El Fin del Arte o de su Servicio y Utilidad y Sentido Social
4ta Parte
Por Alberto Espinosa Orozxco
IV
Contra el subjetivismo entrañado en el arte
onírico, mágico, ininteligible, que celebran aquellos espíritus que quisieran
que se diera por valida cualquier cosa, donde todo es posible, donde las
categorías de la razón se anulan o quedan invertidas, nuestra época de crisis,
de radical alejamiento del espíritu y confusión generalizada reclama un arte
crítico, pero en el sentido de una vuelta a los principios, de una crítica del
tiempo y sus añagazas, y por lo tanto de un juicio sobre la historia que pueda
elevarse a criterio firme de contemplación –para volver a sí la visión prístina
del mundo, que en su acepción original quiere decir orden, conformidad, armonía,
pulcritud y belleza.
El arte contemporáneo ha llegado
probablemente, luego de la repetición ad nauseam de las vanguardias, al término
final de su evolución creadora –al igual que otros tantos sectores de la
cultura. Luego de su acmé social en el primer tramo del siglo XX, asistimos
ahora a su declive a plomo, en donde lo que contemplamos atónitos es, más que
la muerte del arte, la muerte del hombre. Al igual que otros núcleos de la
cultura, el arte sufre el mismo fenómeno de la alteración de algunas de sus
notas esenciales y constitutivas, en una metamorfosis, hibridismo y
transgresión de las fronteras que de pronto parecieran anejarlo e incluso enajenarlo
en la magia de salón o en los oscuros ritos de la religión idólatra del
performativo, donde se llega a una tensión ya irrecuperable de los conceptos,
en cuyo temible paradojario se transforma lo horrendo en belleza convulsiva, el vanguardismo en un academicismo, el arte
abstracto en una ortodoxia, el arte conceptual en una filosofía que se niega
como visión del mundo, por ser esencialmente asistemática, y cuya mera
analítica de conceptos se da a la inútil tarea de remachar maniáticamente , una
y mil veces, el mismo clavo. Confusión
de los géneros donde la pintura se vuelve teatro, streep tese o comedia,
colindante con la deshumanización del mundo, y como reflejo de la inmundicia de
la vida toda.
Metamorfosis de los géneros, decía, cuyo
hibridismo cada vez más acentuado flirtea con el rito y el mercado hasta frisar
los extremos o de un arte tenebroso o de un ate huero: arte peligroso, pues,
por excéntrico, que al ser profundamente perturbador saca al hombre de su
esencia propia, haciéndolo partícipe y solidario de los niveles más bajos de la
existencia, donde reina la inestabilidad, la confusión y el caos.
Arte decadente y en ocasiones hasta
luciferino, donde lo que representa es, más bien, el fin del hombre: arte
demoniaco y hasta blasfemo que solaza en la abolición o inversión de las
normas. Porque su modelo de razón al llegar, como decía, al termino final de su
capacidad creadora, se compromete con una deshumanización del sentido, por ser
una destrucción de lo social en su raíz misma –muchas veces embadurnándose en
rostro con un lenguaje o enmascarado de prehispanizante o vagamente socialista.
Disolución social entrañada en su modelo de razón y de acción, vista como
crítica feroz y dislocación de todos los principios. Incoación al caos y
predominio de los instintos que sólo atina a subirse al estribo del cohete del
ahora, de la novedad y del cambio, y en cuyo torcido rostro vanguardista se
manifiesta un arte desfondado, sin verdadero fundamento filosófico o religioso alguno,
por más que quiera hacerse pasar por conceptual en su dudosa lógica sin
metafísica o gima clamando por la participación del espectador al que, empero y
sin disimulo alguno, quisiera envenenar –para
bailar luego dionisiacamente en el abismo, siguiendo el ritmo ardiente de sus
realidades demetéricas y donde el valor de la belleza cae al suelo para
mezclarse turbiamente con la fealdad fétida del cieno, revolcándose y confundiéndose
entre el lodo.
El arte, así, resulta entremezclado con la
vana ilusión y la apariencia engañosa de la caverna, donde sólo se ven las
sombras de las cosas entre el humo proyectadas por la tambaleante luz de las débiles
llamas que quisieran en su temblor compararse con la potencia del astro inmarcesible.
Arte onírico, quiero decir, que satisface la fácil vanidad de quienes han
regresado al culto de la magia, promoviendo la delirante idea de que para la
estética todo es posible, que todo está permitido, y que ellos pueden también, por su sola
voluntad, aunque no santa, ser o hacer lo que les dé le gana.
Vale la pena, por tanto, ante tanta
confusión de valores, donde la verdad se mezcla tan alegremente con el engaño y
la mentira, donde la vanidad hinchada se alía tan epicúreamente con los
intereses emprendedores del mercado, hacer una revisión de sus principio, de su
sentido y orientación final.
Uno de los rasgos que mejor caracterizan los
bienes estéticos y sus soportes artísticos (la belleza) es lo que se ha llamado
su “desinterés” –paralelo, en cierto modo la “desinterés” del conocimiento (la
verdad) y al supremo desinterés del altruismo (el bien). Maravilla inútil es el
objeto de arte, que en sí mismo no sirve sino para la contemplación, pues no es
un utensilio, aparato o artefacto, sin valor instrumental, carente de valor de
uso, de usufructo o de consumo.
Para aclarar el sentido real del arte hay, así,
que hacer una primero una gruesa distinción entre valores, pues en el día de
hoy se extiende como el cáncer una ideología de la confusión, propia de
administradores, que quisieran petrificar el arte para luego metalizarlo y
convertir al artista en una caricatura del emprendedor, como se dice hoy día, o
en un alfeñique de industrial en ciernes. Nada de eso.
En principio hay que aclarar que lo valioso
es aquella esfera de objetos ideales que se realizan en bienes, o si se quiere,
en una terminología más próxima, que es lo deseable o que es objeto del deseo,
del querer y de la voluntad humana –y que por tanto son fines, ideales, del
sujeto. Los objetos valiosos se caracterizan por ejercer sobre nuestras almas
una especie de atracción o imantación, que motiva el ir hacia ellos, el
buscarlos, el indagar y preguntar por su sentido, por ser órganos fundamentales
de la vida, de la misma humanización del hombre. Lo valioso nos llama –aunque es
verdad que existen también los contravalores, que por definición son repelentes,
por contrarios a la vida.
Mas precisamente lo valioso es lo que es
reconocido socialmente como objeto del deseo –puesto que hay una memoria
social, una cultura, que reconoce ciertas bellezas engañosos, pandémicas, que
conducen al camino de la muerte, como aquellas arañas de hermosos colores, o
como las ranas rojas, que siendo atractivas resultan tan venenosas, que pululan
en el Orinoco. Lo valioso puede por causas contingentes no ser deseado y sin
embargo seguir siendo reconocido como objeto del deseo, del querer, de la
voluntad humana –como un helado exquisito de limón en una tarde soleada puede
no ser provechoso para un hombre delicado de los bronquios, o la democracia,
que reconocida públicamente en su valor como tal, es propalada por los más infelices dictadorzuelos de buró como herramienta demagógica de su legitimación, etc. Los
jueces y diputados en turno consideran
evidentemente la justicia valiosa, pero pueden no aplicar el concepto de
igualdad social a sus jugosas rentas, etc.
Lo que no se puede es desear un mundo futuro
de afeminados y pretender que eso es valioso, pues como se sabe aquellos son
del todo estériles y por lo tanto condenarían a la siguiente generación a la
extinción total, consecuencia lógica de su degeneración sexual, o tendrían que
adoptar, tal vez a crías de chimpancés para luego rasurarlos, etc. Eso que el
mundo actual da en diversas como derechos y hasta como valores, resultan así o
truculentas formas de la evasión o fehacientemente contravalores, por preparar
el escenario (fines) de un mundo a todas luces monstruoso.
El valor que se realiza en un bien, en un
objeto, decía, es así la carga de interés de lo real o la no indiferencia del
objeto. Lo interesante, lo valioso, se presenta así como objeto primordial de
nuestra atención, jerarquizando por si mimo la estructura misma del deseo, el
cual crea las tres grandes vertientes de la comunicación humana, a las que sin
empacho se les puede llamar: la riqueza, el eros y el espíritu.
El valor de la riqueza no es otro que el de
la propiedad, que es cosa privada por ser sobre todo un valor asunto de
consumo, de apropiación y usufructo –por lo que el valor de consumo suele ser
el gran compinche del valor del poder, de la dominación, de los circuitos
cerrados que al crear sistemas excluyentes de privilegios funda el orden de la
explotación y la injusticia. El valor de la riqueza es, pues, el de su propiedad
o usufructo, el de su posesión, uso, usufructo o consumo (porque en esto como
en todo hay grados), el cual entra por su convertibilidad en cifra de lleno en
los valores propiamente económicos. El rasgo más característico de tales
valores de riqueza o económicos es su carácter exclusivo: pues lo poseído,
apropiado, usado o usufructuado por uno no puede al mismo tiempo ser
usufructuado o usado o poseído por otro. Su valor de utilidad radica en su uso
o consumo –lo que da lugar a los desechos que, como sabemos, crea el inmenso
pudridero de maravillas obsoletas, desechados en los lagos tumefactos de los
desperdicios.
Pero la posesión de objetos que nos da
derecho a su disfrute, con ser la panacea de la felicidad ideada por la
civilización delirantemente progresista de los modernos, con crear los
indispensables circuitos de la economía, los contratos y el comercio, no agota, ni mucho menos, el orbe de lo
valioso. Tampoco es su deseo la única orientación de lo real. Simplemente
porque existen otra serie de valores que podríamos llamar, ya no
instrumentales, sino de participación.
Los valores de participación se extienden en
dos grandes vertientes: por un lado los valores propiamente eróticos, en un sentido
platónico, y los valores propiamente del espíritu. Los valores eróticos se
extienden a todo lo ancho, profundo, alto y largo de la comunicación entre los
seres humanos: es el amor, no sólo sexual, entre ellos, que valora lo que se
juega o significa el otro, desenvolviéndose en el rico mundo de los afectos,
admiraciones, afinidades, gregarismos y gustos que se originan en el otro.
Tales valores, a los que también puede llamárseles de convivencia, se realizan
en bienes de comunicación, los cuales no son propiamente apropiables, sino en
los que hay más bien una participación social, que es la raíz y el fundamento de
lo social en sí mismo, pues dan un sentido a la vida: un sentido de
pertenencia, de identidad social. Es el corazón del hombre no puesto en lo que
cuesta o en lo que costea, sino con el acento puesto fuera de sí: en un alma,
en el alma del otro… o del mundo (valor religioso). Apenas hace falta decir que
tal sector axiológico tiene sus antivalores, por ser formas desviadas, degeneradas
de la comunicación humana, que no sirven para abrir el corazón y poner su
latido entre los otros, sino que lo desgarran, lo esclavizan o lo violan.
La otra gran vertiente de los valores de
participación podemos concebirlos como los valores propios del espíritu.
Valores supremos que entrañan la interpretación de los contenidos de la
herencia cultural, de la memoria, de la tradición, para vivificarlos, para
convertirlos en bienes de participación, actuales y pujantes o realmente actuantes. Se trata de los valores
tradicionales del bien, de la verdad y de la belleza, que a la vez que invitan
a realizarse en bienes activos comunican a la humanidad con la especie como
tal, o la recentran, haciendo calar a la humanidad en su naturaleza propia, y
así definen nuestra esencia y por tanto nos humanizan. Los valores del espíritu
realizan el más alto objetivo o fin del ser humano, que es la felicidad, al
realizar el recto deseo de ser, de realizar lo más completamente posible su
humanidad –siendo por tanto el fundamento mismo de lo humano y por tanto de la
historia toda. Ante ellos se da, así, una participación radical, casi se podría
decir que catártica, pues al contemplarlos se dirime como con navaja aquello a
lo que realmente pertenecemos –pero también el mayor de todos los peligros, que
es el de dejar de ser propiamente humano al participar de contenidos impropios
de la cultura, por ser o resultados profundamente perturbadores, enajenantes o
de la esencia humana. Sus valores son
por tanto los de la máxima trascendencia espiritual posible, generalmente
ligados a poderosas tradiciones y aún a una metafísica.
Así, el
artista, que se caracteriza por profundizar como nadie en su experiencia
personal, presenta sus obras como la realización de un valor en un bien: la
obra de arte. Nuestro tiempo no puede sino expresar las profundas contradicciones
del mundo contemporáneo sino mediante un arte crítico, que salve los peligros
del camino y asuma de nuevo su función de criterio de contemplación
trascendental mediante la restauración de los principios. Critica, pues, no de
los principios, sino del tiempo que los mutila o los socaba; critica de la
historia y de la temporalidad, es verdad, donde refulja el valor incondicionado
de la vida en tanto espíritu, el mundo ideal del deseo, que es la buena voluntad,
visto así como belleza. Porque, a fin de cuentas, la belleza no es sino la
forma más preciada, pulcra y delicada de las formas trascendentes, que es la
idea misma del bien, que en otro sentido es la más útil de todas, por dar
sentido a lo social en su sabia misma o que es la razón, la acción y el logos
mismo de la razón práctica.
Continuará...
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