La Cifra de las Horas y el Puente de los Años: Ricardo Milla:
Los
Tres Tiempos: el Tiempo Interior
Por
Alberto Espinosa Orozco
(3a
de 13 Partes)
III.- Los Tres
Tiempos: el Tiempo Interior
En una segunda estación, o segundo movimiento de una imaginaria partitura,
el reloj del tiempo se detiene en el tiempo de la vida familiar, que es también
el tiempo privado, de la vida íntima y personal intransferible. Su imagen: el
Reloj de Pared Antiguo, detenido en su carera al marcar las 2:30. El artista
del concepto que es Ricardo Milla, lo retira sin embargo de su nicho,
rescatándolo del cuarto de trebejos o del rincón olvidado, para retratarlo a
pleno cielo abierto, sacándolo por decirlo así de su enmohecido encierro a la
luz pública, exponiendo también a la luminosidad misma de las esferas del
cosmos, para abrirlo y potencializarlo en toda la plenitud de sus
significados.
El experimento cronológico, titulado en la galería “La Redonda” de
México como “Las Horas Contadas”, y en el Instituto Cervantes de Nueva York
como “La Estética de la Estática”
en 2013, fue plasmado en un políptico de considerables dimensiones
murales, de 9 metros horizontales por 2. 40 metros verticales, a manea de una
gran cartel publicitario, que lleva la representación temporal al extremo de la fidelidad: fotografiando su
objeto, el reloj familiar, una vez cada minuto durante todo un día, en el
intersticio temporal de un fin de año: a partir de las 14: 30 del 31 de
diciembre del año de 2007 a las 14:30 del 1 de enero del año de 2008.
El resultado: una detallada secuencia, minuto por minuto, de 1 440
fotogramas, que a manera de puente conecta un año que fue al otro que le sucede
-metáfora de todo un ciclo que pasa, que se apaga, que toca el límite de la
caducidad, agotado por la fatiga de su propio movimiento, y que se enlaza y
abre paso en el horizonte a un nuevo tiempo, rejuvenecido y regenerado,
inédito, futuro, por venir.
La imagen múltiple de Milla, de
ricos y poliédricos significados, representa por sí misma, en su núcleo, la relación de las generaciones, de la crianza
y de la herencia familiar, quiero decir, donde cada nuevo miembro no es el
sustituto de su generador, sino más que nada el depositario de su deseo y su
palabra, y por tanto su relevo real en el tiempo. Tiempo, pues, de la herencia
y de la educación, de la relación de generación, en el que se urde, asimismo también,
del destino personal –que va de la cuna y la tumba, del origen de la vida a la
muerte, a donde vamos, irremisiblemente, a reunirnos finalmente con nuestros
ancestros y antepasados, para cerrar el círculo.
El dilatado fotograma del artista nos invita así a una meditación sobre el
concepto cardinal de la vida íntima, privada, en contraposición a la pública y
social, sobre la vida de relaciones de familia y sobre el ritmo del tiempo,
intransferible, de cada persona, con sus innatas aptitudes de carácter,
desarrollo de la vocación, surgimiento de las ilusiones juveniles, expresión y
modelación de las pasiones propias del individuo en la madurez, y el balance
final de la senectud.
El tiempo simbolizado por el reloj antiguo es, por un lado, el del
tiempo de la intimidad personal, que remite al hombre interior, a lo que somos
realmente en cuento personas, equivalente por tanto a la gravedad de la
persona, a su profundidad de juicio y altura de valores, a la calidad y
naturaleza de su alma, de su corazón; en una palabra, a su espíritu. Tiempo de
la intimidad con uno mismo, en donde recordar que el hombre es un ser
medianero, entre el animal, que no puede subir de su naturaleza, y los ángeles
que no pueden bajar de su esencia, como un ser que hacerse, llamado a la
superación de los obstáculos para… para encontrarse a sí mismo.
Porque el hombre, al ser una síntesis de alma y cuerpo unida por el espíritu,
tiene como tarea del hombre refinar su alma inferior, opaca, apetitiva, animal,
biológica, mortal, para alcanzar la claridad y transparencia del alma superior,
intelectiva, racional, donde se hacen claras ideas superiores, las normas, los
principios de bondad, de verdad, de justicia, de belleza –en un proceso de
coeducación mutua con otros hombres, que no concluye sino con el fin mismo de
la vida. Tarea, pues, de formarse en lo humano, que es una decisión de la
persona, directamente relacionado con la
adopción, familiarización y realización o recreación de valores, que son a la
vez las satisfacciones humanas más altas. Tiempo de contemplación y reflexión
sobre la vida íntima, cuya interioridad nos define propiamente como humanos y
sin la cual en poco nos diferenciaría los de los animales.
Momento que, sin embargo, se entrecruza, no sólo con la propia genealogía,
sino también, más en general, con la ronda de las generaciones, que definen la
estructura misma de la historia, es decir, de la sociedad humana, donde se
deposita el legado mismo de la historia de la humanidad. Se ha visto en las
generaciones un ritmo periódico, cuyo módulo sería, en efecto, el de los15
años. No sin razón, pues la historia se da como una superposición necesaria de
tres generaciones sucesivas, convivientes a la vez, que se comunican entre sí
sus memorias individuales, y en cuya yuxtaposición se trasmite la tradición y
la historia, por las cuales saben de su pasado, se educándose mutuamente,
heredando un legado cultural y, así, se orientan en el tiempo. Diálogo
genealógico, pues, en cuyo contexto responder a las preguntas de: ¿quién soy?;
¿de dónde vengo?; ¿a dónde voy? También en que sortear los obstáculos que
presentan como presiones vitales, por acumulación o saturación cronológica de
la pecaminiosidad, tanto del mundo, siglo o tiempo, cómo de la propia rama
familiar.
A diferencia de la materia, que no tiene propiamente interioridad, que
es exterioridad toda ella, la vida orgánica se distingue por su psique, por su
vida interior y su individualidad. A diferencia de la vida animal, sin embargo,
se da otra cosa: la intimidad de la personalidad, que es propiamente hablando
la vida del espíritu, el huerto interior de cada persona, que es también el
estado de su alma. La intimidad es, efectivamente, una exclusiva del hombre. La
intimidad psicológica que sólo se presenta ante el sujeto, justamente, como
vida interior –como un complejo compuesto de imágenes, sentimientos y
pensamientos de la realidad y del sujeto mismo, destacándose notablemente las
cosas vividas como bienes o satisfactorias para el sujeto mismo… o como males
(que es el a priori moral del
hombre). La intimidad se presenta así ante todo a la reflexión interior de la
conciencia, a la meditación, al balance de nuestra propia acción en el mundo, y
a la reflexión consecuente del mundo entero sobre nosotros.
El hombre, así, añade algo más a la interioridad que es atributo propio
de la vida, del organismo vivo: la intimidad, que es un mundo de
representaciones, recuerdos y expectativas y, más en al fondo, equivalente a la
propia alma, al propio espíritu, que no es el río fluido de la vida psíquica,
sino una entidad ontológica –pues en la intimidad de la personalidad radica el
mismo ser del hombre.
Se puede hablar, así, de la intimidad de una persona, que es el espíritu
con que una persona vive su tiempo desde dentro, por si misma o desde sí misma.
Cabe también hablar de la intimidad de dos personas, en el amor, en la amistad
entre dos seres que se comunican sus intimidades. Acaso pueda hablarse también
de la intimidad de una colectividad de espíritu, cuando comparten una misma
voluntad, un mismo querer, que es visto como un lugar en el que reina un mismo
espíritu, como cuando los cristianos dicen que “son en Cristo”, o que son
partes de un mismo cuerpo con una misma cabeza .por participaren una misma
cultura o conjunto de ideas, visiones e ideales de vida, ligados a una fe, de
carácter sobrenatural.
La experiencia más frecuente de nuestro tiempo contemporáneo, sin embargo,
es su radical alejamiento del espíritu: es decir, la distancia que cada hombre
tiene respecto de su propia alma, de su propia intimidad, que aparece como
parca, como anémica y sin desarrollar. Incluso, como una realidad ignorada. Lo
que da nuestro tiempo un tono fantasmal, magro, de vida superficial, sin
profundidad. Vida vertiginosa y trepidante, donde por la misma aceleración de
las máquinas y de los movimientos mecánicos del hombre pasan las cosas
demasiado rápido, sin posibilidad de asirlas, de contemplarlas, de detenerse y
hacer una parada en sitio para meditar en ellas por un momento o emprender la
reflexión creadora de la vida interior, sin poder abrir realmente la
interioridad y brindarla a nadie o de rendirse, rindiendo cuentas ante el
espíritu.
Vida por ello mismo de personalidades cerradas u opacas, sin transparencia, sujetas
a la simulación, al fingimiento, a la apariencia, al doblez de corazón o a la
letal hipocresía, en medio de un mundo, de una vida y una naturaleza vaciadas,
evisceradas, desentrañadas de todo misterio, de todo secreto, de todo
prestigio. Vida de tecnocracia acelerada y de superficialidad crecientes, en
donde las comunicaciones lo visitan todo carentes de principio ordenar,
dispersando la atención en todas direcciones. Sobre todo, de primado de la vida
pública sobre la vida íntima, donde los sujetos terminan, a partir de una serie
de locuras “cultivadas”, por expulsarla de sí mismos, Vida que tiende al
exhibicionismo y al consecuente desprestigio público; al codeo y tuteo también
con personas anónimas, a la proletarización de una vida insustancial por falta
de relieve, de distinción y de nobleza. Vida de confusión de los órdenes, de convivencia sin querer con personas que practican un mismo error inicial pero a niveles cada vez más bajos, más vulgares, más groseros: en que uno niega la divinidad de Jesús para que otro lo reduzca a un gran hombre, otro lo minimice a reformador social, el de al lado a revolucionario, el de más allá a un sentimental, el de acullá a un loco, hasta llegar a los más bajos que niegan de plano su existencia.
Prioridad de la vida externa, sujeta a las apariencias, donde reinan los
imperativos publicismo y de las condiciones materiales y sociales de
existencia, por la velocidad vertiginosa de los medios vehiculares en nuestro
entorno y por la presión misma de la historia, que lleva a una vida extremista
y extremosa, en una palabra excéntrica, o donde se da el sólito espectáculo de
hombres sacados de su centro, fluctuantes, insustanciales, sin esencia y
funestos, perdidos, en una vida intima por lo mismo desquiciada.
Por un lado, pues, primado de la técnica física de la naturaleza o el
dominio de artefactos, máquinas y procedimientos, en una especie de invasión
desencadenada por todas partes. Técnica de lo mensurable del movimiento en el
tiempo y en el espacio, que ha evolucionado en el sentido de una velocidad
creciente de traslación y de las comunicaciones, teniendo como efecto y
consciencia lógica la multiplicación
desordenada, incontrolada de las situaciones vitales, con una correlativa
distorsión y hasta extinción de los módulos normales de la vida, desalojando a
la vida de la intimidad y, asimismo, de la dimensión de la profundidad, de
experiencias y placeres que exigen la latitud temporal, la calma, la sobra de
tiempo, para poder rumiarlas, para hallar su meollo o raíz o para rendir su
misterio.
Vida trepidante de convivencia en correlaciones donde se da la
disminución de todo, donde todo se acerca o se llega a todas partes y todo se
descubre… rápida y superficialmente; donde no queda tiempo, donde no hay tiempo
para la reflexión, para la contemplación, para la abstracción. Vida concreta
contemporánea, pues, en donde el espíritu se muestra cada vez más enfermo,
empobrecido y abandonado, amenazado incuso por la preponderancia adquirida por
la vida material y de dominio o superposición la congénere. Tiempo de la
intimidad afectado y reducido por el imperativo de dominar voluntades y de
confundir por medio de la manipulación informática o de la publicidad
subliminal; también por la aceleración de los acontecimientos y de la historia
toda, por la presión de un futuro que se asoma en el horizonte torvo, como
negación del tiempo mismo, de la historia, del hombre.
Tiempo del progreso material,
tecnológico, tecnocrático, cibernético, en contraste con un retroceso de la
vida íntima, que anega la intimidad a cada uno por el poder de su capacidad
homologante, donde no hay distinción ni personalidad que valga, donde incluso
dentro delo público las personas deciden cada vez menos en cuento tales, donde
se sepulta el ritmo íntimo, personal, íntimo, con el que cada individuo cumple
con su destino.
Tiempo de escisión con el propio yo, del excentricismo y extremismo
contemporáneo, de la absorción de la vida íntima y privada por la vida pública
del acoso y bombardeo indiscriminado de la publicidad sobre nuestras vidas, que
dispara la atención en todas direcciones; tiempo de la disolución de la pareja
y de la familia; de la predación competitiva del vértigo y aceleración por el
dominio y la conquista del mundo; tiempo en el que no aparece nunca la persona
como tal, absorbido por la vida pública y sin intimidad. Mundo, pues, roído por
el tiempo circular donde no aparece nunca el individuo, la persona humana,
absorbida por la alienación, la enajenación social y la presión histórica,
donde se da el sólito fenómeno del
abierto desconocimiento estimativo y práctico de la persona, que ha caído como
una feroz helada entre las relaciones de los hombres. Tiempo envuelto por la dialéctica
del relativismo individualista de los valores y el gregarismo las presiones de
las sociedades tecnocráticas, de la ceguera moral promovida por el pragmatismo
y, sobre todo, de la pérdida del espíritu por falta de libertad interior.
La obra de Ricardo Milla se presenta, así, ante ese torvo panorama, como
una especie de ascesis: como una meditación que es a la vez una
responsabilidad: y que se concentra para ello sólo en un hecho esencial; en una
significación –despreciando abiertamente la multitud de hechos superficiales,
anodinos, átonos, que se ciernen sobre nosotros: desolidarizándose de las mismas esencias caducas e infernales de
lo social; de los eventos históricos que significarían progreso; retraerse del
mundo y de su tiempo mismo, de las cosas
que lo ajetrean o lo dislocan. Simplemente, porque un progreso material,
tecnológico, económico, científico,
especulativo que no lleve al desarrollo de la intimidad de la persona no se puede llamar progreso,
cuando el mundo se mueve por fuerzas oscuras, inhumanas, no creadoras.
La
respuesta de Milla hay que buscarla entonces en la significación lo más
cercano: del tiempo personal provinciano, familiar incluso, que nos hace
herederos de un pasado histórico fecundo –descreyendo así del vacío de pueblos
improvisados y de la propaganda de sus intereses económicos o políticos. Tesis
de la “Durangueñidad”, en efecto, de un provincialismo sano, por inclusión, con
la debida autonomía y alejamiento de los centros de dominación ideológica,
interesada esencialmente en los logros distintivos de un grupo humano, de
nuestro valor como personas, como intimidades, como espíritus –que se interesa
también en la comunidad y la historia como conformación de un ser espiritual,
de un alma quiero decir, en la cual participar. Que tal es el mundo espiritual
de Durango, desleído y desdibujado en el presente, pero resistente y patente en
su esfuerzo diario pro salir adelante y por perdurar –en donde, a la vez
exaltar lo más acendrado del alma nacional a la que también pertenecemos y que
asimismo íntimamente a la vez nos
constituye, dentro del estilo de vida de cada uno de nosotros, que como pautas
de conducta, nos distingue como moradores y habitantes de nuestra propia
región. Solución, pues, de la crisis de la intimidad por vía de la cultura: del cultivo de huerto interior con el reconocimiento y activación los valores regionales propios, como emblema de pertencia a un alma superior que nos cobija.
Yendo más lejos, hay en la obra de Milla Hierro una sed orgánica de
reflexión, que también es de escucha: de vencerse a sí mismo, de unirse a sí;
que es la vez sed de contemplación, de perspectiva, de espacio. Su obra se
presenta entonces como un extraño artefacto estético de crítica y a la vez de
creación: de orden, estilo y equilibrio. De búsqueda de un estilo de vida
fluyente y a la vez orgánico, pero, sobre todo, de recuperación del “centro”.
Búsqueda del “camino del centro” es, en
efecto, la significación dominante en la obra de Ricardo Milla, también
búsqueda de la recuperación de la gracia, de la inocencia primera. Camino de complejos
procesos de asentamiento, de ascesis, de contemplación y de síntesis, las
manecillas de su obra claramente apuntan a una convicción: que todos poseemos
la verdad en sí –pero que no la recordamos. Tarea del artista: actualizar su
valor. Es la verdad de que tenemos un alma libre, de que el hombre sufre y padece
porque ignora la situación de su alma, de su propio centro. De que el alma es
libre y autónoma, pero que por una especie de absurdo desplazamiento, por las
locuras cultivas de su tiempo, no se acuerda la verdad ni reconoce su alma. El camino
del centro, así, no es otro, que la capacidad del hombre de recordar la verdad,
que en él reside como el centro mismo de sus ser –centro que al artista
reitera, repite en sus fotomontajes, una y otra vez, para romper la rutina de
la petrificación del tiempo íntimo, para activar su valor: para volver a conectar
con nosotros mismos, suturando la escisión contraída por el olvido y el absurdo
del mundo, para poder abrirse y brindar la intimidad a los otros, para volver a
la fraternidad de los hermanos. Porque la verdadera libertad, al llevarnos al centro
de nuestro propio ser, nos pone en contacto también con los principios, con las
normas o, si se quiere, nos aleja de la estática, del ruido de fondo de la
condición profana, de la dialéctica infecunda del devenir, dejándonos entrar en una zona sagrada, en un
templo, que es la realidad absoluta, metafísica, que es el principio ontológico
que preside al hombre y lo trasciende.
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