La Cifra de las Horas y el Puente de los Años: Ricardo Milla
Los Tres Tiempos: el Tiempo Social
Por
Alberto Espinosa Orozco
(2a
de 13 Partes)
II.-Los Tres
Tiempos: el Tiempo Social
La parte medular de los experimentos y reflexiones y artefactos de
Ricardo Milla giran alrededor del tema, problema y enigma, que es el tiempo. O
acaso sería mejor decir, de los diferentes tiempos, en los que, a su vez, gira
el hombre: el tiempo sagrado de la Iglesia; el tiempo público de la
Institución, de la polis o urbe, que
es el tiempo colectivo, cívico y social, y; el tiempo personal, intimo, de la
vida familiar, personal, privada.
La primera estación del camino, titulada “La Estética de la Estática”, fue realizada en el año de 2007. Se
trata del registro, mediante una filmación a toma fija continua por 24 horas,
del hermoso Reloj de Torre porfirista que se encuentra en la Estación de
Ferrocarriles de la ciudad de Durango -construida entre 1918 a 1925 en estilo
ecléctico ingles afrancesado, notable por su cancelería en el gran vano de
medio punto de la entrada, dirigida por Felipe Pescador en su tiempo de gloria,
y que ahora son oficinas de SEDECO. Las imágenes corresponden así al reloj público, que paró su movimiento a 1:26 horas,
en algún remoto confín del día o de la noche del ayer lejano, del que no se
guardo registro de memoria. Sobre ese material fílmico de todo un día de duración, el artista realizó una
segmentación en 24 gajos, hora por hora, distribuyéndolos luego para su reproducción simultánea en 24 reproductores
de DVD, para formar con ellos un círculo estrecho, en donde se inserta el
espectador
Compleja composición,cuyo artilugio forma una impresionante “máquina del tiempo”,
donde al reproducirse simultáneamente cada hora del día se da una compresión o
condensación del tiempo, transcurriendo la reproducción de la duración entra de
las 24 horas puntuales del día en una hora, teniendo como efecto el despliegue
de una energía o fuerza de tremenda densidad cronológica –semejante en cierto
modo a un hoyo negro, devorador del tiempo, por cuya densidad las cosas tienden
más bien a disiparse. Gramática cinematográfica, o “crono-paisaje” al decir de
Naief Yehya, que al formar una especie de anillo o círculo de poder cronológico
alrededor del espectador, lo aísla, abstrayéndolo por completo del mundo en
torno, para concentrarlo en un centro: el de el yo interior, en sus impresiones
asociadas a la localización geográfica del reloj urbano y a sus pasillos de
memoria. Hoguera ritual abrazada por las horas, Stonehenge en miniatura, donde
el continente de las horas se yergue en cada reproductor como una columna de
arenisca, viendo desfilar tras el reloj ferroviario, como entre bambalinas, la
vida social, el comercio material y de las ideas y el crecimiento citadino,
dejando en el centro, como un vaso en un altar, a la persona, solitaria,
consigo misma.
Observatorio para meditar, pues, sobre el centro de nuestra circunstancia
inmediata; de la urbe como cruce de caminos, de lo social como el lugar por
excelencia de integración de las diversas personalidades, en el comercio que
forja lazos estrechos entre las personas, fomentando el desarrollo económico, en
la formación de la educación y los intercambios de ideas, tanto en la política
como en la cultura; también para reflexionar hondamente en nuestro propio
centro, radical, en el único centro real que existe, que es el de la persona, y el de nuestra realidad misma, que es social y esencialmente constituida por personas.
La fabulosa instalación “La Estética de la Estática” nos habla,
así, en un primer momento de la misma constitución ontológica-metafísica de la
realidad para el hombre: que está integrada por objetos para sujetos, sujetos
entre los cuales aparece cada uno de nosotros para sí, a quien se refiere el
resto de la realidad universal, destacándose cada uno para sí mismo. Sistema,
pues, realista, en donde se pone al centro la realidad de la persona, a la que
es dado el universo entero. La realidad, en efecto, es realidad de sujetos y
para sujetos –no en el sentido de la inherencia de la realidad a los sujetos,
mucho menos de inherencia a un sujeto de la realidad de los demás sujetos o la
realidad toda, sino de referencia de los sujetos a la realidad distinta de
ellos. En lo dado a cada uno de nosotros, destaca uno mismo, primero para sí en
cuanto cada uno, y los demás de nosotros, a quienes están dirigidos nuestros
actos intencionales –no siendo, insisto, inherente los demás a cada uno, sino
al contrario, haciendo referencia a la pluralidad de sujetos realmente
distintos, ni inherentes uno a otro, ni menos todos a uno. O que la realidad es
una y plural: la unidad de la realidad está dada por ser de nosotros, como
unidad y comunidad cultural; la pluralidad de la realidad está dada por ser la
realidad para cada uno, subjetiva y diferente de la de los otros, pero en
unidad con la pluralidad de la realidades constituidas por nosotros, que es el
ser social.
En un segundo sentido, cada uno de nosotros nos distinguimos como sujetos no sólo en
un momento determinado del tiempo, sino a lo largo del tiempo, de sus momentos
simultáneos y sucesivos en que vamos coincidiendo con los otros, que es la
índole histórica de nuestra realidad como sujetos y de la realidad universal
toda. Es decir, que la sociedad humana se presenta como sociedad histórica
–pues como temporal, histórico se presenta todo lo humano.
Sin embargo en la obra de Milla, su fantástico artefacto introduce una paradoja
y una anomalía: la imagen de un tiempo que, dentro de lo social e histórico, aparece
no sólo como socialmente mermado o polvoriento, sino incuso como detenido, como
atrofiado: “estático”. Imagen, pues, de
un tiempo bloqueado, donde no pasa nada, o que cuando llega esta ya etiquetado
de caducidad y remitido al monótono pasado, donde el tiempo sin fluir
normalmente más bies se atora, se atasca, afectado por una especie de arcaísmo
del sentido, de petrificado formalismo, de convención vacía de insustante
consistencia.
El día entero aparece entonces como un multiplicado caleidoscopio, cuyos
momentos tornasolados simultáneos equivalen, sin embargo, a un parpadeo, a un
instante, pesado por su volumen y pasado por su falta de realidad, por no haber
sido bien a bien nunca presente. El fenómeno físico de las agujas del reloj de
la Estación de Ferrocarriles, ha cesado su marcha, dando cuenta en su
morfología estática, en cierto modo contra natura, de una abstracción de lo
real: del tiempo, de la historia, de la sociedad y, por lo tanto, del hombre
mismo. Abstracción de lo humano, en una palabra, donde quedan ausentes,
detenidos, los actos en qué consiste fundamente su naturaleza: el tener por
objeto de sus actos otros hombres, no sólo coetáneos, sino distantes, que es el
diálogo entre generaciones diferenciadas, justamente, por virtud de la
historia.
Imagen en cierto sentido de una vida
retrogradada, primitiva, salvaje, en el que las generaciones, ausentes de
historia, se identifican unas con otras en una especie de inmutabilidad
milenaria. Generaciones afectadas por el atavismo de costumbres del hombre
viejo, que hacen siempre igual, dando por consecuencia generaciones idénticas
entre sí, que no se diferencian, como los animales, permeándolo todo con una
polvosa capa de ritualismo ocioso e, incluso, de oscuro paganismo.
Tiempo de corte en las comunicaciones, pues,
donde la misma Estación de Ferrocarriles ha sido echada al trastero de las
cosas inservibles, donde los trenes olvidados, ferrosos, cascados y oxidados, aparecen como muerto símbolo de
la interrupción de los procesos de marcha hacia adelante. Tiempo aletargado,
narcotizado, de indiferencia ante los otros y de sordera ante los mensajeros de
prosperidad, de desarrollo obstaculizado, de cerrar los ojos para no mirar lo
que hay fuera de nosotros mismos -de inherencia de la realidad toda a un sujeto
fantasmal e inencontrable, bajo cuyo vacío crece, como la mala hierba, de forma
incontrolada, las ilusiones presas en una rancia fantasía de la infancia, la
ignorancia de sí y la falta de auténtica libertad interior.
Tiempo perdido; sobre todo, tiempo muerto, sin vida, en razón directa de la falta de reconocimiento
de los otros, por el feroz desconocimiento de la persona humana en cuanto tal y su consecuente falta de aprecio estimativo y práctico. Tiempo sin verdadero intercambio y comercio en la comunicación de los valores, las ideas y los ideales de la vida, que constituyen el foro la una cultura viva. Tiempo, pues, de materialismo exacerbado y del encriptado egoísmo en ruinas, que merma al tiempo por una especie de grieta fatal
en la comunidad, al escindir al sujeto irremediablemente de los otros. Fenómeno aparejado, así mismo, a la voluntad de dominación, consistente no sólo de no querer entender al otro, pero ni siquiera
de escucharlo, cuyo espíritu hostil o no fraterno, al endurecer la nuca y
entrecerrar los ojos oscurecidos, ve en el otro a un extraño, al que se dispone
a maltratar o envestir, agachando la cabeza como en la marcha cuadrúpeda, por
anhelo de una personalidad única, original, absoluta, superior, de esencia dominadora.
Producto de una torturada voluntad maquinal, esclavizada por los apetitos del
alma inferior, que insensiblemente se contagia por el imperativo de la
intolerancia, difundido por inflexibles ideologías de la guerra y del absoluto:
de la identificación de los demás a uno solo, bajo cuyo subterfugio dogmático
el individuo aislado intenta sobreponerse a los demás, sin residuos, totalitario,
en un feroz individualismo inquisitivo, motivo de la soberbia, que termina en
la psicofagía, o el devorarse unos a otros las propias almas.
Tiempo altanero, también, en el que los principales van tras el soborno
y las recompensas, que aliándose con ladrones justifican al impía por cohecho,
que no se enteran de la causa de la viuda y quitan al justo su derecho. Tempo ajeno, pues, al espíritu de la
fraternidad, que no es el de la identificación de los demás a uno sino, por lo
contrario, de identificación uno a los demás -en donde se encuentra el tesoro y
los motivos profundo los valores humanos: de la solidaridad, del amor por el
bien común, de la justicia incuso y de la conformidad con la realidad,
multánime de suyo, coincidente con los ideales de la comprensión mutua entre
los hombres, de la tolerancia e, incuso, del respeto hacia las personalidades individuales,
promotores de suyo de la diversidad y riqueza,
real, de la misma humanidad.
En un segundo sentido la “estática” nos remite al detenimiento de un tiempo
latente, en cierto modo presente aunque agónico, que ya pasó, preso en la
nostalgia de otros días y sin posibilidades reales de resurrección. Atiende
entonces al curioso fenómeno local, de retardo y de buen gusto, de heredar sólo
lo mejor de nuestro pasado histórico reciente, deteniéndose en las décadas de
los 40´s y 50´s, en donde, si bien es cierto hay algo de limbo, de columnas de
cantera atrapadas por las telarañas, de sacrílego sarcófago vampírico y de limo
cenagoso, en una palabra de tradicionalismo ajado, también lo es que cumple la
función de repliegue y de dique cronológico, como resistencia a la feroz
aceleración del tiempo moderno. Recinto o nicho y reservorio de un sin fin de
expresiones estéticas, valores y costumbres, donde se preserva el alma
verdadera de lo mexicano que, a pesar del absorbente centralismo y las
mortíferas ideologías del pensamiento único dominante que vienen de fuera, a
pesar del onirismo fantasioso, quisquilloso, melindroso, introvertido, que
viene de dentro, sobrevive como una esencia inalterable, durmiendo en el seno
de la santa provincia durangueña como una semilla árida, que sólo necesita de
las caída de las fresas aguas bienhechoras para su germinación.
Máquina del tiempo, extraño artefacto de la duración es la de Milla, que
refleja también entre sus ondas de luz electromagnéticas el tiempo de espera,
pues, de un provincialismo sano, participativo, incluyente y fecundo, alegre y
tónico, a la vez contenidamente modesto y desparpajadamente festivo que,
venciendo a molicie de la inacción y la bárbara cerrazón del irracionalismo
voluntarista, matriz tumefacta de la exclusión, logre
activar sus valores sustanciales, de infinito amor por el terruño.
Cámara negra, pozo sin fondo, es entonces la máquina dinámica de Milla,
por la que vertiginosamente pasa el tiempo comprimido y desfilan, por medio de
los vasos comunicantes de la asociación de ideas, sus imágenes más laceradas y
adoloridas, provocando el escozor de la desdicha, en sentimientos de
desequilibrio y desazón emocional. Pero que al hundirnos en el vacío de
nosotros mismos, nos insta con urgencia a salir a flote, de aferrarnos a la
tabla suelta en el naufragio o al clavo ardiendo en la memoria, para poder resistir
a los embates incesantes de la tormenta moderna, para salir adelante y respirar
los aires nuevos que, rompiendo el atroz ensimismamiento, nos instan a la
acción colectiva, edificante, del porvenir. A despertar, pues, del mágico
letargo, para vivir el tiempo de otra forma, de activa solidaridad, de
transparente hermandad con los hermanos, y de reiterado esfuerzo en la tarea de
la convivencia formativa, para darle un sentido real al tiempo sobre el
horizonte de la una nueva cultura por venir en el centro mismo de la comunidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario