lunes, 1 de junio de 2015

Germán Valles Fernández: la Deshumanización del Arte Por Alberto Espinosa Orozco

Germán Valles Fernández: la Deshumanización del Arte
Por Alberto Espinosa Orozco







      El ser humano, como todo, está también expuesto a la falsificación o vaciamiento de su esencia. El peligro del hombre estriba precisamente en desnaturalizarse y dejar de ser lo que es, al grado de solidarizándose con los ordenes inferiores de lo irracional, identificándose con lo meramente animal al satisfacer sólo los deseos de la carne –no pudiendo por tanto sujetarse a la voluntad del espíritu superior.
   La expresión total del cuerpo humano en su pura desnudes originaria puede entonces revelar las enfermedades mortales del alma, que tiene al cuerpo como su órgano de expresión. Así, la carne hinchada o enjuta y consumida revela entonces una anormalidad fisiológica, que expresa el agostamiento o la sequedad misma del alma, deshumanizada por la vía histórica de la erosión del tiempo o por el acento puesto en la existencia nuda del hombre mismo, que no se cuida de su esencia o de su naturaleza esencial.
   Así, en su más reciente exposición escultórica Germán Valles Fernández, escruta en la estructura de los cuerpos vivos del ser humano y en su expresión anímica, el gran fenómeno de la modernidad en crisis. En “La Deshumanización del Hombre”, en efecto, el artista pone el dedo en la yaga de la sintomatología del hombre contemporáneo: en la del cuerpo humano deformado por los excesos o defectos, por el ir más allá en una marcha de la humanidad en su conjunto por tocar un límite, un extremo, excéntrico a su naturaleza propia, y regresar de ellos en completo deterioro, derrotado, funesto, vacío de sí  y sin esencia, roído de raíz o hipertrofiado por los abusos y excesos asociados a la inquietud existencial que terminan por perderlo o destruirlo.[1]
   Sus esculturas componen así una galería del horror, en cuya siniestra pasarela pasan revista las terribles deformaciones físicas que experimenta el hombre y que reflejan también el interior del alma humana que, movida por la concupiscencia o los deseos de tesoros terrenales, da lugar a la corrupción de su espíritu. El hombre así, azuzado por escoria informática, por las falsas doctrinas materialistas y por la propaganda engañosa, se da a la incontinencia de la carne, esclavizándose a los deseos del cuerpo e inhibiendo al espíritu, que resulta impotente para controlarlos, precipitándose en el mundo de la competencia ciega y del consumo. No la escalda del progreso de su naturaleza de acuerdo a la modalidad de lo bueno y del espíritu ascendente de la liberación trascendente, sino la fe en el progreso de su naturaleza material, en la bonanza de la carne, con ausencia de freno ante los deseos engañosos, las ilusiones de la materia y la esclavitud del pecado, en una evidente declinación, contorsión y deformidades de su figura entera, que da cuenta así de sus enfermedades íntimas, secretas, y de sus trasgresiones morales, o del extravío de su esencia por la testaruda insistencia en el errar y el error.
   Su consecuencia necesaria: la expresión aberrante de las almas obesas, desbordadas por sus deseos, o enjutas, agostadas por su consunción. Así, la figura que preside la muestra es la de una especie de Anticristo: ser grotesco embotado por los excesos de barajas, de verijas y boticas, infectada de abscesos por el amor a los banquetes y culto al vientre, cuyas formas, lamentablemente abotagadas, son exhibidas en la completa impúdica de la desnudez total del cuerpo que, deformado por los vicios, deja al aire su vergüenzas. Ser ventrudo, que viviendo para consumir sin freno sacrifica su cuerpo y su sangre, no a los otros, en el sacrificio redentor, sino a la mera satisfacción de sus instintos e impulsos egoístas. 






   La caravana sigue así con el séquito de acólitos de los placeres carnales, que al ser llevados a la manía o al exceso incontinente deforman y violentan el psiquismo mismo, acarreando conjuntamente todo género de deformaciones psíquicas y aberraciones sociales. Marcando con ello una época de abierta decadencia, cuyas perversiones de las costumbres no pude sino conducir a una exagerada confusión de todos los valores que frizan los lindes de la crápula.
  Seres cebados en los placeres de la carne amotinada o en la rebeldía del capricho, con el brillo propio, no de las estrellas inmarcesibles o de los espacios siderales, sino de la grasa y la manteca cochambrosa, donde la equivocidad de las formas expresa la indistinción de los géneros o la indeterminación de las fronteras. Donde la misma esfera social de la familia, antes tenida como una unidad más religiosa que económica, tiende a disolverse, como la cera que no se arredra ente las llamas y en que al formar los cuerpos mismos con la blandura de sus debilidades los va contorsionando, doblando y deformando, como si estuvieran constituidos a partir de los detritus y deyecciones de la sociedad industrial contemporánea.
   Las esculturas así, construidas en la técnica del papier maché, a partir de materiales reciclados de papel periódico, viejos carteles publicitarios de plástico y fragmentos de vidrio molido, recubiertas con un tratamiento de fibra de vidrio, resultan, tanto por sus formas como por el empleo de sus materiales reciclados, representantes de una amarga alegoría, que resume lo que queda del hombre luego de libar las codiciadas sustancias del consumo: el bagazo sin consistencia, la cáscara pútrida, la salea enferma, el pellejo flácido que no puede ya esconder los huesos o el aborto. Continentes cuyas hinchadas o raídas vejigas no llevan por dentro otra cosa que desechos desollados, expresando externamente la legión interna de las debilidades psíquicas y de los vicios que consumen al alma humana, y que manchan y ensucian su espíritu hasta el grado de embotarlo y que son tan alegremente prohijados por las inexplicables convenciones mercantiles de nuestro tiempo, edad y mundo.
   El hombre, así, es ensanchado por el aparato productivo al mundo del mercado, en el que luego de la violenta e inhumana competencia queda libre, con sus alforjas llenas, para satisfacer sus caprichos, quedando finalmente empachado de desperdicios y objetos en descomposición, que son finalmente los que constituyen sus entrañas –vuelto el mismo objeto consumido y de desecho, que luego queda reducido al ser apelmazado en la masa de los seres burlados, degradados a híbridos vacíos o deshabitados de lo humano, reducidos a las satisfacciones y pesares de las almas perdidas, cómplices o itinerantes, conducidas en vehículos de masas como reses, sin destino alguno, presos en sus cuerpos caídos, meramente animales y que sin participación con lo espiritual o lo divino, sufren, ya solos y abandonados, en las urgencias por cubrir los caprichos de sus desatados, ya destartalados y chimuelos, deseos elementales.  
.    Porque al hombre, separado de su esencia específica, ya no más racional sino existencia bruta, reducido a mero existente irracional, llamado por la concupiscencia y esclavo del pecado, no le queda otro horizonte que el propio del alma inferior: encaminarse hacia la muerte. Porque esa zona de confort donde le ha parecido bien al hombre moderno contemporáneo instalarse, es el espacio vacío de una nada muerta, donde se desactiva y neutralizan todo sentimiento y donde la concupiscencia se encadena insensiblemente con el pecado, cuyo oficio propio es dañar al alma, y finalmente cumplir con su propósito, que es dar la muerte.





   Figuras, pues, hechizadas por el espíritu hipnótico y descarnado de la muerte: es Tánatos violento, cuya despótica sombra burladora llama a los hombres a la miseria moral y material, volviéndolos cada vez más confusos, cada vez más embotados, cada vez más vulgares. Instinto de muerte que impulsa a perderse, a buscar la satisfacción en formas cada vez más inhumanas y a buscar el bien cada vez más en placeres más inmediatos, apelando a las estructuras más bajas de la conciencia y más disolventes de la psique y de la convivencia humana, -siendo los prosélitos de la desesperación succionados por el monstruoso remolino del río de los cuerpos, donde multitudinariamente se da la disipación de la conciencia y la barahúnda estridente de la disolución social.
    Expresión última de la metafísica de la modernidad, cuyo masoquismo trascendental se expresa en el vértigo y la aceleración de satisfacciones, pero en un goce que no goza y en una ilusión sin esperanza, cuyas relaciones sociales dominantes no son más que nuevas formas de encender las pasiones egoístas o de esclavizar y manipular a las conciencias.
    Así, la exposición escultórica de Germán Valles Fernández, al frisar los extremos del hombre contemporáneo, da forma y expresión también a los peligros radicales que lo asechan en el camino, terminando por desnaturalizar su esencia, por vaciarlo de si, por vejarlo y aliénalo por completo,  al ser presa de las violentas ilusiones del deseo o de los crueles embustes de nuestro tiempo, cada vez más novedosos, sugestivos y fascinantes, promovidos por las herejías contemporáneas del consumo y, por qué no decirlo, también por el demonio. Muerte del hombre que lo cubre todo, en un arte final que asiste, con una especie  de complicidad morbosa, a sus exequias. 







[1] Germán Valles Fernández, “La Deshumanización del Hombre”. Nueve esculturas en fibra de vidrio. Febrero 14 del 2015. Museo Guillermo Ceniceros (CECARP-ICED). 







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