré por la jugada. El
paisano me dio un boleto de seis pesos y fracción y salí corriendo a toda
velocidad.
Seguí
marchando aceleradamente. Vi una señal caminera que decía “Defina su carril“.
Lo definí, tomando el carril de baja velocidad. Otros coches me rebasaron,
corriendo como a quien lo persigue un muerto. La atmósfera carretera no me
gustó nada, pues hasta ese punto se sentía un clima como opresivo. Seguí
corriendo deprisa.
El camino se volvió decididamente tendido,
penetrando en las grandes extensiones del norte del país. Pequeños cerros
aplanados y a la distancia algunas poderosas montaña. En un momento dado el
camino se partía. Las señales indicaban las direcciones de Durango y Torreón.
¿Me voy para Torreón o para Durango? ¿Durango o Torreón? ¿Torreón o Durango?
Aquilaté la situación y decidí seguir de frente rumbo a Durango.
III
El camino era monótono, de grandes rectas
que subían por grandes lomas y montes desérticos. La amplia recta de pronto
topó con una curva cerrada rematada por un monte y tuve que frenar con
brusquedad, recobre inmediatamente el vuelo y me proyecte con inercia a rebasar
a dos o tres vehículos. Un poco después, un hombre con una bandera roja me
indicaba detenerme. Otro reten, pensé desconsolado, no puede ser. Frene
bruscamente ya encima del camino en reconstrucción. Unos camineros, que me
parecieron salidos del mismísimo cielo, arreglaban un tramo del camino. Pasaron
unos coches en sentido contrario, y el caminero del otro lado me dio el
banderazo y le metí a fondo al acelerador.
Traté de contemplar el paisaje árido,
atormentado por un sol rubicundo al que en aquel momento tomé como compañero y
guía. El paisaje adquirió otra dimensión mucho más amplia y extendida, y otra
tonalidad mucho más arenosa y amarilla. En algún momento del camino atravesé el
Trópico de Cáncer, latitud que marcaba con un monumento, según creo de forma esférica.
Me bajé para contemplarlo y me sacudí insistente el polvo de los zapatos.
A lo lejos me llamó la atención una montaña,
la cual, por la dirección de la luz, aparecía claramente formando la figura de
un inmenso gigante recostado sobre su costado llevando entre las piernas y
sujetándola con los brazos la cabeza de un cerdo degollado. La imagen de un
héroe de otros tiempos, pensé, acaso petrificado desde la antigüedad más
antigua, atreví ya en plena alucinación. Después he pasado otras veces por esa
región, pero la posición de los rayos solares, el juego de luces y sombras, no
me han vuelto a revelar más esa imagen imponente que tomé la primera vez por
pétrea y absolutamente objetiva.
Entré en una larga recta en la que rebasé a
varios camiones de carga viejos. Un
camión rojo detuvo mi impulso. Entonces una vieja camioneta color verde, pero
de potente chasis me rebaso.
Tomamos juntos la curva y al ver su potencia
y la pericia del piloto seguí metido atrás de ella. Las camionetas Ford nuevas
en sentido contrario cada vez aparecían en mayor número. La camioneta blanca de
caja llevaba una leyenda: “¡Material Peligroso“. Me dije, yo me voy detrás de
ella.
El sol empezaba a reclinarse, luciente y
esplendoroso como un héroe. Sentí su presencia amigable y rigurosa,
experimentándola claramente como un gran ojo bondadoso, o mejor, como un
fraternal amigo. Sin palabras se suscitó una especie de diálogo, de cercanía
comunicativa. Ahora sí, me dije, que Dios me guíe. En eso que empiezo a ver un
chisporreteo de brillos en la carretera asfáltica. Acelera, pensé, en cuanto
veas una lluvia, una chispa de ellos. La táctica me dio resultado. En cuanto
veía un rayito de sol brillando reflejado en las piedrecillas cristalinas del
asfalto negro aceleraba un golpecito. Vuélale, porque si no aquí té quedas,
pensé. Seguí viendo los brillitos y acelerando exaltado –a la vez que
relacionaba todo eso con mi destino, con las dificultades que encontraría en el
futuro, masoquistamente pidiendo más rigor, más complicaciones aún para el
futuro, cosa que el astro concedió sin miramientos.
Las camionetas Ford en sentido contrario
seguían pasando a gran velocidad, casi bufando de esfuerzo y furor. Sentí mucho
peligro y me volví a meter detrás de la camioneta de material peligroso. De
pronto note que los dos banderines que estaban en los extremos de la defensa
trasera movidas por el aire me hacían señales inequívocas de acércate,
acércate…, aléjate… acércate. Las obedecí puntualmente, escondiéndome de las
camionetas Ford nuevas que en sentido contrario pasaban a gran velocidad, como
una estampida de búfalos o como una plaga de langostas. Durante un buen tramo
del camino pasó lo mismo. Las banderitas me alejan y acercaban con sus
movimientos al vai-ven del aire: acércate, acércate, acércate… aléjate,
acércate, aléjate… acércate… etc. Estaba a la vez exaltado y aterrado. Pasaban
las camionetas con furor. Me pareció que algunas de ellas resguardaban un
tráiler largo, de color gris, que paso entre ellas pesado, regio y oprobioso,
como si trajera en sus entrañas un botín de guerra.
Después de varios kilómetros, cuando por fin
terminó de pasar la caravana de camionetas nuevas Ford, la camioneta blanca de
caja de material peligroso redujo un poco la velocidad y me permitió rebasarla
haciéndome el chofer una seña con la mano. Cuando pasé junto al chofer nada me
pareció mejor que agradecer su maravillosa ayuda con un claxonazo coto: piip.
No me atreví a voltear a ver al conductor, que imaginé un ángel, pero alcancé a
hacer una reverencia de humildad con la cabeza. Un poco más adelante la
camioneta blanca de material peligroso se me emparejó y me saludó con un
claxonazo: piiip. Saludé con absoluto asombro sin voltear a ver al conductor,
pero sentí una alegría infinita. Un poco después sollocé un poco al sentir mi
vida a salvo.
IV
A lo lejos apareció la ciudad de Durango. Un
cielo imponente le servía de marco. Malvas, naranjas, morados de las nubes
formaban un palacio, un castillo imponente que se posaba sobre la cuidad. Me
acerqué conmovido. Entré a la ciudad Victoria de Durango a las siete de la
tarde exactamente. Casi exánime estacioné el automóvil a una cuadra de la
primera iglesia que encontré. Era el Sagrado Corazón. Cuando me baje del auto y
estiré un poco las piernas sobre la acera, di un par de pasos y descubrí
atónito que había un nombre escrito en la banqueta: era el de mi diminutivo.
Después de treinta y ocho horas de camino, había llegado a la Ciudad de los
Símbolos.
Victoria de
Durango, Durango
Notas del 29 a 31 de octubre de 1999
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