La Caverna: Sobre la Ceguera Moral Contemporánea
Por
Alberto Espinosa Orozco
El reproche tradicional al positivismo,
filosofía dominante del hombre moderno y de nuestro siglo, era o mundo, ha sido
su ceguera para los valores –no tanto para los valores en general, pues acepta
los suyos, a conveniencia, negándose a reconocer el de los otros, cuya
expresión máxima es su ceguera y sordera para la metafísica, lo que no deja de
implicar otra ontología, antropología y metafísica de peculiares valores sui generis.
El sociólogo Zygmunt Bauman, recientemente
acaba de alertar sobre este crudo fenómeno del mundo contemporáneo y del hombre
moderno. Lo que en el núcleo de la ceguera moral es lo que el pensador de
origen polaco ha llamado “adiafora” moral, que se sigue a pasos contados de la
“anedonia” vital, y que consiste en rehuir el juicio moral, en no evaluar
éticamente los actos humanos, lo que no sólo implica una grave insensibilidad
moral sino también, consecuentemente, dejar al hombre sin orientación moral
alguna, puesto que la suspensión del juicio moral conlleva una suspensión del
juicio respecto de los fines morales del hombre –todo ello en congruencia con
el pensamiento débil que acosa por todas partes a la tardo modernidad, habiendo
una programática sustitución de las humanidades y su valor educativo por el
mero adiestramiento, capacitación o instrucción técnica en las universidades.
Bancarrota de las humanidades. Sin embargo, hay que delatar a nuestra vez, que
tomar los actos humanos como neutrales, indiferentes o indistintos moralmente
no puede lograrse si antes no se ha reducido al hombre a lo meramente natural
–naturalismo, a su vez, que implica una cierta concepción de lo humano que en
poco o nada lo distingue de lo meramente animal o, en su defecto, de lo
mecánico.
Los hombres, como en algunos cuadros de Edward Hopper, pasan a ser
“inocentes bestias angélicas”, seres que pasan por la calle, apremiados por sus
instintos e impulsos egoístas primarios, carentes de vida interior o
interioridad, subsumidos en las esferas públicas, que van del trabajo y a la
fábrica a las alas cinematográficas de esparcimiento, a los nocturnos cafés,
donde se encuentran como los “Nighthawks” o “Halcones de la Noche”, que no son
otra cosas que la prefiguración de la adiafora o insensibilidad moral
desarrollada por Bauman, la que en otro registro también puede verse como un
esteticismo apráctico.
Porque no evaluar éticamente los actos
humanos, especialmente los propios, no puede ser sino un fingimiento, una
ficción. Propiamente se trata de zafarse del compromiso moral y, por tanto,
actuar sin ningún compromiso moral o, yendo más lejos, de forma perfectamente
irresponsable –actitud sólita en políticos, embaucadores y engañadores de toda
laya, pero también en el esteta, permeando todo aquello hasta el hombre común. La
falta de sentido o de entendimiento de los valores morales, con ignorancia del
bien y hasta desprecio, no puede causar sino una profunda inestabilidad y
desequilibrio axiológico que afecta a todos los sectores de la cultura y de la
vida.
El criterio de bondad moral es así
sustituido por el de utilidad práctica, derivándose de ello éticas pragmáticas
y utilitarias, en las que pretende darse una justificación moral al hombre
actúa movido exclusivamente por sus intereses egoístas o su conveniencia,
formándose con ello extrañas constelaciones de asociaciones, rarificadas por la
comunidad de interés utilitarios o meramente existenciales, naturalizándose de
tal forma toda la gama de costumbres desviadas que quepa imaginar y, por tanto,
abriendo la puerta a que cada quien haga lo que se le dé la gana. De todo lo
cual se deriva, no menos naturalmente, el permisivismo social, que va de la
escueta inclinación a la pasividad e indiferencia respecto del mundo en torno
hasta el franco y más decidido colaboracionismo en empresas de dudosos
objetivos morales, y hasta abiertamente inmorales. Reino del permisivismo que
es también el de la impunidad.
En el fondo no se trata sino de la
excarcervación del valor de la existencia sobre la esencia, o del existencialismo
desviado, extremo, excéntrico, vanguardista, sujeto a la contingencia,
contradicción y caducidad de la temporalidad, pero también a la angustia
constitutiva de un ser que, entonces, al naufragar en el devenir no puede ser
sino para …, para…., si, que no puede sino ser para la muerte. Que propiamente tal vez ya no puede llamarse hombre, al
ser sin esencia, al no tener propiamente género o especie, sino solo existencia
o mejor, historicidad. Preocupada por las menudencias inmediatas de la vida,
ocupada en su proyecto personal de vida y por hacerse valer, haciendo con los
objetos a la mano, y cuyo destino no puede ser otro, como el tiempo, que pasar,
que dejar de ser. Pero sobre todo, al tener como único rasero de medición la
existencia, donde ninguna vida resulta mejor que otra, más significativa, más
sustancial, más necesaria, homologadas todas ellas por el valor horizontal de
la vida, sin posible vector ascendente: donde son equivalentes el lépero, el
crápula y le pendejo, al genio, al héroe o al santo. Donde no importa, por
tanto, que razones dar, donde no interesa dar razón, donde no importa no tener
razón.
Mundo, pues, peculiarmente frío, muerto, sin vida, o desordenado,
desjerarquizado e inarmónico, desgraciado, degradado, decadente, subhumano, feo y contradictorio o, en una palabra:
inmundo. Donde vale igual una cosa que otra, una vida que otra, dando a
colación la adversidad a la inteligencia y la crítica, las que sólo se ejercen
presionadas por intereses y buscando conveniencia, empecinado correlativamente
en la injusticia de mirar lo malo, en una especie de final perversión del
gusto, de un gusto masoquista, sádico, que no gusta, mezquino, miserable, que
destruye o embota al pensamiento. Mirado a gran escala, pariendo una sociedad
deforme y embotada, distraída en todas direcciones por la inercia vertiginosa
de los medios de comunicación, que así dejan de serlo, donde no es posible la
reflexión porque no es posible detenerse a pensar por un momento, en una
cultura crecientemente de imágenes.
Donde el
cine, el internet, los Smartphone, la radio, la televisión bombardean a
todas horas los sentidos, donde las cosas no pueden así valorarse
concienzudamente o reconocerse en su propio valor, sino que son impuestas por
el vértigo informático y el llamado arte del espectáculo, apelmazador de masas.
Donde se vuelve una costumbre social ver representaciones de crímenes, horrores
y de violencia, de destrucción o pornografía, de terror, en una especie
solapada de espectáculo de la crueldad, que remata en el consumo de drogas, de
anabólicos, de esteroides, de tranquilizantes, de estimulantes, de promoción
del turismo sexual y de aventuras, acostumbrándose el individuo
existencializado y sin verdadera vida interior, ya masificado, pues, a mirar lo
vulgar, lo morboso, el sufrimiento o la abyección de otros, hasta el extremo de
gustar de ello, en detrimento directo de la virtud de la templanza que nos
insta a la contemplación de cosas superiores, más espirituales, y que
constituye todo un complejo y carácter, de singular bajeza, de nuestro tiempo.
El antro, el bar de cavernícolas donde los estímulos sensoriales alcanzan su
más alto grado estético en el “ruidísmo”, en el machacar de sonidos fabricados
por las máquinas, inéditos, inusitados, que a todo volumen busca una especie de
convulsión o conmoción corporal y que induce irracionalmente a refugiarse en la
suavidad de los cuerpos entre las satinadas sábanas. Otra de sus expansiones se
encuentra, finalmente, en el consumo de sensaciones y emociones intensas, de
todo género y especie, que indican una concepción torpe de la felicidad, causantes
de la insensibilidad moral respecto del entorno y de un pensamiento
inexistente, de un irracionalismo que se antoja ya insuperable, de búsqueda
compulsiva por el consumo de sentimientos cada vez más primitivos y hasta de
puras sensaciones corporales, cuyo único valor estiba en la vivencia personal,
profundamente egoísta en el sentido de ser excluyente de todo compromiso con el
otro y por tanto abismadamente irresponsable. Concluyendo retozos y diversiones
en la “anedonia”, que es el aplanamiento de los sentimientos y el valor de la
existencia, manifiesto en no poder gozar de la vida o en la que sobrevienen los
sentimientos de angustia o de fatal desesperación, de encierro, confinamiento e
incomunicación.
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