Cuatro Caligramas de José Petronilo Amaya
Por Alberto Espinosa Orozco
José Petronilo Amaya ha practicado desde su amado
solar nativo el doble arte de la poesía y de la reflexión profunda, esas artes
donde se entreveran la memoria y el
canto de la escucha. Así, sus composiciones se han vuelto, en ocasiones, viñetas,
signos gráficos que celebran el encuentro con la visión o con las formas. Expresión
de la palabra que conforma el espacio del poema y donde la tipografía adopta el
ritmo del dibujo -a la manera de los augustos predecesores suyos en este género, como Guillaume Apolinaire, Vicente Hiudobro, Gerardo Diego, Olverio Girondo, Ezra Paund y Octavio Paz.
Los cuatro caligramas del maestro Petronilo Amaya se
hunden así en la raíz de su ser, del ser nuestro, de cada uno y de todos, del
ser común a todos, olvidado cada día en el humos primordial de la memoria o
borrado por el barro de la macha, de la caída, o disperso entre el polvo que levanta
y se lleva el torbellino. Pero el poeta entonces canta, recuerda, dibuja, mira
de lejos, reverbera al diapasón de astros y guirnaldas: vuela. Y mira entonces
el poeta lo que somos: la sangre de nuestros ancestros derramada y la fatigada ilusión
de nuestros dioses; la manzana y la serpiente; la mácula y la convulsión de
fuego de averno… y el temor de Dios –pero también el júbilo primero, la fe sin
mácula que nació feliz bajo el manto de estrellas sin castigo, cuando la fe no
dolía.
Aparecen así en sus dibujos el pilar y la
raíz; la cruz redentora y sus ingrávidos pájaros, donde pulula el gusano, es
cierto, pero también el fabuloso despliegue de las alas. Y la comunión, donde
conviven Velázquez, León Felipe y nosotros -cuando el halo del reino de la
esencia brilla para llegar con un rumor de aguas iluminando nuestras costas. Se
perfila así la única presencia, el presente eterno, del que fuera poeta ante la
muerte, sabio en el templo, infatigable pescador en travesía, alquimista del
agua vuelta cielo. De quien fuera estoico insobornable ante la tentación
inicua, mártir sin queja, pastor que da la vida por la perdida oveja. La huella
imborrable por los siglos del Dios que fue enviado entre los hombres para
enseñar a los hombres cómo elevarse a Dios. En la señal, en la norma irrefragable
de obsequiarse, de darse –que es también la norma de sufrir y dar la sangre.
Primero así hay que buscar en uno mismo, buscarse
entre nosotros. Hay que encontrar lo que mejor que todos conocemos: la propia
mancha, la culpa, el primer pecado que nos roe, a cada cual, y ante el que huye
el Ángel de la Guarda con alas escondidas. Porque de nada sirve colgar las
culpas de un perchero, exhibiendo inútilmente penitencias, mudando de ser pero
sin ser de nuevo en el recuerdo, dejando intacto su pasado, sin calma y aturdido,
dejando que su porción de cielo se le escapara, como un castillo de arena entre
los dedos. No. Hay primero que lavar la piel y la sonrisa, para recuperar la fe
infantil, la fe primera, que a veces, es cierto, es terrible, cuando dicta al
que escucha sus sentencias, trayendo entre sus versos, no se sabe, o la clara miel
de ritmos sincopados, o el hiriente fuego que consume de la laba.
Queda sin embargo una esperanza, porque:
“No
hay cicatriz indisoluble
Al
canto que aprendimos en la infancia.”
Porque la fe cultivada, que alumbra sombras
densas en medio de la oscura madrugada, nos recuerda el poeta José Petronilo
Amaya en sus diamantinas vislumbres, trae consigo, con el dolor de la templanza,
indulgencia y virtud. Para aprender en el centro mismo de la aparente orfandad que
es este mundo, que la crueldad de no verlo, ni oírlo, ni de lejos, haya un
consuelo en la belleza redentora de los ángeles, que no se han ido y que
siempre furtivamentite nos visitan, posando sobre la frente aciaga su beso dilatado, cuando de pronto, entre las grietas de la noche, lo sentimos.
Reflexión profunda que bebe de los
manantiales de la metafísica tradicional, puede alegarse, pero que incluye poderosas imágenes expresadas en nuevas formas, que llevamos marcadas en la
piel como con hierro ardiente, pegadas a nosotros, como si estuvieran cosidas a
los talones, como la sombra nuestra que no nos abandona, pero que a la vez sólo
se proyectan por el faro de luz que da el oriente, mostrándonos así la ruta
inefable, pero cierta, del futuro que en el borde final de los caminos nos espera.
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