El Naufragio de la Modernidad Líquida
Por Alberto Espinosa Orozco
I
La idea del fin de la postmodernidad, de los
agónicos estertores de la también llamada tardomodernidad, se presenta como un
agónico declinar de la cultura, que sume
al mundo en el oscurantismo y la barbarie. Su mejor imagen es la del naufragio,
pues de lo que se trata en el fondo es de una generalizada pérdida de las
orientaciones morales y estéticas que conduce al extravío de la acción, tanto
individual como social
Uno de los rasgos más característicos de la
edad contemporánea y nuestra es el de la indiferencia, ese aplanamiento del
ánimo que inhibe la reacción ante estímulos que merecerían o ponerse de relieve
o ser abiertamente censurados, en una especie de neutralidad que hace de los seres
humanos maquinarias apáticas, situadas por decirlo nietzscheanamente “más allá
del bien y del mal” –en una especie de moral inmanentista, en el fondo
profundamente hedónica y egoísta. Porque lo que oculta esa indiferencia es en
realidad la vindicación del más rampante de los subjetivismos, condicionado y
hasta contralado, naturalmente, de manera social, pues “no es la consciencia
del hombre la que determina su ser; sino su ser social el que determina su
conciencia”.
II
La raíz de tal indiferencia axiológica, de
tal aplanamiento del ánimo y de indolencia e irresponsabilidad social, de tal
desorientación generalizada en materia de la acción humana, hay que buscarla en
el lenguaje: en la moda de la indistinción, perfectamente afilosófica, si no es
que antifilosófica, aneja a la explosión del existencialismo, de priorizar al
aquí y ahora de la existencia concreta sobre el ser ideal de nuestra esencia o
naturaleza. La indiferencia va así ligada a una especie de licuefacción de las
significaciones, entronizada por la estética tardomoderna. Sus síntomas son la
falta de distinción, que se revela en el tuteo y codeo en el ámbito de lo
público y en la ceguera para los valores en la esfera de la vida privada, donde
por la presión social o la ambición de hacerse valer se pasa por encima de los
valores más caros consagrados por la tradición, en una especie de profanación
de todo aquello que se ha considerado milenariamente como sagrado –que van
desde los lazos de sangre a la veneración de los mayores.
III
Indiferencia que es también falta de
discriminación o de discernimiento; en una palabra falta de logos, de definición.
Sobre todo, falta de definición, y por
tanto de conocimiento, respecto del concepto, de la idea, de la figura, de “persona”.
Nada tan común y corriente en nuestro
tiempo como el desconocimiento, no sólo epístémico, sino estimativo y práctico
de la persona –en una especia de helada del espíritu respecto de la
consideración que unos hombres tienen por los otros, cuyo núcleo habría que
buscarlo en la moral del utilitarismo.
Así, nos encontramos el día de hoy ante los
turbiones de la modernidad líquida, cuyo clima de borrasca y de tormenta se
anuncia detrás de subliminales arcoíris y falsos coloretes. Se trata de la
semántica líquida, del reino donde, a partir del uso repetido de la propaganda
no menos subliminal y la vanguardia estética, las palabras pierden sus
significados propios para volverse equívocas, juntando dos vocablos
extremadamente alejados entre sí hasta volverlos uno -como querían los
surrealistas. Así, los conceptos rectores de la vida práctica y por tanto de la
plenitud humana se vuelven tan movibles que llegan al grado de convertirse en
sus contrarios, abarcando una extensión que le es impropia y una intención,
como repito, equívoca. Y así, los ambiguos triángulos de convivencia promovidos
por la promiscuidad o por el colectivismo, donde conviven alegremente en
sociedad sexual el yo, el tu y los otros, se le hace entrar a un concepto que
bien a bien lo repugna, en el fondo para una muy cuestionable vindicación
social de costumbres milenariamente consideradas como deletéreas y disolventes
de la raíz misma de los social. Es el triunfo superrealista de la disolución
del lenguaje, pues, lo que acarrea paralelamente si no el encumbramiento de los
disolutos si al menos el exhibicionismo
laureado de sus costumbres, en un ya cínico premio al mal.
IV
Se trata en resumen del colosal intento, tan
conforme con la rebeldía de lo moderno, de poner en el centro lo excéntrico, lo
superficial, lo extremo, lo contingente, lo existencial, lo frívolo. Su paradójica
batalla ha sido lenta, pero rentable: desde el la consolidación de la figura
del rebelde agasajado hasta su manifestación estética en la fatuidad de las
vanguardias artísticas, que en nombre de la genialidad consagran la puntada y
la ocurrencia en franco desdén de la espiritualidad de la obra y de la maestría.
Tendencia que culmina ahora con un franco boquete, un hoyo negro, que se abre
en medio del derecho con la peregrina idea de los matrimonios homosexuales, que
no ha lugar.
Las olas altas de la modernidad líquida no
harán con ello sino encresparse, en una galopante indeterminación semántica que
arrastrará en su resaca al derecho mismo, la constitución misma de los derechos
humanos, cuyo capítulo concerniente al derecho a la libertad de acción y
pensamiento se revela como un mero contrato que no compromete esencialmente a
la persona, como un derecho a relativizar la palabra misma y a una libertad a
todos inferior, descendente, motivada por los impulsos e instintos primarios de
la especie y además desviados. Secularización desviada y sin espiritualidad
alguna, es verdad, que nos enfrentará, tarde o temprano, a un clima de borrasca
y de tormenta, quiero decir, de pérdida y de extravío generalizado.
V
No se trata ya de la imagen moderna de
perderse en un bosque, de caminar en círculos al amparo de la noche donde, si
se han perdido los puntos fijos de orientación al menos se camina sobre un
elemento estable, firme, sobre un suelo cuyo espesor seguía siendo el de la
tradición.
El desarrollo de la modernidad, en la
llamada postmodernidad, exacerbando a grado sumo las ideas del cambio, la
novedad, de la rebeldía y la rareza, de la excepción a la norma y de la
excentricidad, ha conducido a una situación en verdad inedia: al extravió ya no
solo de los puntos orientadores de la tradición, cardinales para el perdido,
por volverse vagarosos, tornasolados o cambiantes, sino del suelo mismo en el
que se desplaza, que es el lenguaje.
O dicho de otra forma: la superficie lógica misma
de la modernidad se ha vuelto inestable, contingente, azarosa, liquida. El
extremo subjetivismo de la modernidad triunfante, producto de la secularización
universal desviada, carente de normas de acción objetivas y desolidarizada del
mundo de la vida, ha conducido así a una especie de infame relativismo, donde
tanto los discursos como la jerarquización de las personas ha quedado abolido
en favor de un existencialismo más o menos gregarista, marcado con los estigmas
del hedonismo ciego, de la asociación fraudulenta, o de la franca
corrupción -todo ello en detrimento de la verdadera naturaleza
humana o de su esencia que, sin desarrollar, queda frustrada, ayuna de sí misma
y sin esencia, flotando en un elemento de suyo fluctuante en el que el perdido
se sostiene entonces sólo sobre sí mismo, apoyado en la frágil barquichuela de
sí mismo, de su nuda subjetividad, como si fuera el cuerpo frágil de un
náufrago a la deriva, en una mar no ya sólo infestada de tiburones, sino cuya
resaca lo jalona inerme hacia las profundidades sin fondo del pavoroso Ponto
-que sería la perdición definitiva.
La modernidad líquida, con todos sus cambios
y novedades, modifica al hombre superficialmente, que marcha a los extremos y
excentricidades de la inmanencia para luego regresar a un centro más estable de
la persona -pero, como repito, al caer de barriga a las aguas encrespadas y las
resacas poderosas de su fluctuante superficie movediza, puede también modificarlo
de raíz, para caer no en el fondo de sí mismo sino en la alienación de su propia
identidad como persona, en el fondo sin fondo del abismo, al perturbar el tuétano
o alma misma de su esencia.
Arrojado por las olas a la isla de Juan
Fernández, excluido de la comunidad, del depravado mundo social de los
equívocos lingüísticos y de las componendas del capital, le queda al naufrago sin
embargo una esperanza: que es el recurso de la reflexión, quebrantado el mundo
entero secular del consumo y de los placeres epicúreos, para entonces hurgar en
la memoria y buscar en sí mismo y en la naturaleza propia de las cosas del
mundo el origen imperturbable de un centro y de un dentro, donde germina la
vida, para tocar de nuevo los hilos radiales que nos conectan con el universo y
con nosotros mismos, y con la esencia de la naturaleza y del ser humano, como
si se tratara de una tierra negra, de un limo nutritivo, a partir de cual, otra
vez, echar raíces, superando la triple escisión que nos aísla del cosmos, de
los otros y de nosotros mismos, para poder crecer y estar despiertos,
resistiendo a los poderes y espectros de la noche que culmina, y estar atentos
a la hora de la aurora que, allá en el horizonte, lenta pero indefectiblemente,
se ilumina.
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