El
Criterio del Bien y el Mal
Por
Alberto Espinosa Orozco
"La
moral es esa voz sublime, que impone respeto, que nos amonesta invenciblemente
aunque queramos callarla y tratemos de no escucharla".
Kant.
La época actual de la post-modernidad y las
ideologías globalizadas del pensamiento único han orillado a la reflexión
filosófica contemporánea a concentrarse en un pequeño racimo de temas
cardinales donde poder encontrar un respiradero a la presión histórica y
generacional de nuestro tiempo, que pesan en la conciencia como si fueran
verdaderas lozas de granito.
La filosofía de la educación se presenta
como una reflexión sobre la formación de la naturaleza humana, y por tanto como
una teoría de la esencia misma del ser humano, de los propios o exclusivas del
ser humano derivadas de su esencia, planteando a la educación misma como la
utopía necesaria sobre cuyo fondo realizar los ideales de paz, libertad y
justicia social. Filosofía de la educación, pues, que constituye por sí misma
el marco de una filosofía de la esperanza, que permita un desarrollo humano más
armonioso -marco sobre el que articular sistemáticamente una serie de
expresiones (del pensamiento no menos que de la palabra bella, sin excluir las
expresiones artísticas y las mímicas del cuerpo humano), potentes para hacer
retroceder a los flagelos actuales de la humanidad, que van de la competencia
atroz a la pobreza, de la miseria y la marginación a las opresiones ideológicas,
y de la exclusión y a la incomprensión generalizada y al espíritu de la
discordia.
Para avanzar sobre el salvaje río encrespado
del oscurantismo contemporáneo no queda sino abrir la reflexión; primero, a la
autocrítica de nuestra edad y de nosotros mismos, afrontando los peligros
ínsitos en la reflexión solitaria, personal, en primera persona, para un atento
examen y mejor cuidado de uno mismo, en el sentido de llevar a buen puerto una
existencia justificada, en un diálogo del alma consigo misma y con la verdad
personal en un proceso circular, cada vez más profundo, por círculos sucesivos
de concentración, de formación de la propia conciencia –resistiendo en el
camino los rigores de la soledad y de las diversas formas y presiones de la
propaganda ideológica, así como los fenómenos de descomposición social y a la
crisis familiar.
Así, la misión de la filosofía se
encuentra hoy más que nunca ante el único problema, frente al cual todos los
demás parecieran palidecer bajo sus afeites: el del sentido mismo de la vida;
ante el de la orientación de la vida humana y la formación de la conciencia en
el sentido de ser una vida buena, de provecho y justificada, tanto social como
metafísicamente o que no se agote en el mero fluir histórico de la inmanencia.
Para ello es necesario, sin embargo, dejarse
de cuentos e ilusiones, romper las apariencias en una palabra y apegarse a un
criterio moral firme; acogerse, pues, y
ampararse en la verdad inconmovible propuesta por la tradición y arraigada en
nuestra cultura, que pone en juego a la
vez a la razón demeterica, que es la razón de la sin razón, esto es: el
reconocimiento de la falta, del yerro, del error -la confesión
de la culpa moral quiero decir. Lo cual no puede sino mover a el
arrepentimiento, a la confesión, penitencia y expiación del error, que conlleva naturalmente la enmienda en la conducta (que rompe el flagrante círculo vicioso de la confesión cínica o exhibicionista y la consecuente hipocresía que le acompaña como su máscara) -complementada
con una razón de esperanza, de redención, de salvación, que no puede ser sino una razón de
cuño religioso, apoyada en una verdad universal y trascendente. Camino de
redención y reconciliación con lo eterno, pues, que es el camino de la verdadera liberación
interior, de la apertura y del verdadero diálogo también, que rompe los
grilletes del confinamiento e ilumina en las sombras como la chispa de luz, para lograr salir de la
caverna, que es el error y la inconsciencia (ese antro de fieras), donde los hombres van dormidos, tentados por la bestial violencia o se encuentran
sitiados como presos.
Apegarse, así, a la verdad religiosa de la
reconciliación con Dios y el espíritu de verdad, que nos hará libres, como dice el amado Apóstol Juan, reconociendo primero como es que el pecado encadena, esclaviza, domina al alma y la aprisiona, para lograr entones romper sus
grillos y liberarnos del yugo del mal. Reconciliación con Dios y salida de
la muerte o del infierno también, que conduce al plural espíritu de la unidad,
fundando un firme criterio del bien y
del mal morales.
Porque el a priori de nuestro ser o lo que constituye más a
fondo la naturaleza humana, es la dualidad de los espíritus que inspiran nuestra
conducta práctica: el del bien y el del mal, los cuales pueden verse como dos
manantiales metafísicos en perpetua oposición. Como prueba de su existencia
basta la experiencia personal de la intuición moral –que negativamente se experimenta
como estado de rebeldía, de guerra, sublevación o desobediencia ante la norma,
pero también como malestar íntimo, y como temor y temblor en la desobediencia y sensación de abismo en la caída.
Su concepto ético propio es el de pecado,
prestigioso ante el mundo más también peligroso, por entrañar inextricablemente
el sentimiento del remordimiento de conciencia, de la culpa moral y del temor irreligioso, porque en
sí mismo, aunque aparentemente atractivo y premiado, conlleva en realidad castigo, un prurito o ardor interno, un padecimiento moral que consume, causado
radicalmente al separarnos del Padre, al que con la mala acción desobedecemos,
desoímos o damos la espalda. Escisión no sólo de Dios, sino que a la vez
desarmoniza y enfrenta al hombre desequilibrado consigo mismo, contra si mismo,
autohiriéndose por decirlo así, colviéndolo excéntrico o sacándolo de su centro, perturbando profundamente también sus relaciones con la comunidad, disolviendo
los lazos de hermandad o de familia,
teniendo como pírrico paliativo el trabar relaciones cómplices (que van del clandestinaje a las herejías) o de
carácter meramente inmanente (apelmazamiento en la masa o gregarismo), al ser movido el hinchado sujeto de la culpa, en realidad, por mezquinos intereses temporales o ventajas meramente egoístas (la crápula).
Retroceso del humanismo y caída en la
barbarie también, ante lo cual no queda sino ampararse en un criterio seguro, en
una doctrina absolutamente confiable –armándose con ellos ante las nuevas
amenazas de las ideologías contemporáneas, erigidas en portentosas religiones
de la modernidad, ya sean de facciones, de partido o de estado, de tendencia
totalitaria, que bajo la máscara de los privilegios materiales amenazan
despóticamente con corromper y desfondar por completo los fundamentos mismos de
la cultura y de la nobleza humana.
Continuará....
Continuará....
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