La
Educación Enajenada: una Vieja Polémica
Por
Alberto Espinosa Orozco
“El
templo de Dios es santo y limpio,
Y
Dios destruirá al que profane o corrompa a su templo,
Y
ustedes son templo de Dios.”
Corintios
I, 3,17
En años de los 30´s se debatía en México con
pasión y no sin intriga la idea de la “educación socialista”, a propósito de la
reforma del artículo 3º Constitucional. Respecto del “laicismo” en la educación
la confusión creada por la muchedumbre de opiniones, interesadas por la buena y
la mala fe, fue pronto despejada por la claridad del concepto. Porque si Fermín
Revueltas y los otros grandes artistas de su edad la iban afirmado dándole un
contenido iconográfico sustantivo, los refinados escritores del momento no
quedaron a la zaga. Tocó al lucido poeta y crítico Jorge Cuesta, cabeza
intelectual del prestigiado grupo Contemporáneos, recordar lo que la tradición
de revolucionaria independencia había torneado para esa voz, dándole a la
expresión verbal su carácter propio de autonomía social –diríamos hoy
“democrático”-, y despejando las densas turbiedades con que se quiso confundir
el concepto.
Porque el laicismo de la educación se llegó
a interpretar irresponsablemente como un monolito oscurantista de
antireligiosidad -deformante por tanto ya no digamos de lo que hay de homo
religiosus en el hombre, sino llanamente de sujeto moral, de esa exclusiva
humana consistente en poder discernir el bien del mal, y que se presenta
esencialmente como el a-priori de mismo de nuestra especie o de la naturaleza
humana, dividida de raíz entre las posibilidades del bien y el mal. Y ello de
manera ideológica y nada gratuita, pues encubría grupos de poder “burgueses”
cuyos intereses económicos y políticos eran los de relegar a la “Revolución
Mexicana” en las catacumbas de las utopías irrealizables o de postergarla para
un vagaroso e indeterminable Día del Juicio Final.
En realidad, a lo que se temía era a una
enseñanza diseñada para abrir el espíritu y aportar un horizonte nuevo,
moderno, a la nación –siendo así el ideal de la educación socialista o
confundido o considerado como una depravación por parte aquellos que quisieran
ocultar los hechos o que huyen de la correspondencia de las definiciones con la
realidad, movidos por la intención de
torcer los caminos de la nación. La corrección de Jorge Cuesta fue tan rigurosa
como elemental: sin desplazar ni el concepto ni su historia, la expresión “laico” se opone a clerical, no a lo
religioso –pues es un concepto sobre la naturaleza de la sociedad, no sobre
cuestiones de conciencia individual. Porque lo que afirma en el fondo el
laicismo es que la “escuela laica” es aquella que pertenece a la sociedad -no a
una clase social, sea esta burguesa, proletaria, clerical o política. Su deber
es así el de impartir la cultura de la sociedad laica, con su contenido
positivo de historia, ciencia, arte, técnicas, lenguas e instrumentos de
producción, que por su parte tampoco pueden pertenecer a la clase burocrática o
proletaria, o a la ignara en materia de cultura, sino a la correspondencia
vocacional con los estudios y a las necesidades profesionales de la sociedad.
Yendo más lejos, la sociedad laica es aquella fundada radicalmente en sí misma
o con capacidad de autonomía radical, capaz de dictarse a sí misma su destino y
de cumplir los fines intrínsecos a la cultura y a la educación mismas. Es decir,
es la sociedad fundada en la idea de autonomía nacional, derivada de la
historia de México como nación independiente –corona histórica, intocable, de
la soberanía nacional.
Sin embargo, también se propuso que tal
educación fuera “socialista”, demanda que se sumaba al reparto de tierras y a
la libertad sindical. La interpretación de esa idea nos aqueja hasta la fecha.
La educación “socialista” se presentaba así al lado de la cultura fundada en la
“verdad científica”, contra los dogmatismos y prejuicios, enderezada en el
sentido de formadora del espíritu de
verdadera solidaridad humana y de socialización progresiva de los medios de
producción económica (estatismo). Empero, la ciencia es sólo una parte de la
cultura, impotente por tanto de gobernarla o dirigirla en su totalidad,
pudiendo tal “verdad científica” no más
que una doctrina entre otras (positivismo) que al no respetar sus
fronteras (ciencismo) tiende a convertir al hombre en parásito de la ciencia y
al público en pasivo zombi de los explicadores.
Hay atavismos y prejuicios religiosos y
capitalistas, pero también los hay debido a la incultura, al positivismo, al
socialismo mismo. Con la idea de la “educación socialista” se intentaba detener
a la reacción, empero la verdad es que fue desde la Secretaria de Educación que
un grupo embozado en un “comunismo” de ambiciones abiertamente sediciosas se
consolidaba conformándose como un “nuevo porfirismo”, antiliberal y
perfectamente reaccionario. El “socialismo” en la escuela funcionó así como una
palabra fetiche en cuyo charlatanismo de circo de tres pistas podía mezclarse
el racionalismo de la iglesia y de la burguesía, el socialismo fascista, el
socialismo sindicalista, el socialismo proletario, el socialismo
antirreligioso, hasta englobar incluso al nacional-socialismo. La verdad es que
el proyecto de la educación socialista no hizo sino combatir el “fanatismo
religioso” con las armas de los jacobinos, cuyo contenido no es otro que le de
la vieja escuela del porfiriato: el positivismo, rebautizado simplemente con el
nombre de socialista. Porque la base ideológica fundamental de tal escuela no
era otra que dar a los estudiantes “una concepción racional y exacta del
universo”. Lo que equivale a una expresión de puerilidad, inconciencia e
inmadurez de espíritu, pues donde por ley se pedía a la escuela mexicana lo que
nadie se atrevería nunca a pedir: que enseñe la verdad absoluta, intentando con
una frase cambiar la faz del mundo y reformar el universo. Porque si tal verdad
absoluta se busca en el “materialismo dialéctico” lo que se encuentra no es una
verdad científica, sino una interpretación filosófica asentada en el barro de
supuestos sumamente discutibles y abocardada por sus sangrientos fracasos
históricos totalitarios. Acaso la materia posea un principio racional, pero
ello es un problema para ser resuelto por cosmólogos, no por maestros de
primaria. Lo cierto es que si la “escuela socialista” tiene el deber de enseñar
una concepción científica del universo
no se le puede distinguir en nada de la escuela positivista, volviendo
indistinguible tanto el “profirismo” del “juarismo” cuanto el “positivismo” del
dogmatismo.
Así, lo que se perfilaba era una escuela que
se adelanta… pero hacia atrás, y que por ello resulta perfectamente
reaccionaria -o bien sovietizante, pues establece una dictadura educativa
proletarizante y sindicalista, que mantiene en la ignorancia a la juventud de
todos aquellos conocimientos y figuras censurados como herejías por el Partido.
Modelo nada nuevo, por otra parte, inventado desde la Edad Media por la Iglesia
Católica y revivido por las dictaduras de Hitler en Alemania, de Mussolini en
Italia, de Franco en España. Curioso
triunfo de la oposición revolucionaria también, consistente en censurar y
perseguir desde su rebeldía entronizada a cualquier otro tipo de educación
calificándola de “ideologías utópicas”.
Así, la consecuencia de tal modelo educativo
no fue otra que el de la supresión completa de la educción a favor de una
propaganda política de superlativo extremismo. La confusión de la educación con
la propaganda política no fue sino el corolario de un desquiciamiento en las
capas más bajas de la mentalidad magisterial, ayunas de toda técnica y cultura,
donde se fraguó la confusión entre la figura del maestro y la del líder
sindical –así como se fraguaba desde la misma SEP la confusión del artista con
la del charlatán. La consecuencia de tal fantasma, de tamaña expresión vacía de
contenido, que tan bien sonaba a los oídos políticos para sus discursos
demagógicos, no fue otra que la del mimetismo y la simulación, que es lo peor
que puede pasarle a una escuela, pues al ser detectada por los alumnos la
insinceridad en los maestros se pierde toda autoridad -quedando expuestos a la
vergüenza pública como el más vivo ejemplo de inmoralidad.
La conclusión de Cuesta fue la de que, en
definitiva, no puede haber una “educación socialista”, sino a lo sumo una
política socialista de la educación, que defienda como primer principio motor
la soberanía de la conciencia y la libertad de pensamiento, llevando hasta las
clases populares la conquista histórica de la libertad de conciencia como
inarrebatable libertad ganada por las luchas del pueblo de México.
Lo que en medio de la trifulca argumental se
desdibujo es el punto central: que lo reaccionario no es una cuestión de
prejuicios, sino de intereses -más de clases de intereses que de intereses de
clase. Asunto que el muralismo trabajó a su manera, porque no deja de haber
también en el movimiento muralista una denuncia de los excesos de las
concepciones “socialistas” totalitarias, las cuales en términos de
maquinización y propaganda han llegado a “socializar” a los hombres hasta el
extremo de dejar impedirle ser libremente individuos.
Aunque por esos años se multiplicaron las
escuelas en número, la deficiencia interior en cuanto a calidad educativa
pronto las convirtió en obras utilizadas por los intereses reaccionarios.
Porque no es el socialismo el padre de la ciencia y la cultura, sino el que
para realizarse necesita de una ciencia y una cultura objetivas y universalmente válidas. Nadie
ignora que los ideales de la Revolución quedaron postergados en esta
asignatura. Los verdaderos artistas, es claro, caminaron por otras veredas.
Pretendían dar a la escuela una finalidad que estaba ya en la vida nacional,
que había asimilado la doctrina viviente de la Revolución en términos de
poderosas imágenes y de textos sustantivos.
Si bien es cierto que el proyecto educativo
de José Vasconcelos en que se arraiga la obra de Fermín Revueltas (escuelas
rurales, misiones culturales, universidad popular, arte-propaganda, función
civilizadora del arte, redención del indio) es la expresión de aspiraciones
religiosas cuyo sentimiento místico expresó el pintor mejor que nadie, no lo es
menos que tal sentimiento de “política revolucionaria” pronto se convirtió en los imitadores serviles y sin personalidad
en un “nuevo clericalismo”, quienes parapetados tras el dogma de la “educación
socialista” no hicieron sino vigorizar a los espíritus del resentimiento. Por
un lado, el desplazamiento del sentimiento místico pronto transformó el
menosprecio pesimista de la realidad (el mundo en el sentido de la “mundanidad”
como la totalidad del mal) a una inconformidad con la realidad mexicana misma,
cuyo objeto ya no era la realidad mexicana sujeta a transformarse por acciones
concretas, sino la inconformidad misma del resentido, avalada fantasmalmente
por un estado de cosas “utópicas” que simplemente no existen. Inconformidad
infundada, pues, que a la vez que despoja al “comunismo” de toda significación
esencial tomaba la utopía como vehículo o pretexto para expresar el disgusto de
la propia persona, sirviendo como caldo de cultivo a la inconformidad por parte
de mentes vagas y enquistadas desprendidas de la correspondencia con la
realidad.
Socialismo de orientación fascista también,
consistente en no querer algo diferente a lo que se rechaza, sino en una pura
oposición sin objeto. Posición perfectamente reaccionaria y vacía, que en su
“querría ser” pretendió erigir la escuela en Iglesia del Estado –poniendo así
en rivalidad a dos políticas en su interior. Realidad peligrosa si las hubo,
pues para tal tendencia “comunista” el sentido indudable correspondiente a la
escuela no era otro que la dirección del Estado. Así, la interpretación de la
escuela y la cultura no podía sino desembocar en una especie de función
eclesiástica respecto de la política, cuya tarea primordial era la de hacer
“militantes” ciegos y obedientes, servidores de la “ideología revolucionaria”
encarnada en una figura vacía a manera de un santo padre, un sacerdote, un
líder, un jefe supremo y providencial sobre quien descargar el peso de la
responsabilidad individual. Socialismo mistificador, infecundo y reaccionario,
en cuyo autoritarismo dogmático y ansia de exclusión se delata la pretensión no
de compartir con nuestros hermanos, sino de mandar como nuestros padres.
Socialismo meramente adjetival o de cartón de roca cuyos bagazos filosóficos,
faltos de toda sustancia, no pueden dirigir ni mover a la acción y que falto la
reflexión y de fundamento tan sólo pudo servir de máscara a otra cosa: al
narcisismo, al burocratismo o a la voluntad de poderío.
Así, se cambiaron las perlas de agua de la
creación y la libertad por el plomizo dogma amorfo, negador del altruismo y del
espíritu de solidaridad liberal, dando lugar a una mayor dominación, al
“control” de la propaganda urdido por la insidia o a la violencia. Concepciones
vulgares de la filosofía utópica fácilmente transformables en sectarismo de
covacha, cuya desorientada mística inferior no difiere de la cartomancia o del
espiritismo. Porque el reemplazo de creencias religiosas por creencias sociales
tiende a hacer del socialismo sin objeto real
un objeto sobrenatural y astral. Socialismo tenebroso de estrelleros,
pues, solapador de una burocracia supersticiosa y arrogante, que a la vez que
abominaba del liberalismo en realidad se aliaba a la depravada política del
universal imperio, reclutando para sus filas a confusos espíritus juveniles tan
ambiciosos como incultos, para sumergirlos en una fantasía infantil cuyo
carácter evefrénico se reveló en la identificación de la “revolución” con lo
que niega la realidad de la nación y los esfuerzos más caros de sus mejores
hombres.
Doble juego de prestidigitación y
ocultación, que en su impotencia y comedia revelaba una concepción degradante
de la cultura, interpretándola vulgarmente como instrumento para satisfacer los
apetitos incultos. La práctica de la educación y la cultura quedó así viciada
por una especie híbrida de platonismo, consistente en una actitud caprichosa
que tenía el carácter permisivo,
libérrimo e irresponsable de los sueños: creer que la realidad no compromete y
que las consecuencias de los actos no crean obligación alguna. Actitud que inevitablemente
llevó a la educación a la esterilidad y en la dilapidación del exiguo
presupuesto en vacilaciones costosas y en experiencias sin éxito, que figura
las aventuras de un frustráneo Dante buscando a una Beatriz inencontrable. No.
Por lo contrario, educación y cultura
adquieren su valor justamente por la superioridad respecto de todos los demás
apetitos. La cultura es una apetencia que ha de satisfacer a la sociedad
–puesto que sus valores y bienes tienen a su vez como fin satisfacer un apetito
social. La cultura no puede ser instrumento de los apetitos incultos o de
aquellos que quieren servirse de ella personalmente, disputándose su prestigio
y usufructo, escudados tras exigencias políticas y/o económicas, desvirtuando,
desnaturalizando y corrompiendo sus estudios, su responsabilidad y sus
esfuerzos. Porque el objeto de la escuela no es el de la distribución de la
riqueza (problema específico de las esferas económica y política), sino el de
la trasmisión del conocimiento, siendo por su parte el deber más alto de la
cultura manutener viva una tradición intelectual. Porque si la educción estriba
en el desarrollo y orientación de las facultades del hombre, la cultura es el
territorio del estudio y la comprensión más alta y profunda del espíritu, por
lo que toca a la especie humana como tal signada con un destino histórico
-siendo su valor también social, al poner en comunicación por medio de la
tradición con los antepasados y los
ancestros inabordables.
Aunque la obra de la cultura significa para
el individuo deberes, desvelos y
trabajos, privaciones y sufrimiento,
también exigencias de rigor, destreza, talento y gracia, para poder aspirar a
la belleza, socialmente es la imagen de la belleza misma: satisfacción, gozo,
que es el usufructo de sus
realizaciones, de valores convertidos en bienes concretos. La cultura por sí
misma muestra su valor de superioridad por sus ingredientes armónicos de
convivencia y formación social, por abrir en el seno del trabajo una forma de
viada a ejecutantes e intérpretes en celebración de ella misma como valor
superior. Así, hay que buscar el sentido social absoluto de la cultura, su
sentido filosófico, en sus fines sociales propios –a menos que se quiera
cambiar los fines de la sociedad o el sentido de la filosofía.
Porque la verdadera reforma educativa no
puede sino partir del conocimiento profundo del
espíritu del mexicano para tratar de corregir sus vicios y desarrollar
sus virtudes, tratando de crear modelos de hombre con una formación integral,
conocedores no menos de la técnica y de la civilización que del espíritu y de
la cultura.
Beneficiar a los hombres como sociedad, no
en lo personal, no en lo económico o en lo político, sino en otra instancia de
lo político, entendido como lo social mismo: aquella que funda al hombre -o
como instancia de la República, como la luz pública donde aparece el sentido
que la sociedad se ha dado a sí misma en su despliegue, ya bajo la especie
ejemplar de lo conmemorable, ya de lo dado a la admiración como acto de reconocimiento,
pues, de pertenencia a un sentido: a un mismo corpus de valores. Valor
político, es cierto, pero en lo que tiene de valor antropológico: de
fundamentación del hombre en su propia naturaleza, más que en la ambición de
construirle un futuro o de gobernar sobre él, de fundamentarlo. Porque la vida
superior de la cultura, su superior valor, se encuentra en el estudio y
comprensión del puesto del hombre en el mundo –siendo por ello donde más
importa el orden y la jerarquía y de donde se desprende su autonomía moral.
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