El Fin del Arte o de su Servicio, Utilidad y Sentido Social
(3ª
Parte)
Por
Alberto Espinosa orozco
“La
potencia se ha refugiado en la naturaleza de lo bello.”
Platón, “Filebo” 65 A
III
Todo ha de justificarse, en efecto, ante la
vida –por su servicio, fin o utilidad. El arte bello, esa maravilla inútil
desde el punto de vista tecnológico, que nada transforma, que nada conquista ni
nada modifica, esencialmente tiene como fin (telos o causa final) servir en cambio para refinar el gusto: es
decir, para espiritualizar los sentimientos del contemplador, teniendo por
tanto su corona en el sentimiento de lo sublime, que es lo propio de las obras
de hermosura (pulcritud) –porque seguirá
siendo cierto que es el bien la condición metafísica de la belleza, que tal era
la noción helenística central de la estética clásica, expresada en la noción
griega de la “kalokagatía”, la “belleza buena de verse” Noción aparejada por
tanto a un arte, si no heroico, si al menos medularmente edificante (paideía): ligado por tanto a un arte
vivo, quiero decir, y que es a la vez vehículo de educación, de formación
humana. de corrección, refinamiento del gusto y espiritualización del hombre… y
de la mujer, se entiende.
Es cierto, sin embargo, que existe también
un arte amañado, mecánico o manoseado, en una palabra un arte falsificado, cuya
peligrosa estética subrepticiamente apuesta a favor de valores caducos y deseos
engañosos, que alía la excentricidad a la novedad y el extremismo con la
crítica, invocando en la propaganda y en la ideología la disolución social del
sentido. Porque es innegable que hay un arte que intenta validar un mundo meramente
materialista, automático e instintivo, que da por resultado no el descubrimiento
progresivo de la verdad, de los matices de la belleza y el enriquecimiento del
espíritu y de la comunidad, sino el extravío moral cifrado en el gusto por la
belleza convulsiva o en la costumbre de la esclavitud de las ideologías, presas
en el adoctrinamiento de un marco de referencia único, acrítico y subsumido en
los resortes del control institucional. Un arte frustrado, pues, cuyo
inconformismo desactivado resulta estéril en la búsqueda de la verdadera
libertad y de una mayor independencia y que por tanto anula toda cooperación en
el sentido del desarrollo social o entre las partes.
Acostumbrados como estamos a cualquier cosa
hay también, en efecto, un arte que promueve la belleza convulsiva, edulcorada y
a la vez tenebrista, de los modernos y los postmodenros, de los tardomodernos,
que sirve de canal de expresión a la notas más características de nuestro
tiempo: la novedad y el cambio, y que traen tras ellos, como la cauda del cometa,
la cola nihilista de la excentricidad y el extremismo de la rebeldía, erigidos
como criterios supremos de validación y de interpretación de lo real, los que
no tardan en encontrarse aparejados a la insumisión moral y a la
insubordinación ante el misterio, desembocando irrefragablemente en la lucha
contra el sentido, en el empeño por destruir las normas y a la vez sustituirlas
por un criterio de verdad y de valoración moral tan personal como onírico –que
se expresa sociológicamente en la rebelión de los discípulos, esa especie de
parricidio axiológico que se conjuga, en una especie de armonía preestablecida,
con el motín de marinos que toman el control del barco ávidos de apropiarse del
botín de la tradición.
El empeño por expresar un mundo a la vez
extremista y excéntrico, por mor de la sorpresa, de la novedad y el cambio, ha
llevado así al extremo la confección de un arte confuso y peligroso, a un arte más
que de marinos que desafían al elemento fluctuante y desorientador de suyo de
los mares, sino de piratas mareados y que corre el mayor de todos los peligros:
el de perderse, no tanto por dejar de ser arte, sino por dejar de ser valioso
para hombre, e incluso por poner al hombre tanto individual como socialmente en
contra de sí mismo, expresando, y con aplauso, la deshumanización de la ruptura
con la tradición entrañada en su nihilismo. Arte, pues, que no es sino la
manifestación de la desesperación extrema y de la suprema angustia del ahora,
de la vivencia de la temporalidad, cifrado, como repito, en una estética
peligrosa, por implicar el fenómeno del extravío moral, de la enajenación
mental, de la pérdida de los orientaciones, bajo la forma de una serie de
síntomas de descontento e insatisfacción creciente. Arte en el fondo abismado y
que no vale nada, y que por tanto resulta oscurantista al ser incomprensible,
como la formula magia… o insignificante, carente de sentido quiero decir,
ocioso… por más que pueda seguir girando en ausencia del mundo, como un
satélite abstracto por mor de eficacia del mercado.
El arte impotente puede entonces encerrarse
sobre sí mismo, confinarse en sí mismo, como hace evidentemente el arte
abstracto, para no significar nada, siendo mudo como una cosa, referido sólo a
sí mismo en una especie de onanismo del sentido, que atiende sólo a la precaria
armonización de los más toscos y groseros datos sensoriales (sens data)
o a la presentación de las difíciles emociones de la psicología individual. O
desplegarse según la presión histórica de la tendencia y la moda, para
encontrar nuevos medios expresivos formales, materiales o compositivos (las
vanguardias), y desarrollando en consecuencia valores puramente artísticos
(técnicos).
Arte sin belleza que sólo acierta a caer en
la expresión esteticista de las angustias del ahora, donde se representan de
una y mil modos en todos los grandes centros culturales del mundo una mezcla de
retrato miserable empotrado en los estridentes paisaje costumbristas, de
tientes opulentos y decadentes, de arcaica bonanza burguesa en el vestuario,
donde los cuerpos y rostros reflejan un goce a la vez ahíto y exhausto pero … que
ya no goza, casi masoquista, carente de alegría, donde se alternan las sedas lacias
de los goces con las rocas del pesar del tiempo –agregando en la escenografía
teatral algún ingrediente de dramática grandeza alienígena, donde encalla entre
las rocas una máquina espacial desvencijada o se asoma junto al deshilachado
tapete persa algún indescifrable artilugio de la técnica. Seres del vértigo
alado, es verdad, que terminan postrados en
la orilla del mar, de hinojos y abrasados por la arena después de la
caída. Arte vano, pues, condenado a ser cada vez a la vez más fotográfico y
menos realista, más superficial y epidérmico en su retrato del mundo y simultáneamente
más desolador y lamentable, por caer cada vez más bajo, por estar cada vez más
desesperado al solo atender a los impulsos atractivos de lo meramente lindo y a
la vez concupiscente o a los reclamos imperativos de la moda y sus ensortijadas
maquinarias de publicidad.
Arte onírico, irreal, despojado de la vida
donde sus figuras al intentar hacer una divinidad de su cuerpo terminan por
hacer de dios su vientre y de la reflexión un grito de “mea culpa” y de la creación
un acto esterilidad entre las llamas.
Arte más que historicista, profundamente,
perturbadoramente existencial, confinado al mero devenir en su fase final y de
disolución -última playa ontológica a la que quisiera inútilmente aferrarse el arte contemporáneo, pero que se filtra entre entre las manos como arena.
Porque de la idea dominante del que hombre
no es de esencia alguna o no la tiene, de que no tiene naturaleza propia o no
es un ser esencial (digamos estructurado por un logos y por un logos salvador
de las esencias, poseedor de un alma inmortal), se sigue necesariamente que el
hombre resulte multiforme, equívoco y contingente, pudiendo en cualquier
momento dejar de ser o ser de otra manera, pues no tiene esencia, siendo la nota
de su animalidad, ya no tan racional, el bagazo en que se sostiene la
naturaleza humana y que se confunde entonces con el devenir, identificándose
con el fluir caótico y peligroso de las cosas, no pudiendo derivarse de ello
sino una angustiante estética del peligro y de la contingencia, al estar sujeto
el hombre a las apariciones y desapariciones fortuitas de las cosas, identificado
él mismo con la fortuna vacía de sentido, con el sin sentido y finalmente, si,
con la muerte. Y si el hombre el ser para la muerte, el arte la representación
de naufragio, de su agonía o su epitafio.
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