Los
Caracteres de la Edad: Sobre la Indiferencia
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
Tarea de la reflexión contemporánea ha sido
detectar los caracteres de la edad, deporte intelectual al que los alemanes han
dado el peregrino nombre de Zeitcritik o
crítica de nuestro tiempo. Uno de sus rasgos más sobresalientes es la universal
tendencia reaccionaria de indiferencia ante los valores del humanismo,
obliterados, despreciados, puestos al margen del camino con un gesto de
desencanto, volteando la mirada hacia otro lado, alzando los hombros y
endureciendo la nuca o dejando pasar la tarántula pero colando al mosquito.
Indiferencia que se revela como una prioridad absoluta de la propia existencia
que se da a condición de negar al otro o de hacer como si el otro no existiera.
Consecuencia de la indiferencia es la
indistinción de los puntos cardinales orientadores de la vida social, lo que se
traduce en ir precipitadamente cada cual por su propio camino, distraídos en su
propio interés, o sumergidos en la tendencia de moda. Su actitud es, sin
embargo, la de un creciente y ferviente particularismo, que es adoptada incluso
que claman y reclaman reivindicando alguno de tales valores –no universalmente,
sino exclusivamente para ellos, obcecados por sí mismos y excluyendo
rampantemente a los otros con gesto distraído de escapista. Lo que da un tono
sordo a nuestra época es ese conjunto de actitudes de indiferencia e
indistinción, donde el valor no valora, sino que ocasionalmente y a
conveniencia personal simplemente acontece.
Así, hay que buscar la raíz de tal fenómeno
de nuestra vida y tiempo en otras dos manifestaciones psicológicas y
sociológicas que suelen acompañar al gesto muerto de la indiferencia: la
simulación y el convencionalismo.
II
En efecto, el timbre de indiferencia de
nuestro tiempo se arraiga en la actitud, hoy más sólita que nunca, de la
simulación, del fingimiento, del fachadismo en política, arte, moral, religión
y ciencia. Permeada en todos los sectores de la cultura: el burro pedagogo, el
cocodrilo metido a redentor, el libertino cultural, el contador poeta, el batracio
esteta, el filósofo metido a pederasta, el socialista de la burocracia que
sosteniendo un rabioso individualismo se compromete con una política global
antisemita, el sacerdote que se abriga públicamente con la amistad de los
demonios, y donde la poesía se convierte en ideología, el disidente disfrazado
de molcajete en figura cultural recompensada, donde la denuncia se convierte en
espectáculo taquillero, el arte en permisivismo, la crítica en disolvente ácido
corrosivo, no de los avatares del tiempo, sino de los principios eternos,
desactivados por mor del ahora o de la novedad.
Vida caracteriza por el fingimiento, por el
insistente rehuir el destino propio para convertirse en una cifra, en un
número, en parte de la inmensa legión de los frustrados. Mundo de pretensiones
e ilusiones irresueltas, en una creciente tensión que se deja llevar por
fuerzas externas y equívocas que terminan por manipular al sujeto como una
cosa.
Vida impelida a ser vivida con urgencia,
pues esta vida se acaba y no hay otra, ni más allá. Donde la libertad se ejerce
a costillas de la esclavitud de los otros y la propia existencia se sostiene a
costa de mancillar o vaciarse de toda esencia humana, degradando la propia
naturaleza, adquiriendo con ello una serie de compromisos meontológicos,
reivindicados por la religión del inmanentismo, en una vida que sucumbe entera
tragada por la resaca del paganismo o succionada por las olas amorfas del
devenir.
Mundo donde decir la verdad se convierte en
una impertinencia e incluso en una inmoralidad reprimida a voz en cuello por el
pedagogo, y donde la hipocresía se convierte en la moral en boga. Mundo donde
es conveniente creer en las mentiras que entronizan al charlatán sin carisma, y
donde la tarea de cada día es no sólo ocultar
los hechos, sino el sentido, donde se miente la realidad y se miente el sujeto
mismo. Tarea de enajenación mental que no puede sino dar lugar al fenómeno de
la doblez del ser humano, afectado de profundos desequilibro a poner en pugna
partes de su naturaleza, victoria de los instintos en choque con los
imperativos de la moral. Donde es premiada la negación de un artículo de fe,
negación práctica: el no obedecer, el no hacer: la sordera, la indiferencia a los llamados de la
moralidad, en el extravío de la indistinción del rebaño, obediente al impuso
metafísico dominante de nuestro tiempo que lo sacrifica todo para ser cabeza…
de manada.
III
Un
segundo rasgo característico de nuestro siglo, edad o mundo: el tono neutro y
sin pasión, de falsa ecuanimidad, que es la astucia del confesor y manipulador
del prójimo, que lo reduce a la congoja, aguijándolo con el sentimiento de
culpa, para reducirlo a depresión. Sintomatología de un tiempo superficial, por alejado de las profundidades y misterios del espíritu. Época
determinada por espejismos y espectros, donde la cultura quisiera alimentarse
de las sombras roídas del pasado y todo es tratado por medio de mutuas y
convenientes convenciones, determinadas por la arbitrariedad de cualquiera (del
sujeto director). Mundo convenenciero, pues, donde reina la peor locura de
todas: la locura del convencionalismo y, a la postre, la del amiguismo de los
beneficios y los elogios mutuos. Son los nuevos sacerdotes, que se vindican
socialmente primero adulando y luego sobándo la barriga a los demonios.
Mundo de engañosas ilusiones, de falsas
promesas y de exorbitante credulidad. También de convenciones neutras y de
juventud perpetua urgida, no por el respeto o la seriedad de los mayores, sino
por el frenesí mismo de la vida, de vivirla sin otra consideración que el fluir
mismo de la existencia, sujeta pues a sus tiránicos impulsos, tendencias o
inclinaciones del deseo.
Mundo juvenil, pues, pero roído ya por las
anacrónicas ilusiones de ser que no supieron cumplir con sus promesas: por los sueños infecundos de llegar algún día a
ser… pero a base y a punta de no ser, que se
quedan por lo tanto en el bagazo de un sólo querer ser, pero no siéndolo, no queriendo o no queriéndolo –rasgo sólito en quienes
invocan el dogma del socialismo, donde claramente se intenta ganar lo que se
declara perder: la dominación del prójimo, no su liberación, sino su esclavitud
mediante el mismo ardid de la indiferencia, cuya técnica reconocida
universalmente es el desprecio, la ceguera positiva ante los valores, y donde
se da la disolución de la raíz misma de lo social.
Indiferencia
que pasa de tal forma a la burla, y a pasaos contados al cínico desprecio y luego a la sanción social, a la exclusión
del grupo e incluso, un paso más allá, a la persecución. Su modus operandi: hallar
en falta al prójimo, romper la complicidad de los afectos, sorprender al hombre en falta, violando algún artículo de fe o algún dogma o interdicto del partido. En una palabra,
volviéndose duro –y a la vez ocultando las ligas que se mantienen con dogmas y
grupos para salirse primero con la suya y luego, en mar adentro, para salir a flote -donde se infiltra a la vez el error y la amañada socialización con la partida de los crápulas.
Mundo donde la moral es, pues, la medida de
la mentira: donde se oculta y repta el mal y donde simultáneamente el mismo
cristianismo se vuelve a la vez una máscara y el pasaje legendario de una fantasía oriental. Mundo
gris, en que reina el tono de de la neutralidad, decía, donde al esquivar a la
verdad, todo se vuelve o lenguaje vacío, incomprensible o demagógico, o bien indiferente. Sobre
todo: donde se eleva la verdad del mal –pretendiendo borrar la categoría que
orienta moralmente, la de la falta, la del pecado, la del error, y su verdad
más íntima: que el mal esclaviza.
Moral impía, pues, refractaria a la
confesión de la culpa y al arrepentimiento, donde se vuelve remota la auto
confesión de la propia culpa y inasequible el proceso de purificación de la existencia. Moral temerosa de la crítica y en absoluto ajena al
auto crítica, pero a la vez burlona, pero sobre todo: donde se acusa al otro.
Doble moral autorizada, donde la moral honrada consiste en adoptar las formas
más artificiales del cristianismo: el fariseísmo y la inquisición, en una cultura
donde se da la explosión burlona de los filisteos –en estricto cumplimiento a una necesidad
interna de la ética progresista y protestante de la modernidad: su liberación del
cristianismo.
Tendencia decadente y final: apropiarse de
las cosas mediante la magia de sus dobles o de su mera apariencia, mediante su
reflejo o fantasma -no mediante el trabajo esforzado que las haría suyas. La
especulación, la articulación de la fórmula ininteligible, la histeria o la
ceguera, al recurso de la magia simpática o el método del recurso, en
consonancia con un mundo de pagano de permisivismo, libertinaje y oscurantismo
creciente.
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