Manuel Salas:
Surrealismo Costumbrista
Por Alberto Espinosa Orozco
“Fuimos los elegidos del Sol
Y no nos dimos cuenta
Fuimos los elegidos de la
más alta estrella
Y no supimos responder a su
regalo.”
Vicente Hiudobro
I
El artista plástico Manuel Salas Ceniceros
pertenece a la primera generación de alumnos del benemérito maestro Francisco Montoya de la
Cruz, fundador de la Escuela de Pintura de la Universidad Juárez del Estado de
Durango. Camada príncipe que por si misma ha sido punto de referencia, camino y
sendero, luz y guía para los empeñados en la
creatividad, que prestigia a toda una empresa institucional. En tal
primera generación hay que contar indisociablemente a dos grandes figuras
antinómicas por su estilo de vida también pertenecientes al arte regional y a
la anécdota local: Guillermo Bravo Morán y Fernando Mijares Calderón –no sin
mencionar un poco más lejos a la pintora Elizabeth Linden y al artista Armando
Blancarte, pero también a una pléyade de astros mayores y menores que les
siguen: los pintores José Luis Calzada, Jorge Flores, Candelario Vázquez,
Adolfo Torres Cabral, Oscar Escalante, Manuel Piñón....hasta llegar pues al día
de hoy formando con ello un verdadero organismo o constelación social de
valores artísticos con peso, densidad y gravedad propia a escala nacional.
Dentro de aquella primera
generación y en general en todo los artistas enumerados puede sentirse la
poderosa presencia del magisterio de Montoya de la Cruz, pero también la
gravitación y el peso de la Escuela Mexicana de Pintura con sus tres astros en
expansión (José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros). La
asimilación de tal carga voltaica, hecha de energía emocional y cultural visión historicista, ha sido en
todos los casos disímbola y con características personales que los distinguen
tanto en su visón del mundo, en su trayectoria como en sus técnicas. Empero, en
las expresiones más maduras de algunos de ellos se revela el relevo tradicional
con una nota común: la búsqueda sin titubeos de lo que podría llamarse el “
propio paisaje interior”.
De tal suerte, en un polo del
espectro cromático pero también social y político se encuentra la obra de
Guillermo Bravo Morán, quien dio un paso atrás en la memoria para recuperar con
todo el peso y la fidelidad a la tradición la veta más pura de las imágenes
populares y esenciales mexicanas más caras, haciendo reverberar al mismo cordón
de la memoria nacional con cruentos paisajes de la etapa posrevolucionaria y de
la contemporánea nuestra, hasta tocarlas literalmente con las yemas de los ojos
para sentir lo que hay de imparcialidad en el destino yermo de nuestra tierra y
así devolverle a la mirada la profundidad que siempre debió pertenecerle a nuestros ojos.
Por su parte Fernando Mijares,
conservando e incluso magnificando los elementos metafísicos y corriendo hacia
la isla central de un extremo cordial y existencial, asumió la solitaria tarea de exponer a la luz
de la expresión estética las reverberaciones metafísicas de la urbe
provinciana, en la que se posan las invisibles manifestaciones de lo sagrado
como matrimonio del cielo y la tierra (hierogamías)... o de la
tierra y el infierno (kratofanías). Así, si el primero dio forma
.a una etapa histórica de creciente confusión respecto de los bienes que
satisfacen la verdadera naturaleza del hombre, recuperando en su ruda travesía
las piezas arqueológicas que dan sentido a nuestro puesto en el cosmos bajo la
especie de fragmentos reales del mito mexicano (Mural del Palacio de
Gobierno de Durango), el segundo atravesó los fantasmas del espacio
navegando por entre los espasmos de lo maculado para mostrar lo que en el mundo
hay de misterio fascinante (misterio fascinanas) pero también de
misterio terrible (misterio terribilis).
Hay que añadir ahora que el
maestro de la plástica durangueña Manuel Salas agrega a esa generación un
componente existencialista más, con el cual se define la “mística inmanentista”
de su obra: el del abandono moderno de lo sagrado, especificado en el hecho no
de la simple muerte de Dios, sino el de su abandono activo, en consumir
entonces el pan maldito del crimen
simbólico perpetrado por propia mano del hombre contemporáneo y del moderno
negador de Dios mismo o en afirmarlo sólo en lo que tiene de maravilla en tanto
símbolo externo y cuyo culto se obedece de manera mecánicas por simple hábito o
por costumbre. Refugio del inconsciente por tanto en la subjetividad y las
fantasías oníricas de toda laya. Orden de ajedrez fatal o explosivo dominó de
calculistas y adivinos en el que se desprende la caricaturización del hombre y
su apoteosis en sus figuras y modelos más sombríos y desventurados: no la
figura del hombre sino su sombra en evanescentes términos de fragmentos o
fantasmas deshabitados, corroídos de inanidad y sin luz los mismos cuerpos que
Eros exaltaba, mudos de frío por la extinción de la llama de la fe. Y como
consecuencia inevitable de romper el hilo matriz del candil de la luz, no sólo
la fragmentación del mundo en torno, sino lo que es más grave aún: la
desorientación general de la acción humana misma, entrañada en la aceptación
del relativismo escéptico (postmodernidad). No sólo el aplanado pretendido por
los desautorizables perpetradores de la
desjerarquización de todos los valores y la revuelta tolvanera de acosmismo así
creada por los tiempos que corren, que es su corolario necesario, sino también
la prefiguración de la entrada al mundo animalesco, fantasmal o cavernario de
aquellos que han perdido toda esperanza de salvación metafísica.
II
El “paisaje interior” en la obra de Manuel
Salas, definida después de recorrer muchos veredas vanguardistas (Dalí, Miró,
Kandinsky, Remedios Varo, Botero y Abel Quezada) y de ser imantado por los
volúmenes de Montoya de la Cruz y de Ricardo Martines, cae bajo el registro
estético del “realismo fantástico” debido a estar marcada toda su obra por un
manierismo explícito o al ser su técnica una mezcla de elementos donde se combina
la descripción de escenas y personajes de la realidad inmediata con otros
extraídos de la fantasía del autor o con la intención de mostrar o poner de
manifiesto compositivamente realidades presentes más sutiles que rodean o
envuelven a sus personajes a manera de estigmas y enredos sobreentendidos o de presencias fantasmales.
Tentativa de carácter pues manierista pero sobre todo surrealista, cuyo
movimiento vivió en parte de su negación y transfiguración constante,
atendiendo al “dictado de inconsciente” y a la “escritura automática”, pero
cuyo eje común es, más que una lucha entre la exploración de las formas que
expresen lo irracional, un diálogo con lo transrracional que hay en el hombre.
Por ello en su mejor registro
la pintura de Manuel Salas guarda una afinidad cercana con la de sus
contemporáneos estrictos, al ser una búsqueda de lo que las formas dicen por sí
mismas, encontrando que ellas prolongan sus raíces hasta una zona de oscuridad
animal e indiferenciada: territorio de afectos sin significación, salvajes y de
vertiginosas desintegraciones. Zona de lenguaje despedazado, pues, al que sólo
puede llegarse hundiéndose en las formas, donde mucosidad, huesos y pelos son
de la misma naturaleza que los significados, donde la oscuridad mineral y bruta
es una ceguera más arcaica que los afectos viscerales, sin distancia ni voz y
que sin embargo sigue siendo parte de la memoria humana.
Sin embargo, en su obra de
madurez se palpa una actitud cáustica que, sin abandonar el estilo alegórico de
símbolos y referencias de la tradición, evocan el mundo de los sueños y el
inconsciente, dándole a su obra un tono evasivo y enigmático –un poco a la
manera de Marc Chagall. Así, se enfrenta al problema fundamental del mundo
occidental moderno, el cual en su progresiva racionalización del simbolismo y
del lenguaje, se enfrenta a la última etapa de desacralización de lo real,
donde lo sagrado tiene a identificarse con lo profano o se presenta turbiamente
camuflado o de plano confundido con él
–y es justamente en ese foro donde habría que ver como es que puestas
las espaldas contra el límite infranqueable la tradición misma se revela y
exige restaurarse, en virtud de las creaciones que de ese choque resultan o por
las crisis a que dan lugar.
III
Los paisajes y parajes de
Manuel Salas se han constituido así a partir de los ingredientes extraídos de
la extraña excentricidad surrealista y muchas veces alucinante de nuestro
famélico tiempo de excesos, pero también de las atmósferas legendarias envolventes
o iluminadas por un fermento de extraña fosforescencia, amalgamado con luz de
luna o ahogado por la marea del mar de evanescente fantasmas o saturado por el
barro dejado por la tolvanera de huesos o de polvo. Penetración de taxidermista
no en la vida sino en la oquedad y los confusos rastros del psiquismo onírico,
cuyos signos y emblemas de estructura antirreligiosa imitan la epifanía de lo
sagrado de guisa si no profética al menos si adivinatoria, premonitoria. No el
mundo encantado de los cuentos de hadas, sino el hechizado por la comodidad
edulcorada por tic nervioso de las narices de Samanta y en el que hay algo de
las traslocaciones de José Luis Cuevas entre flagelos y chirriones de Jean
Miro.
Mundo hechizado, es verdad, en
el que como en el país que vive dentro del espejo cóncavo de Roberto Montenegro
se ven trastocadas alquímicamente las orientaciones de izquierda y derecha,
pero también de arriba y abajo, pero donde a veces innecesariamente la imagen
edulcorada quisiera imponerse el un inquerido tuteo con la idea, que termina en
una especie de “quítate tu para ponerme yo” –juego de magos chinos también, que
en sus visones alucinantes evocan un poco a su manera el “doble” de la cosa: el
icono o el fetiche del mundo en torno.
Así, en sus composiciones más
características se da, además de la simple inversión especular, frecuentemente
otra: aquella que trastoca los puntos cardinales y de los centros o los
categoriales, desplazándolos así hacia una esfera exterior de perfecta
subjetividad. Inversión del girar del mundo en torno no ya sobre su eje, sino
sobre los estribos o las cornisas de cada mente individual. Mundo, pues, no
sólo desorbitado del cosmos, sino del mismo sentido de comunidad, por extirpado
de raíz tradicional o por prófugo de
pertenencia a un grupo humano amalgamado por una fe trascendente. Mundo
frecuentemente gregario, compacto como el plátano en racimo pero en el fondo
también tambaleante y trepidante o de dientes fofos de calaca, en donde se
dislocan todos los planos como sólo lo puede hacer una temblor de tierra o
mejor el vendaval maniático de las tolvaneras que parecieran apuradas en su
presión de fuga por el sordo y abrasivo grito que gime del olvido. Es el
resoplar del viento feroz, del mal aire enemigo de las leyes que silva
maniáticamente y desde lontananza se presenta súbito trayendo consigo una
malignidad, como si lo empujase la pendiente de la caída hacia atrás de los desmayados o de los cohetes
vertiginosos cuyos saltos mortales estampan sus rictus atroces de animalidad
simbólica –y que pierde, pues, a los que huyen no sólo de las leyes que han
constituido los hombres para vivir socialmente, sino de las normas de los
dioses o de los muertos (la tradición) o de las leyes por las que somos
legítimamente herederos de la especie.
Su resultado en conjunto es el de una serie
de visiones singulares en las que se altera totalmente la visión para que quede todo expuesto, sin intimidad o
a la intemperie, abiertas las ventanas interiores de par en par no sin alarma,
como por la súbita explosión oscura y pedregosa de la ráfaga al entrar con el
fantasma hasta el ropero añoso Insufrible braza negra que al rozar devora lo
que toca, hiriendo por tanto lo más íntimo al tocarlo la intemperie del ruinoso
polvo o erizada de la mórbida mirada y haciéndolo por tanto inhabitable.
IV
Retrato que al mostrar el
terco fracaso de la modernidad triunfante y sus progresos relativos, exhibe
bajo el delirio de arabescos en que danzan absolutas las formas humanas
características, algunas a manera de risibles ángeles caídos seres cojitrancos o de anémicos dioses
enfebrecidos. Seres acaso de excepción en donde brilla la autonomía formal del
carácter, pero en los que se revela como
estigmas la manquedad de lo escasamente desarrollado.
También lento estudio
analítico del “retrato interior” o de la egología y desmesura fáustica que nos
ha tocado vivir como individuos históricos con
nuestro tiempo. Retrato operístico, mural fragmentado de vodevil
lamparoso, pues, en que desfilan las subjetividades de nuestra edad y mundo,
frecuentemente sobresaturado de descargas voltaicas o sobrecargado de luz al
posarse sobre cuerpos que son rostros que son laberintos o plazas que son
calles donde vuelan igual las hojas periódicas de anteayer, los arbotantes de
neón que los fantasmas.
Retrato sobrecogedor de la impudicia
psíquica de nuestro tiempo autárquico y autocontenido en si mismo -donde
gustosamente se catafixian y confunde los grandes arquetipos por los pobres
adjetivos, en el que la larva pretende al ángel, la espora vocifera ser un
cosmos y el gusano pretende la altura del dragón flamígero y en el que todo se convierte en pompa
fúnebre, en esfera de jabón o en castillo al aire. Mundo tiritante de frío y
tembloroso de peligro, también titánico, es verdad, pero titubeante y roído por
la angustia por fluctuante, por inseguro y resbaladizo.
Retrato, pues, del gueto
rural, donde a la manera de La Granja de George Orwel el hombre
regresa a una etapa larvaria e infantiloide, larvada de perversidad y de
perfidia, de onanista egoísmo por no tener asideros ni principios a que asirse:
mundo, pues, zozobrante ni sustancia ni mucho menos distinción o vida al garete
y sin orientación práctica - pero además vida en soledad, incapaz de trazar las
raíces que lo armonizara a un proyecto colectivo o a una comunidad.
Desvensijamiento del hombre que al dejar de
comportarse por principios es victima de toda suerte de creencias de cuño
cerril y supersticioso y de cualquier cadena milenaria de atavismos,
derivándose de ello el intento mecánico y voluntarista de dominar al congénere,
de someter al prójimo mediante la bota en el cogote por percepción mutilada de
la propia estatura de troglodita rampante vindicada en la intención como
“voluntad de poderío” -y no por percepción de la propia dimensión por
percepción interna o por percepción del alma ajena a la altura de la propia.
Se trata, pues, de las sobras del sujeto trascendental
kantiano que solo sabe crecer por dentro y medita digiriendo –que empezando por
universalizar el pensamiento queda preso en el cambio y vértigo del instante
según tendencia e inclinación, pero que termina frenado en la petrificación de
la angustia o reducido al rompecabezas de sus propios esquemas y crucigramas
mentales, aislado por tanto de toda objetividad o apertura al mundo del consenso, donde se
armonizan otros sistemas de evaluación a la luz de otras miradas.
Pintura mágica en que las
piedras vuelan, los ángeles caen por tierra o la mujer inconsutil se precipita
al cielo en figura idealizada por el numen teñida por el color alabastro
eléctrico de las estufas nuevas. Boquete en la caverna de las formas, que
apenas se abre para recibir la luz de sol y quedar herido por sus rayos –sol
enceguecido para ver las maravillas que guardaban más allá de las fauces las
entrañas mismas de la tierra. Correría nocturna, travesía a la vez temblorosa o
aterida por la pesada noche amarga del sol en su incursión melancolía y
nocturna del lado oscuro de la luna.
Espacio sin mundo, ni orden, ni apacibilidad,
en donde el espejismo cruento de la arena se vuelve un útero heteróclito, donde
cualquier cosa puede surgir de la chistera y en el que se mezcla insensatamente
todo, a la manera de la vidriera del tango irresponsable en el que igual
convive el unicornio con la moderna bicicleta o la guitarra ociosa. En otras
ocasiones su percepción del instante revela al barrendero cargado con los
restos destrozados del juguete o de la fiesta ajada en que se convirtió su ruta: no la alegría que
hay en la subida a la montaña, sino el despeñadero en la bajada, el descenso
infecundo que hay en llevar los ojos clavados en el suelo reclamando sus
derechos por no saber clamar, arrepentirse o dar gracias al altísimo cielo.
En resumen: visión
apocalíptica, que recuerda vivamente los seres atormentados o angélicos de José
Luis Calzada, pero también los lindes extremos de la tierra árida de Oscar
Escalante no menos que las constelaciones extensiformes de cruda
existenciariedad de Alma Santillán. Relatoría de mundos autárquicos e
inmanentes, que van a sí mismos y a si mismos vuelven y terminan, en una
especie de quietismo estridente a veces, donde no pasa nada o, mejor dicho,
donde la presencia no pasa para al posarse hacer un nicho, sino como una ráfaga
vertiginosa de acontecimientos sin orden, jerarquía o finalidad.
V
Así los emblemas que presiden la era que
cierra son codificados en la obra de Manuel Salas bajo las figuras del asno y
el lobo. Por un lado la prefiguración repetitiva del asno escarlata del Apocalipsis,
traído y llevado como símbolo de la ignorancia y del satanismo, donde se
propaga, como en un incendio y más allá de la estulticia, la impostura, mundo
en el reina el literalismo cerril, que inmediatamente inmoviliza todo
simbolismo para “miticamente” tomar el
lugar de la visión interior (el Asno de Bajjal). Se trata, así, de una alegoría
del hiperdesarrollo de lo terrestre y sensual, en especial de la bonanza y los
placeres de la carne, del orbe de las voluptuosidades mediocres y desdichadas
que en pos de la fortuna ciega se hunde en la huerta del libertinaje de feria,
que nada abona a la armonía del espíritu ni a la preeminencia del alma, sino
que trágicamente termina por sucumbir en
la esclavitud (Pinocho y el Asno de Oro de Apuleyo). Imagen, pues, de la
depresión moral, del desaliento de la pereza y de la delectación morosa en el
chiste rancio o en franca estupidez.
Por el otro lado, la
inquietante sombra del lobo feroz del cuento de la infancia, que en su visón
nocturna anticipa el principio del mal. El lobo, animal de mal augurio si los
hubo, representa entonces el principio del salvajismo no sujeto a domesticación
interior: es la alegoría del desenfreno de la pasión sexual aunado a la
ferocidad sanguinaria. Por la boca del lobo, en efecto, se llega derechito y
como quien tuerce a la caverna de la noche o del infierno. Espíritu maligno de
los bosques, el lobo representa entonces la ferocidad de la entidad infernal
que al igual que el antediluviano Caos devora el tiempo humano, siendo por ello
la montura predilecta de los brujos.
Mundo, pues, de fuerzas tenebrosas y de
conspiraciones, de hechicerías y embrujamientos, de conjuros mágicos apenas
enmascarados tras el parapeto de instituciones impersonales. Reino de presencias de personas que en realidad están o son
muertos y que a veces no saben, como en los sueños, que lo están. Mundo de
vivos-muertos o de muertos-vivos cuya existencia empero está roída por una
angustia secreta: por la presencia de una “nada” latente -no sólo el miedo de
ser descubiertos, sino a la vergüenza de exponerse a la mirada por cometer el
réprobo pecado de no-ser. Imágenes todas
ellas extraídas como si de extraños rizomas del inconsciente se tratara, a la
manera de bostezos o de estornudos diseñados para agitar el polvo o para
pasarse cual blandengues fantasmas en el desierto.
VI
Es precisamente en ese registro donde la
pintura de Manuel Salas da un giro por decirlo así “narrativo” para retraerse a
una memoria en cierto modo circular y atemporal donde pululan, como los hongos
en el árbol derribado y enmohecido, una serie de escenas costumbristas, es
cierto, pero en cuyo llano existencialismo se destaca esa “otredad” parasitaria
de las místicas inferiores, que van del espiritismo a las tiradas
cartomancianas y de la santería de maraqueros al estelar socialismo de déspotas
y dedos, pero en el que sobre todo destaca el autoritarismo ejemplar -en el
fondo arbitrario, caprichoso y afeminado-, sólito en los ranchos chicos o de
los guetos rurales y que un autor como Alejandro Rossi dibuja con seca punta de
aguafuerte en la Fábula de las Regiones, donde fura de las
incésateles de los cuartos insanos se escucha el eco del insoportable ruido que
sale de las jaulas en los corredores de las viejas casonas pueblerinas, de ese
chillido histérico, de esa alegría estridente e injustificada frente al vaho
silencioso del patio.
Así, desfilan por su obra personajes
hinchados con hábitos de nuevos ricos, pero que revelan su flacidez por
carencia de fondos espirituales suficientes con que expandir la libertad,
resumiéndose por tanto sus desplantes en una serie de ademanes arrogantes,
ociosos e inadecuados, como quien no repara en el feo hábito de señalar con el
dedo o de bostezar distraídamente al aire -pero que en su capricho deprimente
evoca paso a paso en el desorden de altura sin cimientos su oscilar de hilo.
Algo también del “bobarismo”
lamentable que se fuga hacia el extranjero mundo imaginario para adquirir una
sofisticada pose de mundanidad y cosmopolitismo, pero que carente de posición
interior y por ello sobreabundante de pretensiones de ser o anhelos fantasiosos
de ser (que quisiera ser), se conforma con construir elaboradas quimeras que se
esfuman como globos efímeros –retrato pues de mundos faltos de realidad,
disciplina y rigor interior así como de una imagen cabal del mundo en su
totalidad; de una filosofía, o al menos de una doctrina orientadora de la vida,
de un mito fundador que de idea del origen del hombre y de su destino bueno y
malo así como de su dirección e historia.
Así, el fragmento de realidad
frecuentado por la obra de Manuel Salas es el de la ruina, el de los cascos de
hacienda desarticulados por la barbarie e incuria de la grey salvaje y por
donde pululan pasadizos y túneles bajo tierra, donde se desciende a los velos
de las profundidades psíquicas en lo que estas tienes de cuentos de fantasmas,
de monjes locos, de ánimas del purgatorio, de payasos deprimentes de pelo
zanahoria y de réprobas despechugadas rostizándose al sol bajo el seco polvo de
sus afeites baratos. Mundo de cofres de doble fondo y de muñecas rusas, de
muebles antiguos y de cajas de música, de muertos de hambre y de nidos de
serpientes y alimañas donde fermenta cualquier ideología, y más que nada, toda
suerte de mística inferior.
Estimados Señores:
ResponderEliminarSoy economista retirado y actualmente hago uso de mi tiempo dedicado a la docencia y como escritor que publica diariamente. Ver mi página web abajo anotada y podrán realizar una evaluación de su contenido. Cuento con más de 9,000 seguidores provenientes de Facebook, Google, Wordpress, etc.
Me exhibo como severo crítico de la historia oficial de México. Al respecto escribí un libro titulado “La Patria que No Rumbo al 2012” el cual a mi gusto ha tenido mucho éxito. Mi editora: Palibrio.
Mis publicaciones diarias están dirigidas a todo público y en especial a distintos grupos entusiasmados por la historia de nuestro país. Versan principalmente, además de temas históricos, a actualidades y también a remembranzas trascendentes del México costumbrista.
Mi intención contempla trabajar desde mi casa en coordinación con la institución que me contratara y atento a sus instrucciones.
Interesados en mis aportaciones, abierto a considerar propuestas.
Mi correo electrónico apenalosa@prodigy.net.mx
Página web: http://www.antoniopatriciopeñalosa.com/
Espero su respuesta. Saludos.
Antonio Patricio Peñalosa Ávila
Tel.: (525)553405 60 63
Pd.: Agradeceré me indiquen su correo electrónico para hacerles llegar mi curriculum vitae y cinco muestas de artículos publicados.
Es un honor Don Antonio Patricio Peñalosa
Eliminarpezneo@hotmail.com