José
Manuel González: el Tormento y el Éxtasis
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
Con la muerte del artista verdadero que fue
José Manuel González Rivas (Durango, 13 de diciembre de 1953-Durango, 26 de diciembre
de 2015), se cierra todo un ciclo para la cultura local, representando su obra
un ejercicio radical de creación estética y pasión por el placer superior,
espiritual, que hay en el arte, siendo su trabajo una especie de microcosmos en que se
presentan los conflictos más apremiantes de su terruño querido y, por extensión,
de la humanidad misma como tal. Personaje
indispensable y por tanto insustituible de la cultura autóctona local, que en
si mismo portaba sus caracteres, anhelos y aspiraciones más acendradas, también
los estigmas de la época existencialista y de crisis de los valores que le tocó
en suerte vivir, hallando para ello, a través de la intensa experimentación
vanguardista y del sufrimiento de la creación, inéditas soluciones a los patentes
conflictos lógicos y vitales de nuestro siglo y mundo mediante un arte original,
de gran fuerza expresionista, esencialmente trágico, pero no exento de ironía e
incluso de humor y comicidad.
Nació, creció y murió en la Zona Centro de
la ciudad de Durango, en el #203 de la Calle de Santa María, por el rumbo de
José Martí, Ciénega y IV Centenario, a dos cuadras al sur de la iglesia del
Sagrado Corazón de Jesús. Cursó sus primeros estudios en el Colegio Guadiana y el Instituto Durango,
conservando para siempre el estilo alineado en el vestir y una esmerada educación,
que se distinguía en su trato al ser a la vez en extremo cortes y deferente. Siempre
pegado a su madre Rosa, mujer de porte distinguido y de humildes faenas, abrevó
también del estilo de su tía Elena, sofisticada empleada de los comercios más
conspicuos de su tiempo. Estudió luego en el Instituto Juárez, por la época en
que adquirió el grado universidad para convertirse en la actual UJED. Se asomó
la las clases de pintura de la Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías del maestro
Francisco Montoya de la Cruz, en la que tomó algunas clases, para entrar
temporalmente a la carrera de medicina, donde se apasionó sobre todo por la
materia de anatomía –siendo con posterioridad en algunas ocasiones ayudante en
operaciones quirúrgicas. Marchó a Guadalajara, donde estudió por un tiempo
probando la vocación de seminarista y regresó a su tierra natal para estudiar guitarra
y piano en la Escuela Superior de Música, ubicada por esos años en la calle de
Negrete #400, instrumentos en los que por años ejerció como maestro en varias instituciones
escolares, como el Colegio Americano.
Volvió así al rincón cordial del alma
nacional, de su amado Durango quiero decir, del que prácticamente no se movió
en el resto de sus fatigas y sus días, siendo durante muchos años una presencia
viva, gran caminante de indiagramables recorridos que atrapaba en sus insólitas
pesquisas maravillosos objetos de todas clases, desde obras de arte hasta antigüedades,
los cuales igual que aparecían, desparecían del pequeño departamento hogareño
en el que vivía, de notable frugalidad y carente de todo mueble, adorno u
ostentación que no fuera el de algún objeto de mérito estético, conservando
hasta el final de sus días la escultura de una cabeza humana, perteneciente a
un escultor de la moderna escuela de Montoya. Frecuentó los cafés de la
localidad, animando con sus obras, angustias, congojas, visiones e
interminables conversaciones la vida artística local, dando razón a los contertulios de un
sinfín de anécdotas, siendo amigo de
intelectuales, escritores, pintores y escultores, dibujando con ello en el espacio sonoro de la plática a la vez la gesta
de un puñado de hombres resistentes, en incesante lucha por la superación anímica y profesional, y por el desarrollo educativo de su terruño.
En la misma calle de Santa María, por una
extraña conjugación de los astros, conoció y trató al inédito artista Fernando
Mijares Calderón, el Van Gogh de Durango, vecino de toda la vida, que pronto se convirtió en su mentor,
cómplice de correrías en la inquerida bohemia citadina, y en su guía y maestro
estético, al que siempre le guardo gran admiración, infundiendo en el joven
artista un irrenunciable amor por el arte, cuya pasión se convertiría en la preocupación
central de su vida, trabajando infatigablemente tanto en los procesos experimentales
y matéricos del arte, como en el
ejercicio del acto puro de la creación estética. Aprendió desde joven el arte
del dibujo con el artista Jesús Gómez, junto con quien vendió emocionado el
primer libro teórico y lírico de Fernando Mijares, Los deslindes de la tierra árida,
hoy auténtica joya bibliográfica local, que fue editado en Gómez Palacio por
cuestiones de costo, y que celebraron ampliamente, vendiendo el extraño volumen
en las inmediaciones del Hotel Casa Blanca o tomado proletaria champaña (mezclado
el ron con la cerveza), en el descarapelado estudio del pintor junto con el
poeta Renato Leduc.
Con el paso del tiempo fue protegido de
algunos intelectuales regionales, como Héctor Palencia Alonso, siendo apoyado por
el coruscante orador desde los tiempos del FONAPAS, y al que a su vez el artista acompañó desde
la creación del ICED. Gozó de la simpatía de otros muchos escritores de
renombre, como Enrique Arrieta Silva, Evodio Escalante Vargas, Mauricio Yen Fernández, Gabino Martínez, el Lic, Armando Nuñéz, Petronilo
Amaya Díaz, Benjamín Torres Vargas y Enrique Torres Cabral, siendo algunos de
ellos coleccionistas de su obra, cuando no modestos mecenas, como el doctor
Reinaldo Milla, la Familia Martínez Mijares, o el oftalmetrista Homero Andrade de la Torre, ocupándose
de él en su penosa enfermedad, con real abnegación altruista y desprendimiento humanista su
vecina de Santa María, la Señora Doña Beatriz “Ticho” Tinoco.
II
El acto de creación fue para el maestro José
Manuel González el centro de su actividad artística y eje de su vida durante su
etapa final de un cuarto de siglo, dedicándose de lleno a la experimentación y
ensaye de su arraigada vocación artística como dibujante, bajo cuya disciplina
inventó una técnica completamente original y adaptada a sus posibilidades
reales y a las limitaciones materiales impuestas por el medio en que le tocó
desarrollarla.
Partiendo de las lecciones como observador recibidas
de su maestro Fernando Mijares, que en el último tramo de su recorrido
vanguardista probó su doctrina del “Pluralismo Estético” con materiales de
polvo de anilina y pelotas de esponja
partidas a la mitad a manera de poderosas imprimaturas, José Manuel González
empezó a probar los rudimentos de su técnica personal por el año de 1995,
combinado las ideas de David Alfaro Siqueiros del “accidente controlado” con
los materiales más simbólicos que quepa imaginar: como son las cenizas del
cigarro que, a manera de manchas, esparcía sobre la hoja en blanco, delineando
sus figuras con goma borrador, obteniendo con ello efectos y formas maravillosas
y sorprendentes, que luego refinaba y componía ayudándose de su imaginación
creadora, hasta lograr una serie de verdaderos arquetipos del inconsciente
colectivo, de imágenes indelebles que duermen en el fondo más profundo de la
conciencia humana, inaccesibles para la razón o el pensamiento diurno, y que
alcanzan por ello mismo frecuente el grado de la universalidad en su expresión plástica.
Su técnica fue refinándose con el tiempo, sustituyendo la ceniza de cigarro por
la de papel periódico, que da tonos más negros, añadiendo esporádicamente apenas
algunos tonos areniscos de pigmentos de color a algunas de sus obras: azul,
sepia, amarillo o rojo, usando como espátula dos tipos de goma cortadas, una
blanca y la dura “T 20”. Técnica y estilo estrictamente personales, bajo cuyos
procedimientos logró fundir el magma volcánico del fuego al mágico soplo de la
vida primigenia, debajo de cuyas efímeras nubes iban surgiendo impecables volúmenes
y formas de intención escultórica y de inusitado dramatismo expresionista,
centrando su “arte pobera” en una serie de retratos o de cuerpos enteros, con
especial atención a la significación anímica que expresan las diversas morfologías
de los ojos y las cejas, pero también de los gestos de la boca y de la encarnación
de los labios, hasta constituir a partir de ellos la unidad de un rostro –que sería
mejor llamar una figura, significante alegóricamente de una conformación
humana, casi me atrevería a decir que de un mito, que por ello mismo se repite
en sus manifestaciones concretas en un sin número de veces de la vida real. Retratos
expresivos de las miradas, espejos del alma, pues, y de la boca, con la que el
hombre come y bebe, pero también lo mismo bendice, que blasfema o maldice.
Al igual que Siqueiros, se servía de una
serie de fotografías que coleccionaba, recortaba o retenía en la memoria
retiniana, traduciendo por medio de su imaginación las formas en intensos
arquetipos del subconsciente, plasmados en términos de profundos claroscuros los
reinos humanos de la noche oscura del alma o del día esplendido. Por un lado,
el tema de los tipos populares, donde pasan revista lo mismo pelados que
lisiados, réprobos que miserables, publicanos que famélicos revolucionarios,
guardando esta sección dos capítulos especiales, uno dedicado a los desgarradores
desnudos femeninos, y otra a los más necesitados
de ayuda y caridad, como es el grupo de las viudas y los huérfanos,
frecuentemente unidos en un abrazo de desolación fatal y donde su arte alcanza
los más altos timbres estéticos de lo conmovedor, haciendo pensar lo mismo
en las obras de Juan Rulfo que de José
Clemente Orozco, en un arte a la vez sentimental y profundamente nacionalista,
en donde no faltan los héroes del panteón mexicano, de Benito Juárez a Pancho
Villa, de Agustín Lara a Tongolele y Dolores de Río, y en donde figuran también
los tres grandiosos muralistas: el mismo Orozco, Rivera y Siqueiros. Por el
otro, los surtidores ideales de la más alta espiritualidad y de esperanza, en
un abanico que va de los profetas del Antiguo Testamento al Jesucristo coronado
con la sangrante diadema de dolorosas púas, y que se extiende hasta completar
la esfera cósmica con las figuras inmortales del Quijote y de los dioses
clásicos de la antigüedad greco-latina, donde desfilan lo mismo Apolo que
Vulcano o donde se asoma la Quimera o nos visita Mercurio con su sombrero mágico y su capa invulnerable de invisibilidad.
III
José Manuel González Daher comprendió así, mediante
el trabajo de un arte sentimental, profundamente conmovedor y emociónate, la
función educativa más radical del arte: desarrollar los sentimientos
reprimidos, ocultos, pero latentes en el inconsciente colectivo del espectador.
De sensibilizar, pues, a sus coterráneos para la profunda contemplación estética,
mostrando lo mismo los profundos misterios de la noche tormentosa del alma, que
la promesa de la refulgente gloria del día increado y por venir. También que el
acto creativo es un proceso que actúa en el interior del artista, proponiendo
en sus pautas y pronunciamientos una solución a los más serios conflictos existenciales
vividos desde el interior de la persona, operando una secreta alquimia
transformadora, enderezada en el sentido de sanar al alma de sus yagas, superando
con ello la fealdad de la tristeza, sin cabida estética, por más que tal
elevación artística nos arroje a la playa, un poco estéril, de lo meramente
elegiaco, donde se trenzan como en río las aguas de lo nostálgico y lo melancólico
para volverse, sin embargo, fértiles, saliendo por tanto de las terribles
sombras de la noche y de la muerte, al renacimiento del nuevo día. Porque a fin
de cuentas, solo se puede encontrar lo que se pierde, como sólo después del
letargo y del sueño se alcanza el pleno despertar de la conciencia. De la misma
forma que de la muerte nace la vida.
El arte del maestro José Manuel González se
presenta así orgánicamente y en su conjunto definitivo como todo un microcosmos
de resonancias totales y trascendentes, potentes
para dar sentido a toda una vida de sacrificios incontables y de auténtica
generosidad. Poniendo así mismo de manifiesto que en el arte hay un placer inigualable,
sólo comparable humanamente con el del descubrimiento de la investigación
científica, por permitirnos acariciar sensiblemente la idea pura de la paz y la
armonía con el todo. Así, si el acto creador lo experimento el artista con toda
la complejidad que tiene logro y de éxtasis, dejó en cambio para los espectador
la experiencia sentimental del arrobamiento ante su obra, comunicando sus figuras la emoción verdadera con una parte de nosotros
mismos, en que reconocer el vértigo de nuestra naturaleza caída y la vacuidad
de la ilusión del mundo, pero también la belleza de la gracia y la emoción
sublime de la reconciliación con la ley moral y el eterno orden de la creación.
Esfera indivisa donde se conjuntan los misterios lunares de la noche con el
orden de la luz del día, y de los que participamos en sus signos, en sus cifras
y en sus ritmos, no menos que en sus ciclos cósmicos de cierre y apertura, de
muerte y renacimiento. Ciclos en los que el artista, al solidarizarse tan
firmemente en su acto de creación y de entrega a una sociedad, encontró finalmente su destino, dejando en su
infatigable paso por el arte las huellas ciertas de su marcha trascendente por
el mundo.
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