El
Destino de la Universidad: Política y Filosofía
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
La universidad concebida como empresa
privada es aquella que presta un servicio particular y directo a los
individuos, que prepara a los profesionistas liberales en función del lucro
individual. Su tarea: la enseñanza técnica, en vistas a la productividad, para
satisfacer las condiciones materiales de la vida humana, siendo su mercado
propiamente la industria y el comercio. La universidad vista exclusivamente como
una institución que faculta a profesionistas es entonces concebida como una institución
privada de la enseñanza, como un instrumento técnico que utilizan las personas
para el libre ejercicio de su profesión en el mercado laboral, sujeto a la
libre competencia de la economía –pudiendo gozar del subsidio del estado como
una gracia administrativa otorgada a particulares. A ese tipo de enseñanza
puede llamársele en propiedad adiestramiento, instrucción, capacitación –que solo,
por sofisticados que sean, los niveles básicos, elementales, del proceso
educativo.
La universidad socialista, en cambio, tendría
como solo objetivo una significación revolucionaria: el deber de modificar el
orden político establecido.
La universidad a oscilado, peligrosamente,
entre ambas concepciones, haciendo un doble juego, ya sea para no comprometerse,
ya sea porque no sabe lo que quiere y n o hacer prácticamente nada, condenándose
con ello a la parálisis de la inacción o a la esterilidad, presa de su vaguedad
ideológica. En su extremo obstaculizando de cualquier forma y por cualquier
medio y por sistema las actitudes y manifestaciones libres de la cultura
superior, que abiertamente tiende a rebajar, obliterar o ignorar, teniendo
incluso la tentación de sabotear –movida por el imperativo de no modificar la
realidad de ninguna forma, es decir, condenado a la sociedad a la ignorancia. El
riesgo de tan penosa como contradictoria oscilación, como ha hecho ver en
nuestro medio Jorge Cuesta, es el de herir intereses universitarios concretos,
al ser desconocidos o expulsados de la universidad; intereses que empero siguen
desarrollando su autoridad, por desconocidos que sean oficialmente, entrando
por tanto en pugna con las autoridades oficiales, investidas entonces de una
manto de ficción y de fantasía por apoyadas en una ley carente de autoridad
II
En medio de esas dos tendencias extremistas
y antagónicas se encuentran los verdaderos derechos universitarios: por un
lado, el derecho de la libertad de cátedra, carente de todo sentido pràctico-utilitario
o, quizá sería mejor decir, inspirada por el desinterés propio del
conocimiento, y; el derecho a la autonomía universitaria, cuyo significado es
el derecho de existir la universidad como colectividad dentro del estado, es
decir, como personalidad colectiva autónoma con derecho a los beneficios de
tesoro público de la nación. La autonomía
universitaria, en efecto, se refiere al orden público, político, de la nación:
a la idea del carácter público de la educación superior o universitaria, que se
presenta como un “servicio prestado a la colectividad” y no a los individuos en
cuanto tales, de lo que se deriva su carácter nacional.
Porque lo que diferencia propiamente la
enseñanza universitaria es dotar a la enseñanza de la ciencia y de la técnica de
una base social a partir de la cual se estabilizan y crean las instituciones
sociales. O dicho de otro modo: la enseñanza universitaria está destinada a
abolir las pugnas y desequilibrios sociales no mediante el ejercicio individual de las
profesiones o de ejercicio de la economía de la sociedad, sino a través de la
cultura científica y humanística, en el sentido de una cultura universal.
III
No queda así, sino reconocer los fines
superiores que le son propios a la enseñanza universitaria, tácitos, pero
a los que en todo momento apunta la obra de los creadores universitarios de
cultura: el satisfacer la necesidad social de la apetencia de cultura –que es
la necesidad más importante de satisfacer de todas, por la superioridad de su
valor humano.
Superioridad eminentemente social también,
pues el bienestar de la cultura regional implica necesariamente el de su
sociedad. Apartarse, pues, de las presiones y tendencias que falsifican la
enseñanza, que corrompen el espíritu universitario –que es el tomar las
instituciones como rehén o como botín de otros intereses ajenos a su esencia,
que son los fines desinteresados de la cultura, para poner a la cultura al
servicio de apetitos incultos, ya sean económicos o políticos, haciéndola
trabajar en beneficio personal, siendo guiada por el mezquino espíritu
utilitario. No.
Simplemente porque la universidad no está
destinada a beneficiar a los individuos
en cuanto tal, sino en tanto sociedad,
IV
Distraída por otros fines, de
enriquecimiento personal o de trampolín político, la universidad correría el
riesgo de morir de anemia, asfixiando sus fuentes fértiles de investigación,
creatividad y difusión, enrareciendo con
ello su atmósfera, a lo que sigue la degradación de los estudios universitarios
al desistir de su misión propia, dejándose seducir por el lamentable espíritu
del “realismo utilitario”. Porque la universidad tiene fines que le son
propios, morales, humanitarios y universales, siendo su utilidad práctica
diferente a los que pudiera arrojar el adiestramiento o la mera instrucción: la
de fortalecer una tradición en el sentido de una cultura espiritual superior
–que también es de fe.
Los fines últimos de la universidad son así
los de poner en contacto no sólo a la comunidad, sino a la sociedad toda, con
la herencia cultural de la nación, preservando con ello y potenciando nuestra
tradición, fuente de toda renovación y de todo progreso. Pues tal es sino de
expansión del núcleo mismo del proceso educativo: la trasmisión de la memoria
colectiva, de asimilación, familiarización y recreación de los logros
distintivos, específicos, diferenciantes de una cultura. Corpus de ideas,
ideales, creencias, normas y conocimientos, la cultura es el bien social por
excelencia, siendo deber de la universidad la creación de nuevas formas de
cohesión social alrededor de ese núcleo, creador de lazos comunes de identidad
y de pertenencia.
La labor de la filosofía de la universidad
sería así la trasmisión de valores por personalidades vigorosas, que por su
acción comprometida tengan el coraje de defenderla en un saber comprensivo,
evaluando y jerarquizando los contenidos fundamentales de la cultura, llevando
a cabo paralelamente una crítica radical de los fines e intereses desviados,
cuya autoridad injustificada y aviesas orientaciones impiden el estudio, la
investigación y la difusión de las propias formas culturales, asegurando con
ello la continuidad del saber y de la misma nobleza y dignidad humana –hoy más
que nunca puestas en riesgo por absurdas místicas inferiores y abstrusos
intereses bastardos, conducentes en el pasado a inenarrables atrocidades o al
abismo, sin fondo, de la barbarie. Por lo contrario, tarea esencial de la
universidad es la de su renovación incesante de sus ideales, movilizando hacia la realización de ellos,
como ya ha hecho en ocasiones, anticipándose, los más altos artistas nacionales,
toda de la diversidad de sus potencias.
Los nombres pueden cambiar. Lo que se
mantiene en cambio inalterado es la pureza y el valor de la esencias. La
esencia de la universidad es hacer llegar a todos la universalidad de sus
valores, entre los cuales son la cumbre los derechos, enteramente positivos, de
la vida humana, que son los derechos de la persona. Los derechos universitarios
son así los de su propia naturaleza como órgano de enseñanza de los valores
universales para la sociedad, por lo que deben estar enderezados a esa naturaleza,
a esa esencia, que es puntualmente la misma del acceso de la sociedad a la educación
de alto nivel y a la cultura propia, a la propia tradición –sin cuya
situacionalidad sería imposible atisbar el horizonte universal de los valores
(paradoja de lo eterno: que siempre y todo el tiempo tiene historia).
Las reivindicaciones de
esos derechos, llámese lo mismo reformistas que revolucionarios, no pueden ser
otros que la reivindicación de la libertad de cátedra, la autonomía de la
universidad como entidad de personalidad colectiva y la excelencia académica –que
no consiste en reivindicar derechos laborales a la manera que hacen sindicatos
en la industria, sino específicamente en reivindicar los derechos del mérito, que consisten en estimar a los hombres por su
valor para una empresa cultural, de valor eminentemente social, y no por su
servilismo.
Dibujos de Josè Luis Ramìrez
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