Sobre
la Enfermedad de los Ojos
o del Tenebrismo de los Sentidos
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
El hecho de que homosexualidad exista en 450
formas y su rechazo en una sólo prueba la particularidad y el hibridismo del
pecado en contraste con la unicidad y la universalidad del juicio y del
concepto. La homosexualidad ha sido una tentación vergonzosa y opaca, oculta,
en la sociedad occidental moderna -hasta que llegamos a la desvergonzada
posmodernidad y al exhibicionismo contemporáneo, donde abiertamente se pretende
vindicar cosas en absoluto carentes de todo valor e incuso premiar el mal, con
su consecuente correlato de castigar al bien (en profética sanción de la
trasmutación de todos los valores adelantada por Nietzsche).
II
El robo, por su parte, ha alcanzado tales
niveles de sofisticación en dependencias gubernamentales e instituciones
académicas y de toda laya que es casi visto como una mera costumbre local
meritoria, como un uso folclórico más. Sea como fuere, lo que interesa destacar
ahora es la vinculación de ambas tentaciones con una cierta perversión del
sentido del tacto (y del sentido en general), que de empezar por ser una
especie de codicia, de prurito o comezón de los dedos, ya sea por pellizcar,
palpar o sustraer, llega a infectar a los otros sentidos, especialmente a los
sensibles ojos, cuya expresión en la mirada ya no es de contacto, sino de
distancia.
Así, lo que tenemos entonces es la llamada
"codicia de los ojos", dándose entonces en el sujeto infectado el
irrefrenable impulso de desear lo que no hay motivos ni razones para que sea
suyo, pues ni se lo ha ganado ni ha trabajado por ello, o no ha adquirido un
compromiso, mediante un contrato, para convivir con ello (o ella). Deseo de
posesión, pues, totalmente irresponsable y finalmente pernicioso que infecta
también el sentido del oído, dejándose seducir el infractor no por la voz de la
conciencia, sino por los rumores desarticulados del inconsciente, sumiéndose
más pronto o más tarde en las rarefacciones de ese antro de fieras.
Deseo malsano a todas luces que termina por
ligarse a la envidia y a la vanidad, tan sólito en las dependencias
gubernamentales, en su doble vertiente de exaltación de méritos inexistentes en
la propia persona y de anulación del otro, en donde el empleado público
encargado de realizar la papelería pasa de pronto a presentador y luego...
caramba... por qué no?... a artista inspirado... codiciando así aquello que no
hay razón alguna para que sea suyo o para que le sea dado. No es infrecuente
encontrar en esa estirpe de frustrados congénitos al pobre diablo metido a
filósofo, ni al macuarro de la torta o al sifilítico anarquista metidos de
pronto a tañedores de abstrusas cantilenas, a curadores de augustas galerías o
a experimentales Picassos de bolsillo.
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