El
Ocaso de la Vanguardia: Idolatrías Modernas
Por
Alberto Espinosa Orozco
“Nadie
atrás, nadie adelante.
Se
ha cerrado el camino
que
abrieron los antiguos.
Y
el otro, ancho y fácil, de todos,
no
va a ninguna parte.
Estoy
solo y me abro paso.”
Dharmakirti
(La Tradición)
I
Una cultura viva no es otra cosa que una
sucesión temporal de temas, mayores y menores, y de problemas centrales que las
generaciones de un grupo humano van decantando para lograrlos articular
jerárquicamente, al ir ocupando repetidamente su atención y sus preocupaciones.
El papel de Octavio Paz como pensador independiente, nada complaciente con el
poder en turno, fue en mucho dar relieve, poner en claro e insistir en esos
temas y problemas, arrojando sobre ellos una mirada crítica y lúcida, la cual
no está carente de su grano de sal –grano que no dejó de irritar e incuso de
disolver a algunos seres que medran por lo bajo, entre las tupidas enredaderas
de la academia y de la burocracia oficial. Para entender la aguda crisis de la
modernidad por la que atravesó el mismo como hombre y a nuestra cultura, el
poeta y diplomático universal se sirvió, como sus herramientas hermenéuticas
privilegiadas, del arte y de la literatura no menos que de la reflexión sobre
su experiencia viva, para ayudar con ello a que creciéramos los mexicanos como
sociedad. Sus temas, variados, obedecen sin embargo a una preocupación central:
la de la paradójica confección histórica del hombre moderno, pues sobre los
adelantos del progreso que lo encumbran, pesa y gravita todo el tiempo una
severa decadencia y deuda moral que, en algunas ocasiones, urgió al poeta,
hasta hacerlo expresar convencido: “el tiempo es el error”.
“El
tiempo es el mal
el
instante es la caída
amar
es despeñarse
caer
interminablemente
nuestra
pareja es nuestro abismo
el
abrazo: jeroglífico de la duración
la
lascivia: máscara de la muerte”
(Fragmento.
“Carta de Creencias”)
II
Vivimos una extraña época: la del ocaso de
una visión del mundo y el hombre llamada ambiguamente “modernidad”. En ella
hemos asistido a lo que no sin razón se ha llamado la “revuelta del futuro”,
que al desarrollar las semillas que
llevaba en su seno se han revelado como preñadas de agitación, de desarreglo y
de desorden, pues su desarrollo infausto se ha manifestado como una especie de
descenso al caos, caracterizado por la confusión de las clases y de los
valores, también por la disolución de todas las distinciones, lo mismo en la
masa informe que en el pensamiento y la filosofía. Paso, pues, y paso mortal, a
la barbarie y a la salvajería sin ley, donde la civilización explora muestra su
reverso: no la institución de las jerarquías, creadora de las necesarias
jerarquías entre los hombres, sino el retorno al estado de confusión originaria
de lo indistinto, de lo relativo y de lo particular –y todo ello en nombre de
la naturaleza e incluso de la igualdad.
Ante tal panorama ha surgido como impulso
generoso en el hombre el de la resistencia, ante un estado de cosas no
solamente injusto, sino más dolorosamente aún, confuso , incluso degradado, que
por muy existencialista que sea, meramente de hecho, ha perdido sin embargo su
razón de ser. La resistencia a una visión errada de la realidad no siempre ha
dado el paso necesario que debe seguir a la negación, que es la conciencia,
para abrirse a la recuperación de los valores, motores de la acción sensata, o
al rescate del sentido: a la contemplación del momento detenido en el que se da
la reconciliación de lo eterno con la existencia; a la aceptación del amor y de
la fraternidad; a la actitud activa de verdadero interés social por el otro; o
ponerse de acuerdo de una buena vez con uno mismo y con los otros en el levantamiento
de una auténtica comunidad de fe trascendente -en la que sea posible
distanciarse de lo que está cercano; percibir la hipocresía de los afectos y la
premeditación de lo espontáneo como lo que en realidad son: la excepción, es
decir, la particularidad: o mejor, lo que está distante de la vida; donde poder
sentir la miseria de lo alto y la dignidad de lo que está caído y poder también
amar a nuestro enemigo, resistiendo sin aspavientos a los engaños de la
ilusión.
No siempre, decía, ha sido así. Porque
muchas veces ha faltado a los hombres de nuestra época la reflexión profunda,
para poder someter a ley el particularismo y la excepción, que es lo único que
podría enseñarnos a ver no sólo las micelaneas tentaciones del tiempo moderno
sino, sobre todo, la más devastadora de todas ellas: el hecho de que el hombre
lleva dentro de sí al enemigo del hombre, al lobo del hombre y al demonio de sí
mismo. Percibir, pues, el fenómeno de la doblez y de la escisión del hombre,
donde se fragua la desintegración del individuo en la triple ruptura: del
hombre moderno con el cosmos, con los otros y consigo mismo.
Uno de los rasgos más pronunciados de lo
moderno ha sido su incurable amor por la apariencia; al grado de rendir culto a
los dobles, mágicos, de las cosas; no la fidelidad a la religión y a sus
preceptos, sino la fascinación por las místicas inferiores, degradadas; no el
amor por el arte, sino por algunas de sus subformas híbridas, a partir de las
cuales se puede creer que cualquiera puede ser artista o que el arte puede ser
descubierto por el alma de cualquiera; no el cumplimiento de una libertad
responsable, ascendente, que nos obliga, sino la creencia en la dignidad y la
libertad de todo el mundo: indistinción populista, pues, que llanamente afirma que
todas las opiniones son igualmente respetables, anulando con ello el concepto,
junto con aquellas actitudes que se siguen ante un hombre superior y elevado,
digno por ello de veneración; también creencia en una libertad que es tan sólo
un simple derecho de paso y no el esfuerzo por conquistar y poseer un valor, al
que se obedece y que por tanto por eso mismo se defiende.
La modernidad puede verse así como la
historia de un inmensa frivolidad conducente a error descomunal: el del amor a
las formas y a las ideas mezcladas inextricablemente de tiempo, con el tiempo
(razón histórica), para hacer descender las más altas emociones –de libertad,
de heroísmo, de belleza, de justicia y amor-, a los niveles más bajos de la
existencia, hasta convertir la misma dignidad y naturaleza propia del hombre en
no más que primera naturaleza dada, encadenado a la más instintiva
espontaneidad o a las más primitivas de las reacciones (razón vital); transformando por consiguiente el orden en
ciega obediencia a la materia o a la tiranía de las pasiones; en todo lo cual
puede verse una retrogradación en el hombre hacia la participación con los
niveles más bajos y gregarios de la animalidad. Porque nota inequívoca de la
modernidad triunfante y tecnológica es comparar lo humano con todo aquello que
le es inferior, derivando el espíritu de la materia y las más nobles emociones
de los más bajos instintos y tendencias.
III
Lo que se requiere así es entonces una
“razón demetérica”, que sería mejor llamar “romántica”, potente para criticar
tanto a la razón vital como a la razón histórica; o si se prefiere, una razón
impregnada del espíritu de lo clásico para ahondarlo, pues lo clásico, que es
siempre una crítica radical, una crítica a fondo y que por ello llega a los
fundamentos, no se basa nunca en la novedad, sino en la necesidad de la
renovación del espíritu. Me explico: habría así un clasicismo moderno, y tal es
el verdadero romanticismo –aunque el romanticismo, puede doblarse,
falsificarse, habiendo por ello una dualidad en el arte –derivada, a fin de
cuentas, de la dualidad que hay en lo humano. Falsamente se ha identificado lo
romántico con lo moderno y hasta con lo revolucionario, creándose en tal mezcla
con la historia, el tiempo y el presente extraños compromisos más que ontológicos
(con el ser), meontológicos (con la nada).
Un primer equívoco está en ligar el
romanticismo a los sentimientos históricos inmediatos, intentando fundarlo en
el concepto moderno de “originalidad”, es decir, en una idea del progreso y del
determinismo histórico, para las cuales a cada tiempo lo acompaña una expresión
necesaria, fatal, de su espíritu histórico, la cual corresponde a un
desenvolvimiento mecánico, gradual y sucesivo, en una escala supuestamente
ascendente. Tal concepción desembocó en la frivolidad de las vanguardias: en
una serie ininterrumpida de revoluciones que se iban anulando a sí mismas, que
o iban dejando de serlo para ser sustituidas por otras, o que simplemente a su
vez se convertían en tradición. Tal es el destino de un arte tan histórico, tal
al paso de la alarido de la moda (las vanguardias) y de la razón histórica
misma: ser aquello lógicamente posterior cronológicamente en la historia del
pensamiento o del arte; y ser a la vez lo que mejor expresa a lo presente en su
presente (presentismo). Razón y arte cuyo valor de “originalidad” radica en
ponerse a “la altura del tiempo”, siguiendo su paso acelerado, su velocidad
vertiginosa –precipitándose así insensiblemente en la caída (Picasso, Dalí,
Rothko, De Kooning, Moterwell, Jaspers Jones, etc.).
Al pensamiento romántico también se le ha
querido defraudar, falsificándolo por medio de empujones para sacarlo de su propio centro, al interpretarlo
como un movimiento fundamentalmente irracional, que da prioridad al sentimiento
sobre el pensamiento, volviéndolo así apenas una elaboración sofisticada del
vitalismo vulgar o del sentimiento huero de lo cursi, como una falsa
vindicación de lo raro o de lo particular (cinismo, hedonismo). Así, su destino
no puede ser otro que el de la traición de la vida o el de la traición a la
vida: ya renunciado al arte recurriendo orgullosamente solo al significante, a
lo meramente artístico (esteticismo, arte abstracto), sin preocuparse por el
contenido; ya soliviantando un arte social y comprometido con el tiempo,
absorbido por sus valores pasajeros, es decir, por lo que perece y cambia
(ilustración). En ambos casos, el pensamiento y el arte aparecen como
parciales, fragmentarios, pero, sobre todo, como parcos, concluyendo en un
balbuceo falto de desarrollo.
Por lo contrario, el verdadero romanticismo
se presenta más bien como un clasicismo moderno; que ni busca la novedad en sí,
sino en dado caso la excepción, lo otro, lo raro, ya para que forme parte de la
ley cuando puede ser reivindicado; ya para encontrar, si no su norma, cuando no
puede ser sometido a valor universal, cuando menos sus ritmos poderosos y
orgánicos, que explicarían así la otra cara, tentadora y fascinante, del
sacrifico: la autodestrucción de la humillación o de la frustración, pasando
revista entonces a los impulsos que
llevan a las almas a perderse en un absoluto o en un paraíso artificiales de
naturaleza esencialmente tóxica (que van de las utopías históricas a las
doctrinas tecnológicas, y de ahí a los barbitúricos). Porque en dado caso lo que define al hombre
romántico y al moderno espíritu del clasicismo es el rigor de la crítica, al
estar interesado como su tema central en la interioridad infinita de la persona
–de ahí la recurrencia en los temas, mayores y menores, que vuelven siempre en
el arte y el pensamiento moderno verdadero, como son la preocupación por el
símbolo y por la hermenéutica de la analogía.
La época moderna, llevada y manipulada por
los delgados hilos de la novedad, se ha perdido así en las apariencias, en las
ilusiones que pronto se marchitan o en los desfiladeros de los deseos abismados
por sus fantasías. Presa de la rivalidad interna que tiene su cita dentro del
hombre mismo, han prevalecido los poderes oscuros del alma inferior sobre los
luminosos, más reposados, sociales y espirituales, del alma superior –pues el
impuso, el instinto, la tendencia, según piensan, es lo menos valioso pero la
más potente, mientras que por más que sea el espíritu lo más valioso resulta lo
más vulnerable y lo más débil. Es por ello que la actitud del más fuerte
siempre ha sido la de no hablar, la de no dar razones de sus actos, renuente
siempre a la debilidad del diálogo y a la fisura de la comunicación; erguido en
su ser compacto y sin fisuras, el ídolo moderno puede dar así el denso
espectáculo de la fuerza, no puede en cambio darnos la fuerza misma, sino solo
fundar sobre el silencio la desgracia de los que se arrojan a sus pies para
adorarlo.
Cada época se desmaya de amor por su
apariencia –sobre todo la nuestra, por ser la más alejada de la verdad y, por
tanto, de la reflexión y de la ética. Nuestro tiempo, en efecto, está marcado
por gustos cada vez más pasajeros y superficiales, y cada vez más instantáneos;
el sentimiento de la verdad, si no ha desaparecido, en el mejor de los casos se
ha vuelto ligero y, cuando no, decididamente desfavorable –ya se refugie en la
locura gregaria del convencionalismo, ya se apertreche en las fingidas
certidumbres de la ciencia o de la ideología, no fundadas en razón, sino en el deseo
de acallar a otras voces, para convertirlas en el silencio en sus esclavas.
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