Atardece
Por Alberto Espinosa Orozco
Atardece:
declinan las horas mustias,
la
luz del sol envejece, sus llamas,
aunque
crepitan, no son enteramente
las
mismas: su resplandor como un eco
ilumina
las nubes que, en escuadras,
sedientas,
marchan por el silente celaje.
El
bochorno de las horas pasa, se extingue;
la
caballera del día, que era trigo en la mañana,
se
seca entre las crueles grisuras de la
tarde
que
se apaga, marchando con solemne amargura
a
recostar su cien fatigada en las honduras del agua.
Más
allá del horizonte el héroe rubio
se va, se pierde y se apaga, apenas
iluminando,
a lo lejos, las horas mustias,
que pasan, que caminan, pero que ya van
andando
yertas, como las sombras que andan,
desiertas,
sin poder ser ellas sus dueñas.
El
polvo en torbellino levanta al tiempo,
exánime,
que ya es juguete del viento
que
lo levanta entre el polvo para luego
dejarlo
caer fatigado, entre las cenizas
que,
sin rescoldos, empiezan a volverse
nada:
el segundo, el minuto, la hora
pasan:
harapo gris desgastado
que
cubre bajo su manto de ocres
colores
la bastedad del poblado
-que de poco en poco recuerda,
sin
remedio, la obra del tiempo fugaz
que,
ya sin durar, es cruel gusano que pasa.
La
tarde se agota, silenciosamente
se
apaga, ya todo muere y declina,
como
si fuera una ruina se desploma
bajo
su peso la tarde, cargada de tiempo,
que
el tiempo ha sumando a los días,
hundiéndolo en un óxido ajado.
La
tarde es polvo quemado, el calor
que
la encendía se va, los átomos
ya
no giran ni le prestan más su vida;
se
va, se precipita, haciéndose sombra
entre el cieno, presa ya del barro seco
en la porosa guarida del moroso olvido.
Se oye tras las montañas un ulular
prepotente: se abren compuertas nocturnas
-el
dulce sol ya declina, la luz opaca se muere
y poco a poco se apaga; en un último suspiro
se encienden chispas del día; nubes de rosa y naranja,
ya moradas, ya malvas, luego grises... y luego son nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario