LA POBREZA
Cae la tarde en la ciudad añosa;
el día es de un aire limpio en el
azul sereno
mientras los copos blancos que
bogan por el cielo
no alcanzan a lavar abajo al
mundo gris
que se asoma apenas entre las
calles yertas
cuyas sombras van inundando las
aceras.
La avaricia que al dios del metal
rinde su culto
dicta el hambre de poseer que no
se sacia
sino en acumular más y más cifras
abstractas
para colmar los caprichos
frustrados del deseo
y luego, entre el cieno,
amurallarse en la mezquina
forma a la que todo se somete o
lo doblega.
Inconmovible el corazón
petrificado arroja al aire
sus migajas, luego de haberlas
entre el fango pisoteado;
el corazón perpetra así el rito
que lo llama para luego
ser envuelto entre las llamas y
consumirse entero
en el frío vacío de la nada,
donde nada hay que hacer, nada,
donde no hay nada: pasos
desiertos al borde de las llamas.
Reventando los botones a la mitad
del pecho henchido
el corazón se engolfa en las
aguas del estanque que corren
al abismo, esclavizado por el
hambre, dominado en el laberinto
inacabable del instinto, que solo
se abre a la lascivia de la sangre
mancillada, para beber de la
mesopotámica copa del horror,
narcótica y viscosa,
anacrónicamente, como antes del bautismo.
ALBERTO ESPINOSA OROZCO -México-
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