José
Luis Ramírez: Abrir el Tiempo
Por
Alberto Espinosa Orozco
“Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual al ave
taladrada en los hilos del rosario,
y es más feliz que tú, Patria suave.
Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor, y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carreta alegórica de paja!”
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual al ave
taladrada en los hilos del rosario,
y es más feliz que tú, Patria suave.
Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor, y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carreta alegórica de paja!”
Ramòn Lòpez
Velarde
I
En lo que antes fuera un oscuro y descuidado
pasadizo en el Edificio Central de la UJED, se ilumina ahora de imágenes y
creatividad con la más reciente obra mural de José Luis Ramírez, titulada “El Tiempo, la Sombra y el Cobijo”. La
decoración, realizada sobre lino al acrílico con la ayuda de los jóvenes
artistas Thelda Day, Abril Arreola y Luis L. Ortega, a la vez espectacular e
inquietante, resulta una visión estética y a vuelo de pájaro de la última etapa
histórica de la institución educativa (de1856 a la fecha), ofreciendo al
viandante un recorrido emotivo y paisajístico por su emblemático espacio al
través de los 160 años de educación laica superior en el estado.
La alegoría de la cultura universitaria
moderna se articula así partir de un punto central, fijado bajo el primer arco
que comunica el hermoso gran patio del Edificio Central de la UJED con el
segundo patio, de reducido tamaño, donde se alza la proverbial fuente de
cantera. La primera mirada muestra de tal forma una composición aérea, que
literalmente nos obliga a levantar la mirada, los ojos, hacia arriba, donde
reina el espacio azul del cielo. El espacio cúbico entonces se transforma para
girar como una esfera, la cual es atravesada por una larga viga de madera en la
que una joven nos mira e interroga desde arriba, haciendo ejercicios de
equilibrio. Así, de lo que primero que nos habla el mural es del horizonte
mismo de la cultura actual, en cierto modo incierto e indefinido, acaso
indiferente, que mantiene a la juventud de hoy en estado de pasmo y de
parálisis. Pequeño paso por la muerte, pues, que nos invita directamente a
revisar y considerar sin tapujos, abiertamente lo que somos, lo que hemos
llegado a ser, a mirar de frente nuestra tradición y nuestra historia -para
definir con mayor precisión los objetivos del horizonte futuro.
La imagen, cabe agregar, es también una
figura de la condición humana misma, que es la de un ser oscílate entre
extremos propios a su naturaleza y exclusivos de ella, donde se da la
posibilidad de la especialización y concentración creciente, hasta el extremo
de la manía o de la robótica automatización de procedimientos, pero también de la dispersión y el desvarió.
Visión efectivamente del ser humano como un ser fluctuante, tentado por los
extremos que lo abisman: entre las posibilidades de lo sensible y lo
suprasensible de lo natural y animal y de lo sobrenatural (pero no
sobrehumano), de lo emocional y lo racional, de la intuición sensible y de la
inspiración, de las tendencias e impulsos y de la voluntad, de las emociones
egoístas y de las emociones altruistas. Tarea fundamental de la educación es el
logro de la armonía equilibrada entre las proteicas y diversas potencias
humanas que lo constituyen de raíz, para la conquista de su pleno desarrollo y
satisfacción o felicidad completa, cabal, acabada.
Un paso más allá, entre los hilos y cables
de energía que cortan el espacio, asoman unos libros e inocentes avioncitos de papel que vuelan como aves,
entremezclados con un puñado de palomas grises y blancas que anidan dispersas por el mural, características del centro
histórico, típicas de la región.
Alegorías del saber, de la cultura y de la libertad ascendente, tales emblemas
lo son también del reino de los valores –que no es como presumen algunos
“realistas” un orbe fantasmal e inaprensible, distante como las estrellas, que
aparecen débiles en su titilar, del que estamos separados por un abismo de
sombras y vacío, no. Porque el reino ideal de los valores está en nosotros vivo
desde siempre, y es corriente como el vino y el agua compartidos, presente siempre a la
intuición moral, común a todos, al gozar de una irrefutable objetividad social.
Es el aire, que nos permite volar con nuestras alas, que permite respirar
también en un mundo transparente, que lava la atmósfera del polvo cenagoso de
los años, que limpia de su herrumbre y del cochambre ocioso del engaño.
II
La paloma, que simbolizan lo mismo el
alma del justo desprendido de las miserias de lo mundano, que el sacrificio
expiatorio de la ignorancia y la negligencia de la sustancia primordial
indiferenciada -pues el zureo del canto de las palomas es el arrullo de las almas en pena
en su nido-, se presenta en lo alto de la obra plástica para hablarnos del eros sublimado de los
instintos y del predominio en el alma humana de lo espiritual, siendo por tanto
un signo de regeneración, tanto individual como colectiva. Hay que recordar que
el pichón alía, junto a la pureza y sencillez de la paloma, la dulzura de las
costumbres a la ilusión del amor, ya que el macho incuba los huevos de su amada
sin empacho –lo que puede verse como un signo de transformación del alma inferior opaca y tensa al alma superior, informada por la ciencia del espíritu, que es la trasmutación de gavilán en
paloma.
Luego, a mano izquierda se abre la
contemplación a un paisaje, más bien costumbrista mezclado de estilo
impresionista, del Durango decimonónico.
Escena del Siglo XIX, donde el campo y la urbe se dan la mano: por un
lado la familia del hombre trabajador y la carreta alegórica de paja en mitad
de los campos labrantíos; por el otro, la majestuosa portada del Edificio
Central, posada en medio de un campo llano, casi podría decirse que desolado,
seco a fuerza de aislamiento, pero cuyo terreno se manifiesta feraz, como fuerte en su tendencia a la fertilidad, y en el que comienza a retoñar la
vida por una especie de benéfica sabia redentora –imagen que alude a una fecha,
el 25 de enero de 1860, día en que el general José María Patoni marcó por
decreto la transición del Colegio Civil del Estado a Instituto Cívico Literario
-antecedentes del Instituto Juárez y posteriormente de la Universidad Juárez
del Estado de Durango-, en la época en que Durango no sobrepasaba los 30 mil
habitantes.
Unos cuantos emblemas llaman la atención
completando el tablero: por un lado el niño de la pareja humilde que pulsa los
hilos de un comenta elevado al cielo, como promesa y esperanza de que por virtud de la educación podrá desarrollar sus facultades y vivir en un futuro prometido en
el mundo, más que civilizado, humanizado
por las artes creadoras de la cultura. Por el otro las imágenes del gallo y el perro; el
primero asociado a la adivinación y ligado como guía iniciático a la hierofanìa
muerte-renacimiento. El segundo aparece como guardián de la puerta del Edificio
Central, legado de la Escuela del Guadiana de los Jesuitas y monumento de la
gesta histórica del movimiento
republicano y liberal por conquistar nuestra independencia como nación, que a
su vez le da al can albergue y cobijo. Porque el perro, asociado a la visión de
lo invisible y a la lealtad, representa también las renovaciones periódicas y la iniciación, tanto como los jalones y transformaciones de la historia,
pues se cuenta que es un héroe civilizador, adversario de búho materialista y demoníaco, quien
robó con su rabo la chispa del fuego a la serpiente para dárselo a los hombres,
estando también ligado al ciclo agrario.
El panel cierra con un espacio vacío, gris,
que se extiende como un muro contiguo al Edificio Central, indicando doblemente el proyecto desdibujado de la nación independiente: por un lado
agobiada por las intestinas guerras civiles y las invasiones extranjeras y sin
grades figuras históricas; por el otro,
como desleída por las formas sociales y
las esencias de la Colonia, aunque supervivientes, ya caducas y en trance de
extinción. Con ello la obra mural apunta al problema, en modo alguno menor, de
la modernización de la sociedad durangueña, en el doble proceso de laicización
de ella misma y de secularización de la educación, que impuso la escuela
racionalista en manos de agencias profesionales, mediante la filosofía de un
curioso positivismo ampliado (“Saber para proveer”) que, sin embargo, resintió
los valores sentimentales de solidaridad en las haciendas, dando en las
ciudades pábulo, por otra parte, a la rapiña. Página gris, efectivamente, donde
la educación tuvo que enfrentar el complejo problema de abrir espacios en medio
de una sociedad fuertemente cerrada y rigurosamente estratificada, con grupos
de privilegios, romos e inflexibles, que afrontaba a un conglomerado roído por
dentro por el subdesarrollo, y minado por fuera por la escases de
oportunidades, la desocupación y los bajos salarios.
La tentación de aquel tiempo, como de ahora,
fue la de reducir al mínimo el sistema educativo: concibiéndolo como un mero
factor de capacitación, instrucción y adiestramiento, vistos como formas de
inserción y ascenso social. Medida
técnica que no hizo sino blindar las barreras sociales, sin fortalecer empero
la unidad social ni cambiar en nada sus estructuras fundamentales.
III
A mano derecha el panel se desarrolla
corriendo por un muro, cuya barda es rematada en sus cabos por dos gatos, uno
negro y otro blanco. Bajo uno de ellos se desprende la representación gráfica de un tubo, cortado, inconexo, por el que correrían las nuevas aguas fértiles del pensamiento por venir.
En el centro del panel derecho se encuentra una imaginaria estatua áurea de Fray Ignacio de Loyola, patrono de los jesuitas y de la educación universal. Su legado no puede ser soslayado, pues los sabios cristianos trabajaron arduamente por la empresa educativa en Durango por 171 años, de 1596 a 1767 -dejando con ello la indeleble huella de la educación espiritual y confesional de cristianismo en las raíces mismas de la idiosincrasia regional. Así, luego de los muros enjarrados, sobre los ladrillos pelones, aparece la borrosa imagen descascarada de la Compañía, bajo la forma de tres eximios académicos, acaso los fundadores de la escuela: Nicolás de Arnaya, Gerónimo Ramírez y Gonzalo de Tapia, quienes se establecieron gracias al apoyo brindado por el gobernador Don Rodrigo Río de la Loza.
En el centro del panel derecho se encuentra una imaginaria estatua áurea de Fray Ignacio de Loyola, patrono de los jesuitas y de la educación universal. Su legado no puede ser soslayado, pues los sabios cristianos trabajaron arduamente por la empresa educativa en Durango por 171 años, de 1596 a 1767 -dejando con ello la indeleble huella de la educación espiritual y confesional de cristianismo en las raíces mismas de la idiosincrasia regional. Así, luego de los muros enjarrados, sobre los ladrillos pelones, aparece la borrosa imagen descascarada de la Compañía, bajo la forma de tres eximios académicos, acaso los fundadores de la escuela: Nicolás de Arnaya, Gerónimo Ramírez y Gonzalo de Tapia, quienes se establecieron gracias al apoyo brindado por el gobernador Don Rodrigo Río de la Loza.
El muro acusa en uno de sus extremos cierta masividad en sus
relieves, técnica tectónica propia de la escuela de Francisco Montoya de a
Cruz. Surgen en él, a manera de grafitis
callejeros, una serie de bien logrados esténcils, a manera de emblemas del
siglo XX durangueño, con los perfiles
del propio pintor y muralista Francisco Montoya de la Cruz (fundador, director
e inigualable animador de la EPEA), de José Revueltas, del jurista
Francisco González de la Vega (gobernador del estado de Durango por el
PRI de 1956 a 1962) y de José María Patoni (gobernador del estado de 1859 a 1864). Cuatro figuras fundamentales de la historia regional, presentadas como desdibujadas, como si aún estuvieran sujetas a la crítica, a ser revaloradas, justipreciadas o enjuiciadas, por la historia.
Un poco más allá, sobre el muro encalado y amarillento aparece otro retrato más, otra vez con la imagen del escritor José Revueltas, representando al pensamiento crítico, radical, filosófico, que se enfrentó con singular valentía a las aberraciones de la izquierda mexicana, señalando incluso la inexistencia histórica del PC mexicano como cabeza del proletariado. De su figura caen unas escaleras dibujadas con gis escolar, que can hasta el suelo comunicando con el inmediato ahora, mientras que a la derecha sube un chorro de energía que apunta a un cerebro, icono popular del pensamiento, seguido de tres flechas que indican los puntos cardinales del espacio político; sumando a la geometría de la derecha y la izquierda, el arriba, cuya línea se proyecta al cielo, en franca dirección ascendente, que sería el Nous, el Intelecto, aquella parte invisible, sin color, sin forma e impalpable donde radica la esencia, que es la más elevada y divina del alma humana, fuente del conocimiento verdadero que ha sido identificada como el espíritu, que al igual que la mente divina se alimenta sólo de ciencia absoluta y es potente para ver al ser en sí mismo -cuya misión es refinar al alma inferior, tensa y opaca, y sublimar el alma superior.
Destaca en la representación del muro central la imagen dibujada de Euterpe tocando la flauta y coronada de flores. Hija de Mnemósine, musa de la música y de la poesía lírica, cuyos valores etimológicos son los del bien y del contento, la muy placentera, que de buen genio y ánimo alienta desde el fondo con sus trinos la empresa educativa.
Un poco más allá, sobre el muro encalado y amarillento aparece otro retrato más, otra vez con la imagen del escritor José Revueltas, representando al pensamiento crítico, radical, filosófico, que se enfrentó con singular valentía a las aberraciones de la izquierda mexicana, señalando incluso la inexistencia histórica del PC mexicano como cabeza del proletariado. De su figura caen unas escaleras dibujadas con gis escolar, que can hasta el suelo comunicando con el inmediato ahora, mientras que a la derecha sube un chorro de energía que apunta a un cerebro, icono popular del pensamiento, seguido de tres flechas que indican los puntos cardinales del espacio político; sumando a la geometría de la derecha y la izquierda, el arriba, cuya línea se proyecta al cielo, en franca dirección ascendente, que sería el Nous, el Intelecto, aquella parte invisible, sin color, sin forma e impalpable donde radica la esencia, que es la más elevada y divina del alma humana, fuente del conocimiento verdadero que ha sido identificada como el espíritu, que al igual que la mente divina se alimenta sólo de ciencia absoluta y es potente para ver al ser en sí mismo -cuya misión es refinar al alma inferior, tensa y opaca, y sublimar el alma superior.
Destaca en la representación del muro central la imagen dibujada de Euterpe tocando la flauta y coronada de flores. Hija de Mnemósine, musa de la música y de la poesía lírica, cuyos valores etimológicos son los del bien y del contento, la muy placentera, que de buen genio y ánimo alienta desde el fondo con sus trinos la empresa educativa.
En el siguiente tramo destacan tres pendones
oficiales, de los cuelgan las imágenes de Benito Juárez, de Ángel Rodríguez Solórzano
(rector de la UJED de 1957 a 1964) y de Miguel Fernández Félix (nativo de Tamazula
y primer presidente del México independiente). Abajo, a todo lo largo del
panel, recorren la acera 22 estudiantes, quienes representan a las mismas
facultades universitarias, cuyo disperso contingente camina un poco de manera
indiferente, en ropas casuales, inficionados la mayor parte de ellos de gregario individualismo, de flamante modernidad e indiferente tecnocracia –destacándose desbalagado entre ellos un perrillo caricaturesco,
sin facultad alguna, representando a la inexistente Facultad de Humanidades, que por algún motivo ignoto
no adorna con su presencia la procesión de las categorías educativas del
estado.
Abajo, sobre el arroyo, mal pavimentado y
visiblemente remendado, descansan los restos de una vieja camioneta negra, con
sus llantas ponchadas, abandonada, que lleva en su caja una estatua de un ángel tallado en cantera de Benigno Montoya de a Cruz, mientras que cerca de él un transeúnte popular, con
su enclenque canasta de vendimias, se atreve a cruzar la calle, siendo una
evidente alegoría del angustiante subempleo que asola a la capital.
Por último, arriba, en el cielo, la imagen
de tres angelicales querubes. El primero de ellos sube decidido llevando un
globo con la fecha de la realización del mural. Mientras tanto, los dos
restantes juegan con los cables que salen de un transformador de energía
eléctrica, trastornando con ello el flujo de energía y las comunicaciones. Imagen irónica, en efecto, bajo cuya
candidez delata las malversaciones de
algunos medios de comunicación y la censura, pero que también alude a las
antiguas profecías del drama cósmico provocado por la irrupción del caos en el
mundo, pues en el final del tiempo histórico, habrá disensiones,
insubordinaciones, revueltas, conflictos, incluso entre los tronos y potencias
celestes.
IV
El mural del artista José Luis Ramírez
expresa en su conjunto el anhelo de toda una comunidad cultural por renovarse y
potenciarse, por encarnar plenamente el ideal social propio de la universidad, de ser de nuevo el centro y núcleo de lo que
está llamada a ser por esencia: formadora de hombres de provecho, socialmente
comprometidos con el bienestar cultural de la región, donde la convivencia con
los contenidos de la cultura sea motivo no de segregación, exclusión o
dominación, sino de arménico y general
desarrollo individual y colectivo y de hermanad entre nosotros, realizadora de los valores más altos,
universales, de nuestra cultura toda.
Obra crítica, irónica, mordaz incluso,
rejuvenecedora también del espacio y, lo que es más importante, de la propia
visión de las circunstancias y de nosotros mismos. Artista genuino es Ramírez, quien dentro del vértigo
propio de la modernidad, ha sabido utilizar, y a sus anchas, los instrumentos
técnicos y expresivos para dar cuerpo y forma a un sentimiento colectivo: a la
necesidad, al legítimo apetito de una cultura superior por venir.
No queda así, por último, sino reconocer los
fines superiores que le son propios a la enseñanza universitaria, algunos de ellos tácitos, pero
a los que en todo momento apunta la obra del autor: el satisfacer la necesidad
social de la apetencia de cultura –que es la necesidad humana más importante de
satisfacer de todas, por la superioridad de su valor humano. Superioridad
eminentemente social también, pues el bienestar de la cultura regional implica
necesariamente el de su sociedad.
Los nombres pueden cambiar. Lo que se
mantiene en cambio inalterado es la pureza y el valor de las esencias. La
esencia de la universidad es hacer llegar a todos la universalidad de sus
valores, entre los cuales son la cumbre los derechos, enteramente positivos, de
la vida humana, entendidos en su más amplio sentido como derechos de la persona. Los derechos universitarios
son así los de su propia naturaleza como órgano de enseñanza, de transmisión de los valores
universales para la sociedad, por lo que deben estar enderezados a esa
naturaleza, a esa esencia, que es puntualmente la misma del acceso de la
sociedad a la educación de alto nivel y a la cultura propia, a la propia
tradición –sin cuya situacionalidad sería imposible atisbar el horizonte
universal de los valores (paradoja de lo eterno: que siempre y todo el tiempo
tiene historia). Las reivindicaciones de esos derechos, llámese lo mismo
reformistas que revolucionarios, no pueden ser otros que la reivindicación de
la libertad de cátedra, de la autonomía de la universidad como entidad de
personalidad colectiva propia y la excelencia académica –que no consiste en
reivindicar derechos laborales a la manera que hacen sindicatos en la
industria, sino específicamente en reivindicar los derechos del mérito, que consisten en estimar a los hombres por su
valor para una empresa cultural, de valor eminentemente social, y no por su
servilismo.
Durango, 26 de
noviembre del 2015-
16 de marzo de 2016
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