Las Siete Ciudades de Cíbola:
Fray Marcos de Niza
Por Alberto Espinosa Orozco
I
La colonización española
del Norte de México estuvo signada por la visión de los amplios horizontes en
los que frecuentemente destellaba la luz incierta de la leyenda y el mito. El
descubrimiento del Nuevo Mundo pronto despertó los sueños incubados por el
Renacimiento europeo, alimentando los ignotos territorios americanos la viva
imaginación de los colonizadores. Sus mentes regadas con el agua viva de las
aventuras fantásticas relatadas en las “Historias de Caballería” (Amadis de
Gaula, las Segas de Espalandián o la verídica Historia del Emperador Carlos V)
pronto acuñaron una serie de mitos que despertaban sus expectativas quiméricas
de gloria y tesoros fantásticos: el Dorado, el rey fabuloso que se bañaba en
polvo de oro; la Ciudad de los Césares, situada en los confines de la
Patagonia; la Fuente de la Eterna Juventud, buscada afanosamente por Ponce de
León; la Gran Quivira situada en las ilimitadas praderas de Norte América
–también las Siete Ciudades de Cíbola, supuestamente localizadas al norte del
territorio mexicano.
Se debe a Nuño de Guzmán,
primer presidente de la Audiencia de México, la difusión de la leyenda. Después
de encauzar a Cortés y movido por la avidez de gloria acometió las primeras
exploraciones del noreste mexicano, pronto convertidas en cruentas razias
sembradas de depredación, crimen y robo. Apresado y deportado a España el
auditor Nuño de Guzmán tuvo tiempo de esparcir antes la noticia de la
existencia de una comarca en que se hallaban siete ciudades de imponderable
riqueza. Tal relato tuvo como base la supuesta huida de siete obispos
portugueses de la península ibérica tras la invasión árabe, quienes habrían
fundado en las remotas tierras siete ciudades donde el oro corría como la miel.
La historia fue reforzada
por el increíble Albar Núñez Cabeza de Vaca, quien pertenecía en el cargo de
tesorero a la expedición fracasada de Pánfilo de Narváez muerto en las costas
texanas luego del naufragio de su flota cuya armada española intentó la consumista
de Florida en el año de 1527. Albar Núñez Cabeza de Vaca aparece en la ciudad
de México después de haber estado en las tierras desconocidas realizando un
viaje insólito al recorrer a pie miles de kilómetros con otros tres hombres,
Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y el esclavo Esteban, cruzando los ignotos
territorios que van desde las costas de Florida hasta lo que es hoy el estado
de Sonora y trayendo sorprendentes noticias de ciudades cuajadas de oro, plata
y piedras preciosas portadas en sus atuendos por algunos indios vistos en su
inusitada caminata.
El fundamento de tales
leyendas en tan antiguo como las más distantes tradiciones semíticas. En
efecto, en el Génesis del Antiguo Testamento se habla del “Paraíso” terrenal o
“Jardín de Edén”, en medio del cual crecían los árboles de la vida y de la
ciencia del bien y del mal y donde tuvo comienzo la especie humana.
Probablemente situado en las tierras de
Mesopotamia, del río que regaba el Jardín se repartían cuatro brazos; el Tigres
y el Éufrates y dos más de geografía incierta: el río Guijón que rodea al país
de Cus y el río Pisón que rodea al país de Javilá (Cíbola) “donde hay oro. El
oro de aquel país es fino. Allí se encuentra el bedelio (goma aromática) y el
ónice.” (Génesis, 2. 10-12). [1]Los
cuatro ríos no son sino las cuatro arterias vitales que definen las cuatro
regiones del mundo; la última región del Nuevo Mundo apenas descubierta y por
explorar tenía que ser el país de Javilá
o Cíbola.
II
El entonces virrey
Antonio de Mendoza acarició la idea de explorar los territorios del norte en
busca de las ciudades míticas, nombrando para ello como jefe de la expedición
al salamantino Francisco Vásquez de Coronado, quien por vía matrimonial había llegado
al cargo de gobernador de Nueva Galicia, financiando entre ambos la expedición.
Antes de ellos
despacharon una primera partida exploratoria para confirmar las harto ambiguas
noticias de las siete ciudades áureas. La comisión para penetrar el norte de la
Nueva España fue ofrecida primero a Cabeza de Vaca, Dorantes y Castillo,
quienes declinaron, aceptando en cambio el cuatro integrante de la prodigiosa
marcha: Estebanico, apodado “el Negro” por ser su origen norteafricano y de tez
bruna. El virrey autoriza la expedición el 20 de noviembre de 1538 por conducto
del capitán Francisco Vásquez de Coronado, colocando al frente del destacamento
de indios baquianos al culto y prestigioso fraile franciscano Marcos de Niza,
el cual se revelaría como uno de los más célebres mentirosos de la historia,
como nos recuerda el culto abogado Héctor Palencia Alonso.
La expedición partió el 7
de marzo de 1539 de la Villa de San Miguel de Culiacán, no en plan de
conquista, sino a título de “Misiones Puras” y encabezada por un eclesiástico
llevando como instrumento el evangelio. En realidad se trataba de una avanzada
con el objetivo de “encontrar una cosa grande de las que buscamos”.
Es así como dio comienzo
ex profeso la búsqueda de las míticas ciudades de oro. El fraile italiano
Marcos de Niza mandó a Estebanico por delante de unas cuantas jornadas para
remitir noticias de lo que fuera hallando mediante un curioso código
constituido por el número y tamaño de las cruces que iba dejando en su camino
en proporción a la magnitud de lo descubierto: “Que si la cosa fuese razonable,
me enviase una cruz grande, de un palmo; si fuese cosa grande, la enviase de
dos palmos; y si fuese una cosa mayor y mejor de la Nueva España, me enviase
una gran cruz.” (La Relación de Marcos de Niza)
Cuando Niza encontró un
cruz mayor refrendó sus esperanzas de que iba en recta dirección y al topar con
indios adornados de joyas que reforzaron lo correcto al rastro al asegurarle
que allende de los páramos existían ciudades abundantes en turquesas. Así fue,
cuando un día apareció una cruz blanca de tamaño descomunal, inequívoca señal
de que Estebanico había dado con la
primera Ciudad de Cíbola. Niza con su pequeño ejército de baquianos recorrieron
optimistas las jornadas, encontrando en el camino nativos comerciantes que
confirmaban la noticia de la riquísima ciudad donde los habitantes “andan
ceñidos con cintas de turquesas”. Cuando llegaron al punto de encuentro con
Estebanico hallaron a los indios que lo acompañaban con el semblante encajado
de pesar, pues “el Negro” había sido muerto por los habitantes de la cuidad y
ellos hacían de regreso sin lugar a convencimiento en contra.
Contaron que Estebanico
terminó por deschavetarse al liberarse de la subordinación a Niza,
recomponiendo su atavío con adornos y reclamando por donde pasaba favores
sexuales a las indias a más de exigir la deferencia propia a un ser divino. Con
tamaño boato se presentó a las puertas de Cíbola, cuyo reyezuelo, no dejándose
convencer de la divinidad del oscuro personaje, primero soportando su demanda
de honores y pleitesías hasta que luego, colmando su paciencia, lo sometió a
una especie de ordalía para probar su dicho y reprobándolo decidió el monarca
ponerle término final
Lo único sin duda cierto
es que Estebanico estaba bien muerto y la escolta de indios de Niza se negaron
en redondo a seguirlo, conspirando para matarlo si los presionaba un paso más.
Niza, empero, haciéndose acompañar de algunos indios leales remontó algunas
jornadas y atrevió a subir a un cerro cercano desde cuya cumbre avistó la
ciudad, comprobando su magnificencia cuando con el estertor del sol alcanzó la
cima. Cuando el sol exhalaba sus últimos rayos bruñendo el paisaje se deslizó
sobre el la pátina caliente exacerbada por el ambiente caliginoso del desierto
y acercándose al vacío le llegó una visión fascinante: delante de él contempló
extasiado la presencia a la distancia de una ciudad de grandes edificios
superpuestos toda ella refulgente de filos dorados: toda una ciudad recubierta
de oro. Niza vio o creyó ver una ciudad inmensa, cuya población sería mayor que
la ciudad de México. Bajando en éxtasis de la cima no tuvo de ver como al
apagarse el sol tras el horizonte la ciudad recobraba su normal condición de
simple barro.
III
Regresó a México diciendo
en todas partes haber descubierto el reino maravilloso de las ciudades de
Cíbola, por más que el virrey le ordenó quedarse en silencio. Envió entonces el
virrey de la Nueva España para la conquista del nuevo territorio a Francisco
Vázquez de Coronado al frente de la más poderosa expedición jamás vista en
México y llevando como guía a Marcos de Niza, quien había hecho la relación de
cuanto había visto a Coronado, haciéndole jurar que cuanto decía era cierto. La
expedición de Vázquez de Coronado partió así rumbo a la ciudad soñada con 300
hombres criollos y mestizos, 1,000 indios, 1,500 caballos nacionales y armas
hechas en la Nueva España, más un fraile mentiroso.
A las venturosas noticias
iniciales siguió la decepción ante la vista de la ciudad, que no era tal
dorada, sino una miserable aldea de casas de abobe enlazadas por escaleras de
madera, reconocido como el pueblo Zuñi en la actual Hawikuh de Nuevo México.
Poco falto para a Marcos lo lincharan, pues el oro y las turquesas de Cíbola se
trocó por yermos, míseros poblados y agotadores desiertos, quedando la figura
de Marcos de Niza para la historia marcada por la impostura y como modelo de
los engaños del deseo, que por conveniencia se precipita a tomar por reales lo
que apenas son las apariencias. La orden franciscana en cambio robusteció el
imperativo del progreso de la evangelización del norte, cundido por infieles
por combatir, atenuando el barro de la mentira del fraile por el oro que
entrañaba la difusión de la fe.
IV
Empero el expediente de
Niza no hizo sino enardecer la sed de riqueza y aguijar la ambición de gloria
en los expedicionarios comandados por Vásquez de Coronado, aprovechando tal
debilidad otro indio del grupo, de la tribu pawne, al cual apodaban “el Turco”,
quien hábil para describir riquezas fantásticas los convenció de continuar la
exploración. Así, buscaron inútilmente por dos años en las vastas llanuras de
Texas y de Arizona, orientándose por
medio de tiros, señales de trompeta, hogueras y grandes huesos de bisonte amontonados,
avanzando hasta descubrir los inmensos castillos de cinabrio cuyas murallas y
torres imponentes forman lo que hoy conocemos como el Cañón del Colorado. La
viva imaginación del indio sirvió de tal modo de carnada a los españoles,
poniendo a la vez de manifiesto como un enemigo encubierto dentro de las
propias filas es más peligroso que el combate directo contra un ejército
declarado. También como la fantasía fue usada con sus velos por los indios
mexicanos como arma de resistencia ante la penetración de los conquistadores.
Por último hay que
agregar que Vásquez de Coronado no soportó las contingencias adversas del
viaje, sufriendo un ataque de locura, recuperando con el tiempo el juicio pero
perdiendo en cambio el poder político y económico que había conquistado como
gobernador de Nueva Galicia mientras que Marcos de Niza moría en el mayor de
los descréditos. El dorado espejismo del desierto, igual que las aguas
rejuvenecedoras y la gran Quivira, sirvieron así para instruir a los indios en
la cultura hispana por medio de los núcleos de desarrollo regional de las
misiones, haciendo de aquel territorio desabrido un inexpugnable bastión del
cristianismo que recuperaba para la ecúmene lo mucho perdido en aquel tiempo
por la desbandada pagana triunfante por Europa.
[1] En
Isaías 43, 3-4 se habla del país de Cus: “Entregué a Egipto como rescate por
ti,// a Cus y Sebá en tu lugar,// dado que eres precioso a mis ojos,// eres
estimado, y yo te amo.” Cus y Sebá son dos regiones de África, al sur de Egipto;
aunque no es una evocación histórica precisa, sino una alusión a pueblos
lejanos. Y poco más adelante: “Los productos de Egipto,// el comercio de Cus//
y los sebaítas, de elevada estatura,// vendrán a ti y tuyos serán.// Irán
detrás de ti, encadenados,// ante ti se postrarán, suplicantes…” Isaías, 45,
14. Algunos señalan a Cus como el antiguo nombre de Etiopía, “pueblo de alta
estatura y de piel brillante”, “una nación temida en todas partes, pueblo
fuerte y altanero”, una nación “vigorosa y dominadora”. También la identifican
con Egipto porque en tiempo de Isaías se encontraba bajo una dinastía etíope.
Isaías, 18, 1-7.
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