El Guillermo Bravo: Mural de
Palacio de Zambrano
“Alegoría al Desarrollo de México”
“Alegoría al Desarrollo de México”
Por Alberto
Espinosa Orozco
I
El
Maestro Guillermo Bravo Morán pertenece, junto con Guillermo de Lourdes,
Horacio Rentería y Francisco Montoya de la Cruz, a un pequeño cúmulo de
maestros de primer orden que formaron parte sustantiva del movimiento muralista
mexicano al plasmar en los muros públicos de Durango reflexiones de carácter
histórico e incuso metafísico sobre la comunidad, haciendo de él una tradición
de características inéditas por los ingredientes de critica y exploración de
nosotros mismos que entraña, siendo por ello articulador de la colectividad en
un nuevo estrato de civilidad. Maestros
todos ellos radicados en la provincia mexicana que a pesar de ser fieles a los
principios del movimiento muralista y a la escuela mexicana de pintura, han
obtenido escasa consideración por parte de la crítica oficial. El Maestro Bravo
Morán, sin embargo, estuvo durante muchos años a la cabeza de la cultura
durangueña, siendo un maestro muy querido y de absoluto primer orden en el
desarrollo de la educación artística regional.
En
el segundo cuerpo del edificio, junto a la Casa Principal, se encuentra una
segunda edificación, menos esplendorosa, llamada la Casa Anexa (hoy ICED), la cual se
conecta por unas escaleras de herradura, de muy baja altura, diseñada para que
las bestias de carga pudieran subir a la planta alta. En el cubo de la escalinata el Maestro Guillermo Bravo Morán pintó al
acrílico, en el año de 1979, una fabulosa alegoría modernista y de colores
vivos sobre el desarrollo histórico de México titulado “Alegoría del Desarrollo
de México: Raíces de su Historia”.
El imponente mural de estilo modernista en el cubo de la escalera de la
Casa Anexa al Palacio de Gobierno realizado al acrílico por Guillermo Bravo
Morán, “Alegoría del Desarrollo de México”, constituye una verdadera maestra,
siendo por ello mismo el trabajo por el que el autor sentía mayor orgullo
mostrándolo personalmente a los interesados. Localizado en el lado poniente de
la gran casona principal, que fueran antaño las bodegas, tiendas y oficinas del
Palacio de Zambrano, el mural se despliega por el agudo cubo de la escalera
secundaria, formado por una colección de estampas cuya serie va recorriendo a
partir de una serie de símbolos o alegorías el tema de la historia de México. A
la manera de un sistema planetario de acendrados valores expresivos, el maestro
Guillermo Bravo hace desfilar una meditada secuencia de imágenes prístinas de
nuestra saga histórica, haciendo que la mirada del espectador caiga por
principio de cuentas en la especificidad de la composición mural, al tomar en
cuenta, por decirlo así, cada paso en la marcha del espectador, pues por sus
dimensiones la obra muralista esta diseñada para contemplarse durante el
trayecto de la caminata en observación cinética de una serie de imágenes
sucesivas que constituyen una de narración o historia hilada.
II
La
composición sinfónica puede leerse empezando arriba a la izquierda, donde en el
muro este se exhibe como primer cromo la vertiginosa máquina de la modernidad
en el despliegue de todo su poder, la cual es simbolizada por el ferrocarril
contemporáneo revestido de violentos colores de azules, amarillo, bermellones,
rojos, llevando en la parte superior a un grupo masivo de revolucionarios que
desvanecen al fondo una gran línea paisajística. La imagen, que ocupa
prácticamente todo el muro este, se continúa en una segunda postal con el grupo
de revolucionarios que, sin solución de continuidad con el anterior, pero ya
desde tierra firme, hacen detonar sus fusiles hacia la parte baja del muro, en
cuya base, en la esquina del primer descanso, surge en tonos violáceos un
extraño ser expresionista -conectando la secuencia narrativa de las imágenes y
abriendo a la lectura los dos muros encontrados.
III
A un
lado de ellos, como segundo cromo, aparece una imagen insólita y compleja: se
trata de una especie de imponente carro metálico de bronce, equipado de ruedas,
semejante a una máquina de vapor en cuya plataforma se muestra un severo rostro
facetado, reduplicado en varias ocasiones –el cual evoca directamente al dios
Jano Cuadrifronte de la mitología romana y a la vez al Carro de la Divinidad
descrito por el profeta Ezequiel en su primera visión.
El
poderío patente de la máquina, en la cual se combinan los gestos torvos de
cuatro semblantes repetidos, hace clara alusión al dios Jano, divinidad de las
puertas y de todo comienzo y todo final. La obra abre así una puerta, creando
con ello un pasaje por donde el espectador observa la intromisión el mundo
terreno de fuerzas suprapersonales, históricas si se quiere, pero que a la vez
se relacionan con la instancia del
supramundo y de lo numinoso. Hijo de Uranos y Hécate, a la antigua deidad se le
invocaba al comienzo de una guerra y se abrían las puertas de su templo. Deidad
de la armonía, del dinero, las leyes y la agricultura, Jano era considerado a
la vez un héroe cultural que señala el paso de un reino caótico y salvaje a un
estado de civilización, asegurando por ellos buenos finales. Saturno, quien fue
acogido en sus tierras cuando fue derrotado en la guerra contra su hijo
Júpiter, le concedió el don de ver el pasado y el futuro, mirando su efigie por
ello a oriente y occidente simultáneamente, tomando así decisiones sabias y
justas capaces de equilibrar el orden cósmico –y junto con ese poder
visionario, otorgándole a la vez el poder para abrir o cerrar las puertas.
El
curioso artilugio mecánico que porta las cabezas, semejante a una nave espacial
o a un platillo volador, se relaciona también con el Carro de Fuego vislumbrado
por Ezequiel en su fantástico arrebato a orillas del río Quebar, en Babilonia,
cuando vio por primera vez la gloria del Señor.
Al igual que él, la imagen nos muestra un carro con ruedas
multidireccionales coronado por una especie de bóveda, correspondiendo los
cuatro Querubines descritos por el profeta a los poderosos rostros de la
imagen, en cuyas formas, que tienen algo de las gigantescas cabezas Olmecas, se
condensan las sombras de los jefes revolucionarios.
Todos esos ingredientes son así sintetizados hasta el extremo de
constituir una especie de poderoso emblema, a la vez punta de lanza y escudo,
de las fuerzas revolucionarias, especialmente las múltiples fuerzas
constitucionalistas del carrancismo -de las que formó parte Siqueiros, pero con
las que colaboró directamente también el Dr. Atl e indirectamente José Clemente
Orozco y muchos periodistas y artistas más, entre los que habría que contar al
poeta estridentista Luis Quintanilla. Sin embargo, se trata de un ser sin
determinación precisa, camaleónico, mutable,
por decirlo así vació de identidad, en el que late, empero, el poderío
conjugado con el impulso destructor. La figura, similar al dios Jano que mira con varias frentes en
todas direcciones, da idea así de un aparato burocrático de estado, en cuyas
sucesivas metamorfosis hay algo de símbolo dictatorial, haciendo los rostros
mudos indistintas alusiones lo mismo a un Bismark que a un Porfirio Díaz, a un
Pancho Villa que a un Álvaro Obregón.
Un
numeroso ejercido montado en caballos blancos marcha al frente del carro, sobre
las llamas de un pozo o fragua volcánica en erupción, mientras debajo un
gigantesco ser de violento rostro feroz y cadavérico, quien en tonos morados y
violáceos, con demencial gesto, sujeta y junta entre sus nudosas manos los
gordos cables maquinistas que lo rodean, a manera de los brazos de un pulpo o
araña descomunal. Arriba de él, sobre el muro este de la primera escena, los
guerrilleros de a pie disparan directamente al portentoso ser tecnológico,
agazapado y rugiente entre sus tentáculos. En este cuadro el artista muestra
dos facetas del proyecto de la revolución mexicana pues si por un lado llevó a
cabo grandes transformaciones, reivindicando causas políticas, sociales, nacionalistas y
culturales, por otro, al apagarse la llama revolucionaria, los ideales quedaron
distantes de la vida, flotando en su abstracción, en una constitución
inaplicada, o petrificados en la sordera de la intolerancia, emparedada en el
pensamiento rígido de una verdad absoluta renuente a la crítica, a la libertad
y al debate ideológico.
El prepotente mecanismo nos advierte así
desde su altura sobre uno de los más acusados caracteres nacionales: me refiero
a “la cargada”, esa tendencia de las costumbres patrias a desbarrancarse
colectivamente, a aceptar ciegamente una convención para hacerla valer
dogmáticamente como vía única –de manera tan absolutista cuan variable, según
el dictado de las circunstancias. El mismo Siqueiros condensó tal propuesta con
una fórmula: “No hay más ruta que la nuestra”. Razón histórica, si se permite el
oximoron, que al institucionalizarse con el fin de la revolución es visible aún
ahora en la inveterada costumbre del “dedazo”.
En efecto, para 1924 se da el extravío de la Revolución, enajenada por
el utilitarismo de los políticos y por una burguesía arrogante y pagada de si
misma, distraída en sus pequeños caprichos y negligente, protegida por una
burocracia adocenada y acomodaticia aquejada por la peor de todas las locuras:
la locura del convencionalismo, puerta grande por donde se resquebrajan los ideales
sociales –encontrando su fin en la proletarización de esa burguesía misma, en
justa sanción histórica por no haber podido educar y elevar a la plebe.
IV
Siguiendo la secuencia de la obra aparece en el centro del tablero
principal una tercera imagen compuesta por cuatro escenas: se trata del
desarrollo de una sangrienta revuelta, en la que aparecen un monstruoso ser
montado por un jinete el cual es combatido desde arriba, entre nubes eléctricas
y expresionistas signos ominosos, por un grupo de revolucionarios de
infantería, mientras es rodeado en la parte inferior por dos agrupaciones
humanas en sendas manifestaciones de protesta.
La
parte central de la obra gravita un descomunal caballo montado por un inmenso
jinete. La imagen que tiene alguna relación con el “Guernica” de Picasso y con
“El Grito” de Edward Munch, es una visión de pesadilla: en ella el monstruos
ser hibrido, un equino de cola serpentina, gime y se revuelve herido siendo
conducido por un deforme general de aspecto circense, quien lleva la brida en
la mano crispada, en cuyo ademán hay mucho de dolor y de muerte, estando ambos rodeados por el fuego
destructor y las llamas de la metralla. La grandilocuencia de la escena hace
penar en un combate cuerpo a cuerpo con la sierpe del mal, contra el dragón
antiguo o contra el Leviatán, encarnado en un ser hibrido mitad yegua nocturna
mitad dragón cabalgado por un ambiguo general tocado con un especie de ridículo
cucurucho azul a manera de vaporoso gorro, símbolo acaso de la perversa
política de las naciones, combatido por
el pueblo de los gentiles, en tiempos normales tan amable, a sangre y fuego
-atrayendo así la obra la atención de viandante no tanto al momento más álgido
de la Revolución Mexicana de 1910, sino a la figura del arquetipo, en el cual hay probablemente una
alusión simbólica a la profecía bíblica de Ezequiel, quien se refiere a Gog,
jefe supremo del país de Magog, la tierra más lejana del norte, quien en los últimos tiempos atacará, con un enorme
ejercito armado de espadas y escudos de diversas clases y sus jinetes
elegantemente uniformados, al país indefenso situado en el centro del mundo y
formado por varias naciones, con el fin de saquearlo, despojarlo y robarlo, lo
cual despertará el ardor de la ira del Señor haciendo venir sobre Gog y sus
ejércitos toda clase de males, con lluvia a torrentes, granizo y azufre, con
enfermedad y muerte violenta –demostrando así a muchos pueblos su grandeza y
santidad (Ezequiel 38, 1-23).
En
la visión de San Juan vuelve a aparecer el arquetipo de Gog y Magog al que el
mural hace alusión. Se trata del pasaje
del profeta que se refiere al milenio, hacia en el final del libro
revelado del Apocalipsis, cuando el apóstol habla del ángel que trae la llave
del Abismo y una gran cadena en la mano prende al Dragón, que es la Antigua
Serpiente, el Diablo, y también Satanás, y lo amarra por mil años
precipitándolo al abismo, cerrándolo con llave y sellándolo encima para que ya
no embauque a las naciones. Cuando hayan transcurrido los mil años, relata en
las sagradas escrituras, Satanás será puesto en libertad y saldrá de la prisión
para volver a engañar a las naciones de los cuatro ángulos de la tierra, a Gog
y a Magog, para reunirlas para la guerra, siendo su número como las arenas del
mar, cercando el campamento de los santos y de la ciudad amada. Dios lanza
entonces fuego del cielo para consumirlos, siendo arrojado el Diablo, que las
había seducido, al lago de fuego y azufre –donde se encuentran también la
Bestia y el falso profeta, para ser atormentados día y noche por los siglos de
los siglos ( Apocalipsis 20, 10). Los dos nombres se refieren así a las
naciones paganas coaligadas contra el pueblo de Dios en el final de los
tiempos, siendo la imagen del mural una especie de esquema de Gog montado y
seducido por la Antigua Serpiente para convocar a los reyes de todo el mundo a
un lugar llamado en hebreo Harmaguedón (en referencia a llanura de Meguiddó
donde se hizo un duelo por el dios Hadad-rimón y fueron destruidos los nombres
de los ídolos para que no fueran invocados nunca más; ver Zacarías 12. 11), en
donde se librará la gran batalla de del gran día del Dios Omnipotente (Apocalipsis
16, 14-16).
V
El
paso del transeúnte se detiene entonces en el descanso de la escalera ante un
díptico cuyas dos escenas cierran la tercera composición; en primera instancia
aparece un grupo de hombres sin camisa en una manifestación, aludiendo a los Batallones Rojos (ejercito de obreros que
en 1921 pelearon contra los zapatistas en Jalisco) mientras entre la turbamulta
una bandera roja se incendia y en la parte posterior la multitud parece
destrozar una insignia que tiene la forma de un satélite espacial o de un
sputnik; de entre ellos se desprende, destacándose como una grandiosa imagen
autónoma de extraordinario dinamismo, un grupo de mujeres humildes y
enrrebosadas que corren como llevadas por el viento en medio de la vorágine del caos hasta enfrentar
a un hombre blanco y barbado al que le piden airadamente explicación de todo
aquello, el cual les muestra mudo una especie de reliquia, de antorcha o de
despojo entre las manos, lo que hace pensar en la escena de la reunión de las
dolientes con el sacerdote cristiano. El par de obras, de inequívoco dinamismo
y de realista fuerza multitudinaria, muestra la participación del Maestro
Guillermo Bravo en la pintura de todos los tiempos, cuyo estilo reúne el mejor
expresionismo orozquiano, a su vez resolviendo inmejorablemente la composición
de los grandes conjuntos heredados por influencia de la escuela de Siqueiros.
VI
Anejas a esas imágines, reposa como escondida y el olvido como en el centro de toda la inmensa pintura
mural, como cuarta composición, un conjunto ideológico de tres figuras: por una
parte, la imagen de una tercia de monolitos prehispánicos, los cuales no sino
tres fragmentos de la escultura Coatlicue, que exhibe sus miembros; por la otra, la doble imagen de una
pareja de Conquistadores en el ejercicio de sus armas y ataviados de armaduras.
El décimo cromo de la serie se refiere así directamente al nacimiento de la
nación mexicana en el siglo XVI, cuando la espada de la cristiandad destruye
una cultura centenaria, para erigir con sangre la fe cristiana a la que
adiposamente se suma el hombre ruin con su joroba de codicia y el verduguillo
en cruz que se señala a si mismo en ávido y fatal signo de mísera
avaricia.
En
el cuadro, lleno de dinamismo flamígero, la figura conquistador armado Hernán
Cortes hiende con la fiera espada en el ídolo ya de por si mutilado y tinto en
sangre –debajo de cuyo poderoso brazo medra la figura de la conquista de la
usura y la avaricia. Hay que advertir que la figura de la Coyouxauki fue
descubierta en el año de 1978, justamente cuando el maestro Guillermo Moral
ejecutaba su inmensa obra mural. Se trata de la Luna en la figuración del mito
mesoamericano, para relata que la diosa Coyouxauki (Rostro de Cascabeles),
hermana de los Cuatrocientos Surianos (Centzon Huznahua), conspiró junto con
ellos contra su madre Coatlicue, que vivía en Coatepec, para matarle -al saber
que se había embarazado de Huitzilopochtli por medio de una misteriosa
concepción: de una bolita de plumas de colibrí que cayo a su seno del cielo. Al
momento de que la Luna instigando a sus aliados da muerte a Coatlicue,
degollando a la diosa de la Tierra, nace completamente armado Huitzilopochtli
(Colibrí Zurdo o Colibrí Suriano), con la Serpiente de Fuego en la mano en
forma de hacha (Xiuhcóatl), iniciándose así una guerra fratricida. La Diosa de
la Noche y de los Vencidos es finalmente derrotada por el dios del Sol y de la
Guerra, quien finalmente arroja su cabeza al cielo para formar a la Luna.
El
ídolo lleva los pechos flácidos, estando visiblemente degollada y desmembrada,
ostentando en el rostro pintado una serie de cascabeles y ataviada con un
cinturón que lleva una serpiente bicéfala, un cráneo a la espalda, sandalias,
tobilleras y muñequeras. De el sólo
podemos ver en la pintura algunos fragmentos: una de sus extremidades, una
muñequera y el cráneo que monta a la espalda. El triunfo del Sol sobre los
poderes nocturnos del mito azteca, encontraría su colofón en la figura de
Cortes quien, a manera de un oscuro Apolo o de un Huitzilopochtli ultramarino
redivivo, destruye con la conquista y las armas teológicas y evangélicas del
cristianismo los sacrificios rituales –enterrando viva con ello a toda una
cultura.
Sin
embargo, gesto manierista del brazo del
segundo conquistador, quien empuña la cruceta de la espada en dirección a la tierra con mirada torva y
esquiva, expresa a la vez la doble imagen de la avidez incontrolada, del afán
de dominio y la avidez de poder material –cuyo motivo preponderante, detonado
por el orgullo y la codicia, no puede sino mostrar junto al gesto repudiable el
cuchillo sacrílego que empuña con infame ademán, el cual deja entrever lo que
en su mente calenturienta hay de radical egoísmo y traición a la causa de la
nueva religión instituida por españoles, simbolizando con ello un crimen de
lesa humanidad. Intento también por
romper con el dualismo estrecho y dogmático de Siqueiros, y de Diego Rivera,
con esa especie de reduccionismo o visión maniqueísta y mezquina de la historia
que divide ciegamente en buenos y malos a las fuerzas del progreso y a las
fuerzas reaccionarias. Dogmatismo que mutila enormemente la realidad y que por
ejemplo, acentuó en la Conquista de México los rasgos sombríos y negativos de
los conquistadores idealizando la sociedad precolombina. Ante esa pintura
ideológica, pues, destinada a convertirse en su oratoria exaltada y vociferante
en gesto, el maestro Guillermo Bravo acentúa su otro polo: la gesta histórica
de la nación mexicana en la defensa de las creencias que le dan mayor sentido y cohesión social:
me refiero las creencias religiosas y a la fe viva donde se cultiva la caridad,
el sentido de la justicia y la conducta recta.
VII
La
siguiente estampa, la quinta composición, arranca en la esquina baja del
descanso principal: es la de un hombre blanco de pelo rubio sentado en una
especie de flamígero trono. Se trata de Maximiliano de Habsburgo, quien se
encuentra sentado como aprisionado en un rincón, encerrado por las raíces de un
inmenso árbol que crece sobre sus espaldas –de una des oquedades emerge también
la triple imagen de la conquista española por los hombres de metálica armadura.
En efecto, en la esquina derecha del tablero, la cual se cae en una especie de
cuchilla por la que casi se abisma la miada del espectador, el artista coloca,
encerrado en el vértice mas agudo de toda la escalinata, la figura esquemática
del cacique imperial, el cual encarna a un dorado Maximiliano de Habsburgo
sentado, hundido, sin torso aparente, en el sitial legendario de la embrujada
silla presidencial mexicana, teniendo la imagen algo de eco, donde
reverberan repetidas las sombras del
viejo Santana mutilado o del pálido Don Porfirio Díaz. El hombre alza las manos
aferrándose a unas cuerdas doradas, símbolo del poder imperial que se le
concedió en nuestra tierra –reduplicando de tal manera la imagen del ser
monstruoso y cadavérico que sobre tonos morados está pintado aferrando los
cables maquinales en la esquina opuesta.
Al
levantar la vista nos tropezamos entonces con la escena del enorme vegetal,
pues de las raíces carcelarias surge un inmenso árbol que según va ascendiendo
enreda a los hombres entre sus ramas. Se trata de una especie de gigantesca
Ceiba devoradora que entre sus llamas
atrapa a los hombres, la cual sube dramáticamente por el muro central
torciéndose hasta conectar el muro contiguo –aplicando el muralista con
singular maestría la idea de la perspectiva curvilínea heredada por Siqueiros
hasta desdoblar completamente los muros encontrados. La imponente imagen se
refiere inequívocamente hace alusión al mito bíblico del Árbol de la Ciencia
del Bien y el Mal, incrementando el artista con ello la atmósfera dantesca de la obra, en medio de
un estilo cuyo expresionismo alía la influencia surrealista, por penetrar en el
inframundo del inconsciente colectivo. La imagen es así en su conjunto una
tremenda alegoría situacional, histórica quiero decir, del Árbol de la Ciencia
del Bien y del Mal que se encontraba en medio del huerto del Edén, junto al
Árbol de la Vida y de la inmortalidad, prohibido al ser su fruto no comestible
por el ser humano por llevar a la muerte.
El tema del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal y el Árbol de la Vida
fue un motivo recurrente en el Movimiento Muralista Mexicano: de ese motivo
plenamente esotérico se ocupó Roberto Montenegro en su primer mural en la
Iglesia de San Pedro y San Pablo en 1922, Diego Rivera con su equipo de
ayudantes pinto una especie de Árbol Cósmico en el mural Anfiteatro Bolívar de
la Preparatoria de San Ildefonso en el
año de 1923 y José Clemente Orozco el mural “Omnisciencia” en la Casa de los
Azulejos el año de 1925.
El
conjunto hombre-árbol-serpiente es recurrente en los mitos de muchas religiones
y específicamente desarrollado en el gran mito bíblico: la serpiente es un
monstruo que personifica al espíritu del mal, esencialmente opuesto al hombre,
la cual aparece como el obstáculo máximo para que el hombre consiga la
inmortalidad, cuya fuente está en el Árbol de la Vida, sirviéndose de él a la
vez al poner la tentación para que el hombre le revele por su ciencia donde se
encuentra, pues se encuentra disimulado entre la multitud de árboles del
Paraíso. Así, el héroe tiene que luchar contra el monstruo y vencerlo en una
lucha (no necesariamente física) para acceder al Árbol o a la Fuente de la Vida
–el cual según disímbolas leyendas se encuentra en el fin del mundo
(Finisterre), en el País de las Tinieblas o en le cúspide de un monte muy
elevado, simbolizando todos esos lugares un eje o “centro” del mundo, siendo
frecuente que el poder de lo inmortal se encuentra concentrado en un fruto, en
una agua o en una hierba. En efecto,
grifos, dragones o serpientes montan guardia en todo “centro” o vía de
inmortalidad, protegiendo así los receptáculos donde se encuentra concentrado
lo sagrado, la sustancia real, los tesoros o los diamantes, los cuales son
símbolos iniciático de lo sagrado, pues confieren poder, inmortalidad u
omnisciencia.
En la
imagen mural la serpiente gigantesca va aprisionando entre sus anillos a una
serie de figuras humanas repetidas, lo cual es un indicio de los años o ciclos
temporales, siendo así una representación simbólica de la misma humanidad,
asaltada en su camino histórico por las astutas tentaciones de su mortal
adversario –y la imagen misma una especie de explicación del mural prefigurado
cunado fue ayudante de Siqueiros en el mural “La Marcha de la Humanidad hacia
su Liberación”, el cual, según la interpretación conclusa del maestro
durangueño, precisa de una clave hermenéutica
simbólica, apelando para servirse de ella a la mitología judeo-cristiana
y de la antigüedad griega. La figura central del árbol combate sin embargo el
pesimismo general de la imagen, al representar a un hombre que con los brazos
en alto, logra liberarse de la tentación y de la sujeción, siendo seguido por
los otros a la manera de un nuevo Prometeo.
VIII
Todo
camino en dirección hacia un “centro” (el Paraíso, la Fuente de la
Inmortalidad) es largo, penoso y sembrado de obstáculos: es el tesoro
difícilmente conseguible, que está rodeado por las aguas de la muerte que el
héroe debe trasponer, o la hierba llena de espinas que se encuentra en el fondo
del mar (Gilgamesh). El camino para
acceder a lo sagrado suele estar guardado por un monstruo o una serpiente –el
adversario por excelencia del hombre y de su inmortalidad prometida –que la
serpiente codicia para si. En el Árbol de la Vida se encuentra, efectivamente,
el centro del universo y su eje atraviesa las tres regiones cósmicas, siendo un
lugar de paso entre el cielo, la tierra
y el infierno, pues si sus ramas cubren el mundo entero y su copa llega hasta
el trono de Dios, sus raíces se prolongan hasta el infierno. En este sentido se
ha interpretado también la cruz del redentor, que es a la vez sostén del mundo
y puente o escalera para que los hombres suban hasta Dios. El Árbol Cósmico,
identificado frecuentemente con el Árbol de la Vida, tiene un papel central en
la mitología y los ritos de muchas religiones. Se trata efectivamente de un
símbolo cosmológico-vegetal pues su tronco toca el tercer y hasta el séptimo
cielo, mientras que sus raíces se extienden hasta el ígneo corazón de la
tierra, reino de gigantes y lugar del infierno. El mito iraní cuenta que en el
fin del mundo temblará el universo hasta sus cimientos y luego del tremendo cataclismo
se instaurará un nuevo paradisiaco en el mundo; y así, aunque el árbol será
sacudido muy fuertemente no será arrasado ni se derruirá el cosmos.
Se
trata así de una potente imagen del Árbol Cósmico, cuya existencia indica el
exilio del hombre en este mudo sublunar y caído, en el cual crecen la raíz de
las tentaciones que encarcelan a los
hombres, llevándolos al confinamiento o
a la perdición –por medio de la pecaminosidad, que tradicionalmente lo mismo se
expresa en términos de avaricia, avidez, codicia violencia o de la lujuria. El
árbol resulta así una prisión y a la vez un sacrificador de hombres que de
alguna manera sugiere una tentación más: la de la razón histórica, la cual se
funda, por un lado, en incesantes convenciones, en cuyas derivaciones
dialécticas u oscuras contorsiones del sentido los hombres son irremisiblemente
atrapados, o caen paralizados y en masa por una especie de hipnotismo colectivo; sustentándose por el
otro costado en el recurso subjetivo de la moral personal, que en su
relativismo anarquista, resulta a fin de cuentas incumplible –ya sea al
estar al estar orientada por modelos
menores del derecho o acicateada por los vientos cambiantes de los intereses
personales enraizados a grupos o circunstancias transitorias.
Las anillos que estrangulan al Árbol Cósmico
habría que interpretarlas como el espíritu de la novedad y de la moda, cuya
incesante renovación conduce al hombre por los caminos de lo excéntrico o lo
lleva a los acantilados del extremismo, sacándolo por el ello del centro
estable de la persona, volviéndolo inconsistente y sin sustancia propia,
anulando en el hombre el conocimiento de si mismo, enturbiándolo o
oscureciéndolo –llevándolo en el terreno de la moral lo a la ausencia de
sentimientos o a su perversión y, con mucha frecuencia, al cultivo de las
místicas inferiores y al confinamiento del hombre en si mismo para por decirlo
encriptarlo –volviéndose con ello una fuerza socialmente disolvente o un sujeto
ininteligible para los otros y para si mismo.
Lastimoso
árbol del sacrifico inútil, pues, y de las lamentaciones, que nos recuerda dos
verdades inconmovibles y eternas: que a Dios pertenece todo ser humano y que
aquel que peque morirá -estado en Dios el poder de derribar el árbol orgulloso
y de hacer crecer al pequeño, de secar al árbol verde y de hacer reverdecer al
seco. El mural nos habla así de la tremenda presión histórica y generacional
que pesa sobre el pueblo mexicano y del espíritu del error que desacata el
mandamiento central de la religión: el amarse como hermanos los unos a los
otros. Negativa a seguir el pacto con la deidad, de guardar el santo
mandamiento, de hacer lo que agrada al Espíritu de la Verdad –y que constituye
el desamor y la sordera del espíritu del error, de los hombres que hablan según
el mundo porque son del mundo y que son escuchados por el mundo. Verdad
mundana, pues, cuyo saber es desamor, donde el consiste en el fondo en no ser
cómplice, es encontrar en falta al hombre y en denunciarlo. La condena de la
humanidad, llevada por las bajas pasiones, a la tentación del poder o, en una
palabra a estar en el error, lejos de la verdad, privado del espíritu, dormido
y con los ojos cerrados.
La
vieja analogía del hombre que hace de él un árbol, encuentra en el fruto
prohibido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal a la serpiente, que
conlleva la muerte del espíritu y el alejamiento de Dios. El hombre, árbol de
imágenes cuyas ramas son los pensamientos y las hojas, cuyos frutos las
acciones –buenas y/o malas. La estampa
se presenta así como una primera señal de advertencia sobre los engaños del
camino, expresando vivamente, en un tremendo esfuerzo personal, las viejas
verdades hoy olvidadas, las cuales ayudan a apartarse del espíritu del error y
de la confusión –el cual, bajo formas modernizadazas, cada vez más atractivas y
fascinantes, se adaptan por todas partes y no dejan de reaparecer, disfrazando
con el sello de la novedad las antiguas y temibles herejías.
IX
Por
su parte la serpiente representa el principio primordial e indiferenciado de la vida y por tanto la
psique oscura e inferior, incomprensible y misteriosa, en cuya sacralidad
material carente de espíritu hay una marcada tendencia al caos. Línea viva,
abstracción encarnada, su fría viscosidad y su vida subterránea que surge de la
boca de una caverna nos hablan del mundo de abajo y de la noche del origen,
pues es dueña de de las fuerzas de la naturaleza y de la libido. Los anillos
que forman su cuerpo curvilíneo son así también un símbolo de la cadena del
tiempo o de la rueda de las horas. Es el dios de las tinieblas, símbolo del mal
intrínseco dominado por el interés egoísta, siendo así un animal de poder
caracterizado por su agresividad, su fuerza, por el veneno de su sabiduría
tramposa y por su cólera (Apophis, Leviatán). Sin embargo, en la dialéctica
material, la serpiente es también un principio vital, vivificador que nos
indica que de la vida surge la muerte y de la muerte sale la vida.
La
serpiente cósmica, falo, vulva, matriz y boca a un tiempo, simboliza de tal suerte el deseo perverso de
llevar el cosmos de la creación de nuevo al caos de lo indiferenciado. Como rey
subterráneo su deseo no es otro que el de destruir el mundo. Potencia desde un
principio hostil al hombre, la serpiente simboliza así las fuerzas de la
naturaleza desatadas y un poder incontrolable esencialmente enemigo del
espíritu. Sin embargo incorpora también algunos aspectos, a primera vista
contradictorios, pues a fin de cuentas cumple en el plan de la creación una
función regeneradora. Enemiga del sol y del espíritu, la serpiente lleva a cabo
así una función no solo vivificadora e inspiradora, sino que también fecunda
por medio del combate al espíritu. Sus aspectos polivalentes la hacen por ello
equiparable al símbolo del laberinto –dominando en todo ello el aspecto
nocturno, negativo, incuso maligno de la naturaleza, siendo por ello el emblema
de lo falso, del orgullo, de la avaricia y el egoísmo, así como de la
sublimación de la lujuria en sus aspectos más degenerados y perversos del deseo
caído, bestial, del impudor y la prostitución. También es efigie por ello de
los seres materializados que sólo aman los bienes temporales, que engendran
escasez debido a sus irresponsabilidades y
que hacen sufrir a los pobres. Ser repugnante, la serpiente maldita que
engendra los vicios que traen la muerte,
es también emblema de la masa humana y su impuso tanático y disolvente
que la impulsa a volver a la materia en bruto de lo inanimado.
Para
el mito iranio la Serpiente de la Esfera Celeste (Gochihr) caerá en el fin de
los tiempos desde lo alto de la luna a la tierra, la cual sufrirá gran dolor,
como cuando la oveja ve desgarrada su lana por fauces el lobo: entonces el dios
maligno Ariman fundirá los metales de los montes y las colinas, los que fluirán
hacia la tierra como ríos, obligando a los hombres a atravesarlos pereciendo de
tal modo y revelando con ello su maldad –logrando sin embargo Ormuz, el dios de
la luz, que los salvos los cruzarán como ríos de leche tibia. Gochir, el
espíritu de la destrucción, finalmente será vencida para hundirse en los abismos del infierno. Por su parte San Juan explica la génesis del
pecado en un conocido pasaje del Nuevo Testamento: “Y fue arrojado el enorme
Dragón, la antigua serpiente que se llama el Diablo o Satanás, el que seducía
al universo entero; fue arrojado a la Tierra y sus ángeles fueron arrojados con
él.” (Apocalipsis 12, 9). Se trata así de la serpiente cósmica, del rey
subterráneo que ha de volver y cuyo deseo perverso es llevar el mundo de nuevo
al caos y destruirlo.
La
larga cola azul y serpentina del monstruoso ser que sujeta al Árbol Cósmico se
desarrolla sobre el muro occidental –sirviendo de conexión o puente con el muro
sur. La sexta estampa muestra así, sobre la prolongación de la serpiente y en
primer plano, una enorme y alucinante águila imperial, que en la visión
alegórica del pintor aparece bajo la forma de una especie de Tifón de la
mitología griega o de de Hidra alada resuelta en colores azulgrana, la cual
sostiene un combate contra la serpiente cósmica. Tifón, la divinidad primitiva relacionada con
los huracanes cuyo nombre significa “humo”, es una figura ctónica de las
fuerzas volcánicas, un espeluznante monstruo alado de cien cabezas cuya colosal
altura alcanza las estrellas. Por dedos lleva cabezas de dragón y numerosas
serpientes repartidas entre los muslos siendo sus piernas también
serpentiformes. Monstruo espeluznante de mirada ígnea que con su aterradora
cabeza de dragón que vomita fuego y lava de sus fauces, Tifón crea los
terremotos y los huracanes al mover sus alas.
Se trata, en efecto, de una fuerza anárquica dirigida contra la ley, de
las desmesuradas fuerzas bestiales de la naturaleza sublevadas contra el
espíritu.
La
inmensa águila, rematada en una poderosa garra imperialista que aprisiona a una
roca, desarrollando la escena del combate con la serpiente sobre un paisaje
ígneo entre volcanes en erupción y donde es visible en un segundo plano la
cabeza de la serpiente herida mortalmente. Sin embargo, aunque la lucha entre
el águila y la serpiente es un símbolo cosmológico de la oposición entre la luz
y las tinieblas, una hierofanta de la contradicción entre el principio solar y
el subterráneo, pues el águila, en efecto, libra diariamente un combate contra
la víbora. Siendo un pájaro de presa, el águila hunde sus garras en el cuerpo
de la serpiente para obtener de ella la sangre destinada a formar al hombre
civilizado.
Sin
embargo, cabe una doble interpretación, pues el alado ser monstruoso que vuela
enloquecido con sus multiplicadas cabezas, aprisionado en su única pata una
especie de aerolito o de cometa, pudiera referirse entonces a un ángel
maléfico, incluso al anticristo –pues el águila ha sido también símbolo del
poder imperial, en particular del Sacro Imperio Romano, siendo así entonces un
símbolo de la perversión del poder, pues en su aspecto descendente el águila
puede expresar orgullo y opresión, al ser en ocasiones un animal rapaz, cruel y
robador, caracterizado por su voluntad de poderío y por su inflexibilidad, pues
como ave de presa rapta a sus víctimas con sus garras a lugares donde no pueden
escapar. La imagen mural nos hablaría entonces de un enfrentamiento entre dos
fuerzas primigenias de la naturaleza, ambas de naturaleza negativa. La enigmática
figura se presenta así a la vez como una figura del enigma: fantástico ser
hibrido que nos impele, que incluso nos exige buscarle un sentido –que es el
rasgo definitoria y propio de la
verdadera de la obra abierta.
X
La
séptima imagen con que cierra el mural en el descenso final del cubo de la
escalinata nos remite a la mítica Comala, a la
viudez, orfandad, miseria de un pueblo de muertos en vida –o mejor, de
muertos que no saben que no están muertos, vivos en la muerte, o que mueren de
muerte viva. La grandiosa serie de
paisajes por decirlo así minimalistas se cierra con una maravillosa grisalla,
en la que se retrata una anémica y fantasmal procesión, en la que aparecen como
a la distancia, casi al borde de la desincorporación, un grupo de mujeres
esporádicas ataviadas con los atuendos revolucionarios de las dobles cananas y
el amplio sombrero zapatista.
Imagen rotunda, pues, de la desolación y la
orfandad. Retrato de la miseria del pueblo que es a la vez un tratado de
demonología. Revuelta, pues contra los actos de astucia inscritos en la
modernidad, cuyo propósito más férreo es ocultar los símbolos y su exégesis,
debido a la presión histórica, para vaciar el sentido.
La obra, realizada entre 1978 y 1979 a encargo del Dr. Máximo Gamis
durante la administración de Castillo Franco, fue concluida por Guillermo Bravo
en varios meses de extenuante labor, que se prolongaba en jornadas diarias de
nueve de la mañana a dos de la madrugada –teniendo durante toda su ejecución a
un solo pintor diletante como ayudante. El maestro Bravo estaba realizando su
obra maestra, por lo que borraba estampas completas del complejo mural,
rehaciendo las postales constantemente, en un esfuerzo por enfocar y llevar a
su perfección la visión estética que le fue dada. Asombrosa imagen y compleja,
es cierto, donde se siente vivamente junto al tono de de la epopeya patria un
presagio apocalíptico. El magistral mural, pleno de ingredientes simbólicos, es
una visón ciertamente pesimista de la condición humana y de las repetidas
tragedias nacionales, en cuyo dramatismo sin embargo se establece una especie
de diálogo o, mejor dicho, de consideración y corrección final al mural
colectivo “La Marcha de la Humanidad hacia la Liberación” que junto con David
Alfaro Siqueiros y su equipo realizo Guillermo Bravo como Jefe de Taller en sus
etapas generatrices y decisivas una década antes. Esfuerzo en verdad titánico por aclarar en lo
posible y volver explícito el simbolismo subyacente en aquel esfuerzo colectivo
y generacional…
Así,
en sus muchas alegorías la gran obra mural del maestro Guillermo Bravo,
localizado en el hoy Museo Palacio de Gobierno de Durango, corrige lo que el
Museo Polyforum dejó pendiente o inconcluso informe, por su carga de arte
concesivo y de pintura demagógica por lo que fue tan criticado Siqueiros en su
momento, aportando la única solución
posible ya entrevista por José Clemente Orozco: el recurso no sólo a la
simbología tradicional, sino incluso a su renovación. Proceso de hermenéutica
que va más allá de la exégesis: me refiero a la invención de imágenes
originales, sujetas a un riguroso proceso heurístico. Predicar desde los
andamios renovando con ello la religión; religión nueva, es verdad, que se
expresa a través del humor cruel y de la sátira llamativa los grandes problemas
y temores que conciernen al pueblo de México -función social del arte entendida
como expiación colectiva y como acto de conciencia.
Hay
que agregar aquí que en torno al movimiento muralista ha rondado por sistema
una temible confusión, la cual se reactiva sin cesar en nuestro tiempo cuando
se habla de “arte nacional”, “literatura campesina”, arte proletario” o “arte
colectivo”. Lo cierto es que cada colectividad tiene sus propios medios de expresión,
que se manifiestan tanto en el folclore, en los símbolos como en su mística,
los cuales pertenecen a una estructura mental dada, y que son creados por la
vida social misma, siendo así imposibles de ser representados por un artista.
Por su parte el artista se distingue de los demás hombres justamente por
profundizar en su experiencia personal, por pulir su autonomía individual y
acrisolar su vida y visión interior, y a la vez por llevar a cabo una lucha
permanente por concentrar su inteligencia y sus esfuerzos con la continuidad de
la tradición, solidarizándose con el trabajo de la humanidad por asegurar su
nobleza y su dignidad. Sus esfuerzos personales se conectan entonces con la
tarea de recordar las viejas verdades olvidadas, por apartarse del error y de
la confusión, el cual ronda entre nosotros con formas modernizadas, cada vez
más modernizadas y fascinantes, adaptándose por todas partes sin dejar nunca de
reaparecer a la manera de las viejas herejías.
El
antídoto para combatirlas que encuentra el maestro Guillermo Bravo en la
tradición y a la mano es una interpretación moral e incluso Bíblica, usando para ello la clave
de Antiguo Testamento el cual resuena en el fondo del mural con sus incendiados
paisajes apocalípticos. Imposible no ver en el jinete central a los jinetes de
elegantes uniformes del país de Magog descritos por el profeta Ezequiel: la
grandiosa imagen central hay así una vívida reminiscencia de su Jefe supremo
Gog, quien se hizo enemigo del Dios, condensando la imagen al general blasfemo,
en el momento de estar atacando al país que vive en el centro del mundo para
saquear y robar, a ese país tranquilo, hecho de varias naciones y aliado casi
fortuito de Dios, quien castiga a Gog con toda clase de males como granizo,
fuego, azufre, enfermedades y muerte violenta -pues Dios juzgará al ejercito
enemigo de acuerdo a la manera en que ellos juzgan, y usando su propia medida
los tratará según su conducta.
En
el magistral mural aparecen representadas así una serie de grandiosas fuerzas impersonales,
que al incrustarse en la naturaleza humana o al incubarse en el inconsciente
colectivo dan por resultado tremendos movimientos sociales sujetos a los
vendavales de las potencias desatadas –las cuales van desde las máquinas que
imperan sobre la condición humana a la Hidra de Lerma, pasando por la ambigua
deidad farisaica del voluntarioso carro guerrero, el dragón montado por un
churrigueresco generala amotinado y el Árbol del Conocimiento de la Ciencia del
Bien y del Mal. Así, lo primero de lo da cuenta la decoración la tendencia del
espíritu moderno a estar en contacto con realidades cada vez más pesadas. La
condensación. En efecto, la densidad tectónica de las expresiones artísticas,
pero no sólo de ellas (pues está presente en la novela, en la filosofía, en la
economía y en la política), revela la necesidad de nuestra época de sentir la
realidad dentro de sus aspectos más pesados –tendencia barroca que se explica
por una especie de doble horror de la modernidad: el angustioso horror al estar
vacía de espíritu, por un lado, cuyo ferviente materialismo conduce por
oposición al horror por lo puro, por los sencillo, por lo angélico. El maestro
Guillermo Bravo da cuenta de esas notas valiéndose de la densidad en sus
volúmenes, introduciendo en el grandioso tablero una especie de composición
polifónica, cuyos colores chirriantes, solferinos, eléctricos y violentos,
crean una atmosfera de desconcierto y desafinación generalizada, expresando con
ello lo que la revuelta armada de principios del siglo XX tuvo de sangrienta
lucha fratricida –pero también de explosiva fuerza redentora.
XII
El
mural comprende así, de manera alegórica, un recorrido por las etapas clave de
nuestra historia, en una visión megaperiódica, en la que sólo tienen cabida los
símbolos más caros que nos constituyen. La visión, que por la misma dinamicidad
extraordinaria lograda por las formas y la aceleración que añade el colorido,
eléctrico y casi chillón en su viveza, va dando cuenta de un continuo de
escenas plásticas que abriéndose en una
especie de visión en espiral, por decirlo así de embudo, en el que van
desenvolviéndose los temas particulares de las cicatrices de nuestra historia:
se trata de los emblemas del mundo Prehispánico, la Conquista y la Revuelta
Armada, para continuar el mural a mano derecha con una alegoría del
imperialismo internacional bajo la forma de una monstruosa águila, que deforme
o mutilada asienta su única garra sobre un ardiente terreno roturado, tras
cuyas quebradas de marmóreo granito destaca el estallido de un volcán en la pradera. Se trata así de un juego
formal de impecable factura que conforme a la declinación de la escalinata nos
lleva simultáneamente a recorrer esa otra escalinata de una cumbre acerada,
cuyas lajas van cayendo a una hasta formar toda una hilera muda de sarcófagos.
Imágenes de vertiginoso recorrido, es verdad, que nos hablan de las
hondas preocupaciones del maestro Guillermo Bravo por nuestra hondura
histórica. El mural es el relato así de los grandes dramas de un pueblo, de las
migraciones humanas que van constituyendo al través de su historia a una
nación, porque los viajes de las grandes colectividades y los retos y escollos
para constituirse que encuentra en su camino.
Así, el anhelo por constituir una cultura propia, castellana rayada de
azteca, el mestizaje en su difícil mixtura de elementos autóctonos y
criollos, de nuestra raza.
En
su momento Bravo Moran, debido acaso a su formación de caballero arcaico y a su
impecable formalidad (a la flexible pero firme estructura de su formación
moral), organizó bajo su jefatura los talleres de David Alfaro Siqueiros para
la construcción macro-pictórica-arquitectónica del Polyforum Cultual. El
maestro Bravo, al entregarse a la tarea de manera absolutamente comprometida y
responsable, casi me gustaría escribir que de un modo religioso, no tardó en
refinar los ideales estéticos del movimiento muralista, por una especie de
contacto áptico y afectivo. Tal actitud, lejos de ser la de la mera asimilación
de los conocimientos técnicos (como sucedió con el obsedente formalismo estéril
aprovechado pragmáticamente por su discípulo norteamericano Jakson Pollok o
Jaspers Jons ? bajo la forma del “driping”), no tardó en traducirse en el
lozano crecimiento de un brazo más que poderosamente iba creciendo en el recio
árbol del movimiento pictórico nacional, cuyos frutos trascendían no sólo la
poderosa individualidad de Siqueiros, sino también los de la primera generación
del muralismo entero, llegando a superar-conservando las enseñanzas de sus
preceptores, al añadir en sus visiones y fantasmas otro capítulo, acaso más
ecuánime y desarrollado, acaso también más inteligible y explícito, a los
ideales estéticos colectivos. Imposible olvidar aquella fabulosa anécdota
cuando, en un momento dado de su ejercicio creador, sus íconos llegaron a
venderse por un mercenario sudamericano en alguna conocida galería mexicana
bajo el sello más novedoso y revelador del último Siqueiros: caso insólito en
cuyo suceso se superpusieron circunstancialmente tanto la proverbial
bellaquería argentina como el contagio visionario que hace al discípulo, no
sustituir, sino relevar al maestro en tanto encarnación, personal y concreta,
de los valores estéticos de una tradición.
Cuando su obra incursiona en los grandes planos paisajísticos, en las
gruesas dimensiones del mural, su visión equivale a la de una revelación, como
sucede, sobre todo, en las imágenes de
José Clemente Orozco. La metafísica oscura de la nación mexicana, alimentada no
de otra cosa que de un anhelo de vacío estridente que desemboca en la
evisceración de lo estridente, en mera voluntad de aniquilación, manifestada
ya bajo la especie de la idolatra
superchería, ya bajo la forma del atavismo inconsciente, o de las bravuconerías
y malversaciones de la nada. Sujeta a las ventoleras de la intemperie, a la
existencia edulcuroda por las tentaciones, que son siempre mezquinas, o por los
engaños, que siempre resultan hijos bastardos de la ambición mercenaria.
La
asimilación, proceso para entender al maestro, fue llevada a tal extremo de
perfección que incluso se dio una memorable situación escandalosa de robo de
creación y de aparente plagio estético. El mural, de innegable grandeza
escatológica, se presenta así como reflexión a fondo de nuestra historia
desgarrada.
Durango, 24-08-2018
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