Guillermo Bravo Morán: la Enseñanza y la Escuela
Por Alberto Espinosa Orozco
I
Francisco Montoya de la Cruz fue el padre fundador de la Escuela de
Pintura, Escultura y Artesanías del Estado del Durango, el centro de artistas
más importante de la región. Heredero de la sensibilidad y de los múltiples
dotes de su padre, Benigno Montoya de la Cruz, el escultor más notable del
Norte del país del siglo XX, la obra de Francisco Montoya de la Cruz es
reconocida por la magnificencia de sus planos escultóricos y de sus imágenes
grandiosas de carácter épico por retratar con gran imaginación y excepcional
dominio de la geometría, exacerbado por la influencia del cubismo tanto en el
Instituto de Arte de Chicago como en la escuela del mismo Diego Rivera. Sus
figuras colosales dan cuenta también de la tradición del arte monumental
prehispánico, que recuerda muchas veces a los gigantes de Tula y a las cabezas
olmecas. Hay que apuntar que se encuentra también el espíritu de las enseñanzas
del escultor Ignacio Asúnsolo, unido a
Montoya de la Cruz no sólo por ser ambos nativos del estado de Durango, sino
por ser el segundo hijo y nieto de escultores. Sin embargo, aunque sus murales
son públicos y mas o menos conocidos y visitados en la ciudad de Durango.
Francisco Montoya llegó a tal perfeccionamiento que vio la enseñanza del
arte en toda su amplísima variedad de tonos, es decir, la vio a profundidad,
pues la asumió con toda la problematicidad de su composición, la vio
filosóficamente. Así para la década de los cincuentas practicó con éxito
inusitado el conocimiento de la naturaleza y o perfección de la enseñanza y del
estudio artístico, de la única manera en que puede llegarse a esa perfección:
practicándola, ejerciéndola con las herramientas públicas que potencian los
tiempos favorables para las instituciones públicas. Filosófica, es verdad, por
el conocimiento de a naturaleza y perfección de la enseñanza –no sujeta a maniobras o posiciones políticas.
En su situacionalidad la EPEA fundada y dirigida por Francisco Montoya
de la Cruz, tuvo una función social de utilidad enrome, tanto en su aspecto de
articulación de lo social y formador de un contexto de aficionados y observadores
del desarrollo del fenómeno de las artes, como de ahincar en un regionalismo
sano y engrandecerlo según el sentido de su propia idiosincrasia y esencial
autóctona –tesis que no es otra que la de la misma durangueñeidad, que siendo
un estudio y perfeccionamiento de lo nuestro alcance una propuesta que
trascienda lo local para, por decirlo así, llegar a universalizarse.
Los talleres comenzaron su historia en el Edificio Central de la UJED,
en la planta alta del edificio emplazado en la calle de Constitución, donde se
impartían las clases de pintura, dibujo y modelado –mientras abajo se
desarrollaba la escuela comercial práctica más otra escuela. Las clases se
daban en las mañanas, mientras que las tardes hacían lo propia labor los
responsables de los talleres. El primer maestro en ellos fue Santos Vega
Camargo, quien tuvo a su cargo desde el principio el Taller de Vidrio Soplado.
Junto con Pablo Ibarra, encargado de las decoraciones, Margarito Palacios, en
el centro de cerámica, y Manuel Martínez Velarde encargado de los textiles,
todos los cuales abrevaron de la experiencia de don Arturo Ávalos, quien en
México sostenía los Talleres de carretones fundados en 1968. Por su parte Martgarito Flores se especializó
en la cátedra de historia del arte, interactuando así con de los talleres de
textiles, cerámica, decoración de vidrio, vidrio soplado, modelado y grabado.
La fundación en Durango del Taller de Vidrio Soplado en la EPEA –junto con su hijo, Guadalupe Herrera, Carlos
Herrera, Alejandro Serrano, Isidro Herrera y David Vargas. Las decoradoras
durangueñas y diseñadoras durangueñas, quienes han sostenido esta augusta
tradición por más de 30 años, son: Agustina Pérez Herrera. Cecilia Fernández
Pérez, Tomasa Reyes Ortiz y María Tomasa Reyes Hernández. Cultivadores todos
ellos de esta bella disciplina en la EPEA –a los que hay que sumar a José
Villanueva, Concepción Medina Celia Fernández, Elba Castañeda, Nica García y
Tomi García, Agustín Pérez y Maria Elena Barrientos, estando al cargo del
taller Ignacio Jiménez: en el Taller de Fundición al maestro Gerardo Molina; en
el Taller de Textiles, a los maestros Jesús Ornelas y María Formosa Gallegos, más
la maestra Georgina Deras, quienes realizan trabajos de pura lana tejidos en un
telar a mano, tales como manteles, cobijas y jorongos; en el Taller de
Tintorería María Amada Vázquez, Agustín Torres y a Saúl Cuauhtemoc Castañeda,
cuyas labores son las de cardar, teñir, cortar y lavar, y por último, el Taller
de Vitrales, donde han destacado los maestros Arturo Orozco y Víctor Gómez.
Cuando Santos Vega se integra al taller de vidrio soplado era la
encargada de los talleres Ignacio Jiménez Serrano, a los que se sumó el maestro
Trino, entrando a trabajar con ellos en 1967 el maestro David Vargas bajo la
figura de becario, en la época en que el director de la escuela era Don Carlos
Galindo. Las mejores decoraciones se lograron en los años 70´s y 80´s, habiendo
una gran producción de cerámicas, vasos, copas, jarras, botellas, dulceras y
azucareras, figuras varias y licoreras, que era la época en que la escuela
compraba las cosas a sus productores, cunado los maestros de dibujo conseguían
y abastecían a los estudiantes de pinturas y papeles, pues todos llegaban
jodidos y se les abastecía de todo lo necesario para realizar su labor.
En el Taller de Vidrio Soplado se practican técnicas cada vez más
sofisticadas, como son el vidrio a la flama y estirado, el vidrio fusionado y
el vidrio fusionado –habiendo sido Francisco Montoya de la cruz el gran
impulsor de la enseñanza de las artesanías en Durango, llegando la escuela a un
estilo único en objetos decorativos y a la vez utilitarios, decorados finamente
con líneas de oro.
A la ingeniero Leticia Ontiveros, quien fuera director e la EPEA, se debe el haber dado el tiro de gracia a los
talleres de la EPEA, obedientes a un plan anárquico de educación regional, pues
en su gestión los hornos de la escuela fueron apagados definitivamente hasta
finiquitarlos –empresa iniciada por el maestro Candelario, quien fue el
responsable de empezar a matar lentamente a los talleres, permitiendo en su
gestión com0o director de la EPEA prender los taller dos veces, una vez al año,
personaje que no solo no hizo nada por la escuela, sino todo lo que pudo por
desaparecerla.
II
El Maestro
Guillermo Bravo, perteneciente a la polémica generación de la “Tradición de la
Ruptura”, enfrentó en su obra, con todo el peso de la gravedad del espíritu, la
critica estética de la sociedad y de la historia para encontrar el núcleo sobre
el que gira el valor más que de la identidad cultural, de la pertenencia. Para
ser habitante, para morar humanamente entere los hombres, tuvo también que
destilar el proceso de poner en cuestión a la tradición constituida y al
redundante y tautológico “tradicionalismo” –el cual frecuentemente ambiciona la
práctica de la herencia a tal punto que recala en las áridas costas de la
codicia que se apresura a hincarle la rodilla o el diente e inmediatamente
institucionalizarla, quedándose finalmente fijados con toda la herencia y
dejando sin nada a sus hijos.
Al igual
que otros artistas de su tiempo descreyó artísticamente de la verdad de la
tradición para que ella pudiera aparecer, no en si misma, sino en lo que lo
nombra sin saberlo al nombrar explícitamente otra cosa: en los gestos y
creencias concretas de la gesta de la cultura –aventura espiritual que
sólo puede aparecer como verdad explícita ante los ojos externos de otra
cultura.
También
practicó el movimiento del exilio interior, del amor extranjero, cuyo punto de
mira permite ver a la tradición directamente y hacerla explícita... pero sin
nunca hacerla suya. Así amo y afirmo los valores de la cultura indígena y de
los ancestros mexicanos sin necesidad de usar hinchados huaraches o luidos
taparrabos de festival lustroso y sin decir nunca “nosotros”, sino siempre
“ellos”.
Porque la
vida que el Maestro Bravo buscaba y de la cual participó era la de la
pertenencia a una tribu, a una cultura.
Movimiento que no puede ser el estático reflejo, pues no tiene sentido
pertenecerse a uno mismo, sino que siempre es el de pertenecer a ellos, a los
otros, a los que nos dan cartas de legitimidad y verdadera existencia en el
doble intercambio de las miradas.
Descreyó
pues de la fidelidad del fiel, que todo se lo apropia usurpando la verdad de la
tradición en el sospechoso gregarismo del “nosotros” –propio del regional
patriarca del pueblo igual que del diletantismo cultural, lo mismo en el
exasperado charlatán de feria que en el trásfuga de la poesía que pergeña
instantáneos coprolitos transitorios; figuras que embozadas bajo la mediocre
máscara de la burócrata de ranchería o tras las bambalinas de la esquina
trastocan parasitáriamente a la tradición en fetichista fantasma coagulado de
abuso, dominación o intolerancia, sin tocar ni pertenecer nunca al pueblo, pero
intentando siempre usurpar o representar su imagen.
Por lo
contrario, el arte de Bravo supo valientemente sostener en la infidelidad
poética la fidelidad de la tradición al mostrarnos que toda pertenencia al
legitimar una tradición la pone a la vez fuera de uno. Por eso el artista es
ese ser complejo dividido y doble, porque es siempre uno y a la vez el mismo y
su obra. Porque no es la tradición la que depende del artista, no necesitando
así de su afirmación, sino que más bien es el artista el que requiere que la
tradición lo afirme.
Así, la
negación de la tradición es ambigua en la medida en que solo es fecunda si
permite hablar con los muertos o con el fundamento inabordable permitiendo al
artista al mismo tiempo estrictamente expresar y así lo afirma –pero es
deformante, tanto del artista como de su obra, si con ella se desfila al deslizamiento
de la huida o de la fuga en que el artista rehúye ser afirmado por ella,
alcanzado apenas a dar expresión, no a la divina emoción de la nostalgia o de
la fantasía creadora, sino a la novel excitación efímera de la subjetividad
ilegible(, cuya disonancia y extravío solo puede ser enmascarada por la pétrea
seguridad demoníaca de aquellos que no reconocen ninguna autoridad, apoyados
sólo en la sombra inconsistente y pétrea de no entender nada del espíritu).
La frívola
creencia del siglo pasado en el poder de derrotar a la tradición en el fondo se
revela como una delirante apuesta en contra de lo humano –simplemente porque
humanidad es tradición. En la tradición, en efecto, radica otro de los peligros
del hombre, peligro radical de dejar de ser, ya no al hundirse en el apeirón
de lo amorfo, sino al repetir inanemente o al intentar apropiarse sus formas
constituidas o de agotarlas en la cacofonía oratoria (del vago rumiar de la
rutina); peligro extremo, pues, porque en ella descansa uno de los fundamento
de lo humano –no porque la tradición sea verdad, sino porque la verdad está en
la tradición, siendo ella misma inapresable.
III
Las dotes
de inmejorable anfitrión del Maestro Bravo como director de MACAZ radicaban en
ese respeto absoluto por la tradición, la cual sabia inapresable pero no
inasimilable, y en la que también veía y valoró su indesconocible aspecto
social y racional, pues es la tradición lo que permite a los hombres como grupo
integrase a lo que consideran que les es propio y característico.
Así, el
gran artista plástico durangueño nunca afirmo la determinación del hombre por
las instituciones y estructuras sociales para acabar negando el valor de lo
social en su raíz misma. Tampoco perpetro la acusación sólita de ser la traba
del progreso, cadena de la libertad o cloaca de oscurantismo, sino que vio en
ella la matriz misma de los social, por ser ella fuente y sinónimo de lo
histórico.
En efecto,
en cada una de sus obras y en la totalidad de su trayectoria pedagógica pueden
palparse con la mirada los hilos y poderes que comunican a sus imágenes y
trayectoria entera con la tradición, bajo la forma de una ligazón con la
memoria social, tomada como lo que en realidad es: el tiempo orientado que
cifrado en la memoria de un grupo permite a la sucesión la permanencia del
tiempo, como lo que hace posible todo cambio y todo progreso, jerarquizando los
valores en su altura y profundidad, también como lo que hace posible que cada
nueva generación no sea el mero sustituto de la anterior, sino su relevo real
en el tiempo o su heredera.
Porque la
sociedad humana, a diferencia de la animal, no comienza todos los días
partiendo exclusivamente de la memoria genética o meramente individual, en un
tiempo repetitivo, estacional o mecánico, sino que recomienza en la historia,
en un tiempo orientado cuyo sentido es a la vez el tiempo de la memoria social
y la memoria inabarcable e inaprensible de la especie.
En la
búsqueda de ese fundamento y de ese origen, el Maestro Bravo descubrió por sí
mismo el drama radical del ser humano: el ser en si mismo a la vez sí mismo, el
individuo, y la especie. También el estar el hombre en una síntesis del cuerpo
y del alma puesta por el espíritu.
Quiero
decir que revivió el drama existencialista de su tiempo: ser el hombre por su
historia y su memoria social, por la tradición, contemporáneo de todos los
hombres, reviviendo así la posibilidad inscrita en nuestra singular especie
histórica de rozar en el presente la presencia entera de la especie, ya tocando
las arduas travesías del magdaleniense, ya vibrando con el rumor primitivo del
neardental o sumergiéndose y respirar, como hiciera en su momento José Clemente
Orozco, de los oscuros ritos de epifanía celebrados por los pueblos que hoy
siguen caminado en la oscuridad de los tiempos. (Por esa vía también intento
purificar la sensibilidad estética de las rémoras y costras de la presión
histórica.)
En ese movimiento poético comprendió que la
historia humana está siempre ya empezada, que el primer sentido que se busca en
el origen de la memoria como fundamente sólo es significativo porque ya había
antes que él sentido -pues cuando la memoria recuerda ya recuerda que se
acordaba. (El comienzo del tiempo memorable es, en efecto, inalcanzable. Porque
el tiempo histórico, al ser tiempo orientado, tiempo de la tradición, de la
herencia y de la transmisión o tiempo de la memoria social, sólo puede empezar
recordando ya algo, siendo su comienzo inalcanzable. Por ello, nada auténtico
puede decirse por primera vez, como inútilmente quisiera hacer creer la masiva
y “original” pintura abstraccionista de nuestro tiempo –la cual pareciera creer
que se puede ser, de la noche a la mañana, cualquier cosa, o que es posible
tomar el cielo por asalto. No.
El decir de la imagen auténtica sólo puede
alcanzar la autenticidad en la plenitud de su sentido –y sólo es plena cuanto
más plenamente repita, con la fidelidad de la escucha, no de la engolada rana,
lo que una vez fue dicho. La reconstrucción del abanico de la totalidad o de
sus imágenes prístinas sólo puede ser reconstrucción, rearticulación,
repetición –de lo mismo en el fondo. Mientras que el decir original que no
origina o genera ni es originado no puede ser sino un decir parcial rayano en
la masiva mudes de los objetos sordos, lastrados por el error de la libertad
trasmutada en fuerza ciega, en arbitrariedad insolente o confundido con la
escoria de la falsedad formal –maneras todas de la injusticia o la impiedad.)
Por lo contrario, el lenguaje del Maestro
Bravo estuvo siempre y estará en su obra para los durangueños de hoy
permanentemente marcado por las notas de su original personalidad, de su amor
por la tradición y el sentido y
legitimado por ellos, siendo por ello también una de las formas en que su
cultura dio expresión a su tiempo, heredándolo a sus coterráneos bajo la forma
de la belleza y me atrevería a decir, también de la piedad y de la justicia.
IV
Debido a su
crítica fidelidad a la tradición, o como su resultado, el Maestro Bravo logró
el desarrollo de una sensibilidad refinadísima que le permitió pensar dentro
del tiempo, en cierto sentido disolviendo al yo individual. La modestia de su
carácter le permitió así situarse en la costa diáfana desde la cual se atisba
la vida y su horizonte axiológico como lo que simultáneamente está en una playa
inalcanzable, como hambre de ser, como el negro pan amargo de todos que nos
desvive y nos desgasta, y a la vez como el pan de sol donde con todos los otros
se hace la vida con nosotros, como el amanecer con-partido necesariamente y
solitario. Así, la vida y la muerte que habla en su lenguaje nos hicieron
comprender el más allá en que la muerte es sólo de los muertos, pero también la
verdad presente de que es por ellos que vive entre nosotros y que es por ellos
que somos hombres. La ausencia del sentido explícito, de la vida de los otros
que nos precedieron, es la contextura del pasado y de la tradición, pero
también la imagen misma de la vida o su proyección en el tiempo -pues cada un
sabe en secreto que un día no estará, pero estarán los otros, los que nos
sobreviven, y que la vida es siempre suya.
Presiento que en la última etapa de su labor
creativa, con la relativa disminución de sus capacidades físicas y su penosa
enfermedad, las imágenes del Maestro
Guillermo Bravo alcanzaron una mayor desnudez de su calidad espiritual, una
concentración más esencial de su inspiración y en la plenitud de su madurez
como ser humano la condición de la mayor profundidad artística de pintor, y la
calidad de una mayor pureza en su amor
al arte.
Aunque los
vivos, los despiertos, callen y se ausenten, aunque la vida los consuma como el
calor del fuego a la combustión del tabaco, de alguna manera por virtud de la
cultura y de la tradición siguen en el humo blanco de su trayectoria midiendo
el vago tiempo y dialogando con nosotros, ajenos a los sombras y permanentes en
la luz con que entibiaron alguna vez el helado corazón del día. No se marchan
del todo, puesto que nos referimos y hablamos con ellos, puesto que así nos
escuchan solemnemente sin hablarnos. Porque aunque los muertos callen, nadie se
va de veras para siempre y siguen habitando entre nosotros en las palabras que
moldeamos cada día o en los lugares en que respiramos todavía de su cálidas
miradas, en que vibra la presencia de sus gestos agitando aun entre nosotros el
espacio de la atmósfera y haciendo el aire de nuestro tiempo enrarecido un
lugar de encuentro salubre y respirable.
V
La
primitiva función del arte no es otra que la de imponerse a la vida bruta,
sacarla de las pígnicas narices de la animalidad y del resbalón de la caída
hacia atrás que todo vértigo implica, subir al mundo de la civilización al
hombre y refinar su salvajería por medio de los estilos y las maneras, de la
memoria social, del gesto educado o la gesta repetida y continuada, por la
naturaleza modulada o simplemente por la gracia infusa -por lo que es siempre modelo, renovación del
recuerdo y de la tradición.
La
naturaleza por su parte reafirma la primacía de la vida idealmente y es cambio,
innovación, trasmutación permanente. La antinomia arte-naturaleza sólo es
fecunda y sólo es tradición (incluso tradición de la ruptura) cuando toca su
turno a la naturaleza innova a la tradición, reivindicando la excelencia de lo
natural –pero es contraria a la naturaleza cuando los privilegios asumidos por
el arte se han convertido en dermatoesqueleto muerto y sin vida, cuando se han
petrificado como ante la gélida mirada de medusa proyectada sobre las formas
constituidas o sus instituciones atinando sólo a volverse superficialmente en
contra de la naturaleza que antes la alimentaba, dando expresión a los ociosos
dardos esteticistas que intentando formar apenas logran hostigar o violentar la
vida. Porque es por la tradición que
hablamos con los muertos –no por aquel inconsciente que sin habitar la
tradición agita entre nosotros el alacrán de su bandera o habita en el oscuro
chacal de su cartuja.
El Maestro
Guillermo Bravo Morán, par inolvidable de su gran amigo el singular escritor
durangueño en huero o trigueño Don Héctor Palencia Alonso, fue así un ensayista
en el arte alquímico del Ave Fénix. Porque el hombre, en efecto, realmente o
más que ningún otro, es el ser que diariamente tiene que rehacerse de sus
propias cenizas –de sus hojas quemados como días, del polvo montarás de los
caminos que sigue a las piedras que bajo las pisadas ruedan, del sudor por
acceder en el pasado o de hacer castillos en el aire, que es nube, que es gota
de agua que rueda también como el trabajo combustible o que se esfuma como el dulce
sabor de ayer también hoy flama del hielo.
Porque del
polvo y de los recuerdos fantasmales de recuerdos, de repasados y muertos, de
cáscaras y de caricias, tiene que rehacer el hombre sus elementos. Espectros,
de los que el hombre al mezclar emoción, fuego e historia, al re-hacerlos otra
vez presentes y al convocarlos a ellos, no a estos o aquellos, nunca a
nosotros, sino a los que urdieron desde le primer tiempo los relatos, al
convocar al misterio o al ser, al traerlos al mundo del ahora, espuma del tiempo,
del menguado minuto o de la esperada hora, es que el hombre encuentra el único
tiempo en que en verdad existe, porque es el hombre el ser que se rehace cada
día. Sed de ser, hambre negra y amarga de ser que nos consume y aniquila cada
día, y pan de sol para los ojos, que es la luz del día.
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