DESDE EL
FONDO DEL MAR
Por Enrique
Torres Cabral
Terminaba yo
de despertar; con los ojos cerrados todavía, me di cuenta de que me elevaba
moviendo los brazos como si fuesen alas; “A dónde voy”, me pregunté dejando de
mover mis alas, y en ese momento mi cuerpo se detuvo.
Abrí los
ojos; apareció un inmenso espacio vacío color cielo; “No hay nada”, dije
angustiado, y mi cuerpo empezó a descender suavemente.
Después de
que abandoné mi cuerpo a su suerte, el pobre fue dando volteretas mientras
caía; yo no hice nada por impedirlo, fui cayendo con él.
Aquel
maromeo, obligado y permitido, se detuvo, pero seguí cayendo con la cabeza
abajo, con la cara frente a un fondo azul; descubrí pequeños puntos blancos que
crecían hasta tomar formas de cuerpos como el mío, pero ellos se dirigían a las
alturas, iban cubiertos de plumas, con los ojos cerrados, moviendo los brazos
como si fuesen alas y diciendo unas palabras: “Gran paloma divina de alas
inmensas, el ave humilde pronto se sentará a tu lado, como premio por el bien
que ha sembrado”.
Las palabras
de aquellos seres me impulsaron a la imitación. “Soy ave, soy ave”, dije
mientras movía mis brazos como si fuesen alas y lo único que logré, fue iniciar
de nuevo las maromas y ahora con mayor velocidad, mientras mi cuerpo se seguía
hundiendo en aquella soledad azul.
Abandoné mis
intentos de volar a las alturas, para decirme: “Si no soy ave ¿Qué soy? ¿Qué?
¿¡Qué!?
Seguí
cayendo. “Terminé de caer” dije sin importancia al sentir un fuerte golpe en
mis espaldas. Había entrado a otro espacio vacío, de color más real, más
angustiante.
Cuerpos como
el mío, desnudos como el mío pero cubiertos de escamas, movían sus brazos como
si fuesen aletas y decían: “Divino pez que existes y no te ves, el pez grande
que hurta mis huevecillos no cesa de engordar; qué bueno, porque así no podrá
pasar por el ojo de la aguja para entrar en tu mar”
Eran pocos
los cuerpos grandes, mucho más grandes que el mío y de los demás seres a mi
alrededor, cuerpos grandes, muy grandes que se movían con sus enormes aletas y
sentenciaban con su enorme boca de pescado: “Venid acá pececillos, que vuestros
huevecillos son de mi propiedad”
“Soy pez,
soy pez” dije, inspirado en aquellos seres, mientras movía mis brazos como si
fuesen aletas. Los resultados me convencieron de que no había nacido yo para
ser pez. Seguí cayendo. Volví a pensar: “Si no soy pez ¿Qué soy? ¿Qué? ¿¡Qué!?
Terminé de
caer. Mi cuerpo había chocado sus espaldas contra el fondo del mar. Había
cuerpos desnudos como el mío, sin plumas y sin escamas. Yo quedé inmóvil desde
que terminé de caer; los demás cuerpos se movían, trataban de levantarse. Uno
de ellos logró ponerse de pie, dio unos pasos y dijo: “Soy hombre”, luego,
dirigiéndose a los que estábamos tendidos en el fondo del mar, nos dijo: “Somos
hombres, levántense, dejen todo en el fondo del mar, y síganme; vayamos a la
playa, para ir por toda la tierra, y decir en todas las naciones, que somos
hombres”
Los cuerpos
de los demás seres se levantaron y anduvieron, y siguieron a quien se había
levantado como el gran líder de la Humanidad. “Somos hombres, sigamos al que
como hombre nos enseña el verdadero camino de los hombres”, decían mientras
pasaban junto a mi cuerpo inmóvil, y se alejaban, y se alejaron. Quedé solo.
Ya iba yo a
cerrar los ojos para siempre, cuando una cuerpo de niño se acercó y me dijo:
“Oiga señor, y usted ¿Por qué no va a la playa?
“No pude ser
ave” pensé en voz alta. “No pude ser pez”.
El niño, de
doce años se había desprendido de las manos de sus padres para salvarme, con
una voz doctoral que deslumbraría a los más grandes y viejos doctores sabios
como yo: “Señor, usted no puede ser ave ni puede ser pez; pero si se levanta y
se echa a andar, será hombre; venga, vayamos a la playa, desde ahí destruiremos
con el fuego de Prometeo el mundo azul de las aves de ojos cerrados y el mundo
de los peces gordos, y construiremos un mundo real donde podamos caminar como
hombres.
Me tendió su
mano y dijo: ”¡No se quede! ¡Valor! ¡Venga a la vida!* yo contesté cerrando los
ojos, decidido a quedarme debajo del cielo y sus aves, debajo del mar y sus
peces. Escuché pisadas de niño que se aleja y luego todo quedó en silencio para
siempre.
Los siglos y
la arena cubrieron ya todo mi cuerpo.
Durango.
1967
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