jueves, 23 de abril de 2015

La Comunión, el Risco y la Esperanza Por Alberto Espinosa Orozco


Presentación de la Revista Cantaletras 2º Aniversario
La Comunión, el Risco y la Esperanza
Por Alberto Espinosa Orozco




I
   Día de celebración es hoy para las letras durangueñas, pues se cumple con el favor del tiempo el segundo aniversario de la Revista Cantaletras: espacio creativo abierto a la memoria y a la huella del sentido de los días. Revista que al arar la tierra y abrir los surcos para hacerla cultivable nos permite revisar también quiénes somos y lo que hemos hecho, siendo a la vez como un espejo donde poder mirarnos otra vez, donde revernos como lo que en realidad somos: una comunidad de fe en el valor de las letras y de la palabra.  Espacio abierto al reconocimiento de las miradas, donde volver a ver lo que nos une y nos amalgama como comunidad y como cultura: que es el amor por lo nuestro, por nuestras costumbres proverbiales, por nuestra educación y singular forma de ser, por nuestros mayores, ausentes y presentes, por nuestra tierra, por el amor a lo humano y al espíritu –así mismo por lo que aspiramos a llegar a ser algún día y que tal vez secretamente ya lo somos: una comunidad, como repito, de fe, cada vez más creativa, más libre y también más autónoma e independiente.
   Día de fiesta, pues, por el aniversario que celebramos hoy,  gracias al fervor de un puñado de durangueños, teniendo más al frente a un animador de la cultura local, como es el maestro Petronilo Amaya, quien ha sabido, por la virtud de la constancia, dar continuidad a un esfuerzo sostenido, fortaleciendo así a una comunidad guiada por el cultivo de las cosas del espíritu, dejando con ello constancia de su trabajo cotidiano al fijar en la tipografía de las hojas indelebles lo que el pasar del tiempo no se lleva, lo que resiste al acoso del olvido fugitivo, de lo que huye o se disuelve entre el fluir evanescente de las cosas.
   Continuadora en línea directa de la revista Redacciones y, un poco antes, de la importante publicación regional de la revista Contraseñas, donde se conjuntó por años lo más granado de la creación literaria durangueña de aquella etapa, la Revista Cantaletras es ahora el relevo temporal que toma la estafeta de ese esfuerzo colectivo, con el objetivo de seguir irrigando y fertilizando con las nuevas aguas y tinturas de la escritura el huerto cultural del querido solar regional, enclavado en el hermoso Valle del Guadiana, siempre bañado por la luz, e iluminado siempre en las noches tenebrosas o en los abstrusos recovecos del camino por las teas siempre ardientes de la tradición, del recuerdo emocionado y la esperanza.
   La Revista Cantaletras cumple de tal manera con el propósito de preservar el amor por el oficio de las letras, potenciando con ello los valores éticos y estéticos, a los literatos y a los artistas, constituyendo de tal forma sus páginas un foro de valor y resistencia que, a la manera de la fuente insobornable, preserva en el río de sus reflejos cristalinos los valores ciertos de la creatividad, la crítica y del espíritu –en una lucha sin cuartel contra los polares extremos de la abrasiva sequedad de la sequía y de la fácil tendencia al estancamiento cenagoso,  en cuyos recovecos se guarecen los inconsistentes chancros de la inconsciencia, del sueño o la parálisis, auspiciando a grupos parasitarios, anquilosados o dormidos entre laureles, cuyos círculos de fuerza o de poder los aíslan en un confinamiento del sentido, alejándolos cada día más y más de la cultura. Lucha, pues, contra la incomprensión creciente de los circuitos cerrados y ciegos ante los valores, ínsitos a la barbarie moderna, que convencionalmente quisieran ignorar la necesidad de las palabras y la utilidad y servicio social aportado por el arte al bienestar general de la cultura –dando como magro fruto, en medio del desdén, la pasividad o la indiferencia, la nula atención oficial al orbe de las letras locales, desterrándola de sus proyectos y presupuestos, agudizando con ello las  condiciones lamentables de precariedad del medio.
   Por lo contrario, la revista Cantaletras ha tomado entre  sus manos como iniciativa propia la tarea viril de hacer vivir una cultural, contando con el apoyo de suscriptores, amigos y mecenas; dando por un lado periódicamente satisfacción a la necesidad de expresar las inquietudes más hondas de una comunidad frente a su circunstancia, frente al mundo y la existencia, ofreciendo con ello una perspectiva compartida de una realidad común, ligados como estamos al terruño patrio por la geografía y por el tiempo; por el otro, permitiendo reflexionar públicamente sobre las condiciones de nuestra propia vida, poniendo así de relieve y manifestando, por la vía de la experimentación individual, las vetas más claras de nuestros valores y los filones de sentido encontrados por los férreos gambusinos de la palabra, para escuchar en el resonar de sus cuerdas más íntimas el tono de los tiempos que corren. Todo lo cual posibilita observar, en el despliegue de sus vectores, hacia dónde vamos como comunidad, determinando entonces la orientación, velocidad, dirección, intensidad y sentido de nuestro desplazamiento en la historia.
   Así, junto con el fortalecimiento tanto la libertad de expresión y de investigación como de las inquietudes vocaciones individuales, la Revista Cantaletras ha ido mostrando en cada uno de sus números un segmento orientado, que a manera de una estampa, de un reflejo o de una radiografía indica inequívocamente nuestras preocupaciones comunes, revelando a la vez quiénes somos y hacia donde es que caminamos. Labor complementaria, pues, entre el individuo y la comunidad, porque si la tarea esencial del escritor es hacer que viva un lenguaje, la de una revista literaria es que una comunidad esté viva.












II
   Lo primero que hay que destacar en este nuevo número de aniversario es la hermandad que ensayos, artículos y poemas traban con la ilustración, las fotografías y las viñetas, contando la revista con un diseño cada vez más atractivo y de un gusto cada vez más refinado, aunado todo ello a una calidad editorial impecable, renglón en el que hay que felicitar especialmente al artista y diseñador Miguel Ángel Esparza, pero también al dibujante y viñetista Luis Sandoval y a los fotógrafos Oscar Robles y Santiago González.
   Toca ahora pasar revista a los temas y problemas de nuestro número, para volver a ver, para rever, en el examen formal de sus asuntos, lo que arroja la trilla de su trigo, fijando en el contraste entre lo efímero y lo eterno aquellos temas y problemas en los que habría que insistir, persistir… o desistir.
   Jesús Reyes González Flores, maestro de letras de Guadalajara, presenta un inter4esante estudio de la Carta I a Lucilio del filósofo estoico Séneca, el cual fue orillado a la muerte por Nerón, quien sentenció también en el incendio a los apóstelos Pedro y Pablo. Se trata de una reflexión sobre el gran tema de la temporalidad, del tiempo vivido, que es por definición irrecuperable, y su valor: de cómo emplearlo sin que él nos emplee y consuma, analizando así el curioso y grave fenómeno de la desposesión del tiempo por los seres humanos. Más allá de la composición artística epistolar, sobresale la posición doctrinal, ética, del filósofo frente al tiempo, que resulta más que una poética del tiempo una verdadera eudemonología. Porque hay que saber aprovechar el tiempo, si es cierto que lo bueno no se pierde, para luego conservarlo en el recuerdo. Se trata así de un proyecto de reconquista del tiempo para luego preservarlo; de ser dueño del presente para depender poco del porvenir; de alejarse de los falsos sueños y de los deseos e ilusiones engañosos para, al hacer lo que gusta, soportar cambios súbitos de la fortuna. Para ello se requiere de un tiempo nuevo, purificado por decirlo así, que quite lo que se ha echado a perder, que borre lo indigno de memoria, lo mejor olvidable, que sería propiamente hablando el tiempo profano, el tiempo perdido que pasa ya sin huella; se requiere a la vez de un tiempo que sepa traer el pasado al presente, de un tiempo que vuelve –que es propiamente hablando el tiempo de la cultura misma, cuya tarea no es otra que la de sacar de sus profundidades los tesoros del tiempo, por lo que es un tiempo memorable y de rememoración colectiva, un tiempo que siempre vuelve y que no pasa. Problema radical de lo humano, pues, tener el tiempo como un bien en posesión y saber cuidarlo, por ser un bien fugitivo y resbaladizo, que cualquier comedor de tiempo puede quitarnos, usurpárnoslo por la violencia o por las artimañas de la distracción, o que se evanece diluido por la negligencia, que engolfa en el sin-vivir de la vida mediocre. Reflexión sobre la vita brevis, pues, que nos impele a vivir intensamente, pero sin prisa, aquilatando la fortuna de estar vivos y teniendo como fin la libertad del espíritu, que logra consagrar el tiempo a otros sin volverlo deuda y que libera del aferrarse mezquinamente a cada hora, por la virtud del darse, de brindarnos a otros en el tiempo. El gran tema de todo tiempo que es el tiempo es visto así en lo que tiene de estructura constitutiva, pues cada día se mueve del pasado hacia el futuro, lo que exige un “arte de la vida”  para tomar entre las manos el presente sin que lo paralice el peso del ayer y sin depender del mañana, que difiere la vida en el futuro. Y para celebrar, hay que agregar ahora, porque hay también un tiempo que al estar hecho de ciclos vuelve sobre y que luego de un rodeo regresa a sí mismo, para cumplirse como algo prometido en su expresión más plena. 


 III
       Y vuelven así también las viejas plumas para ensayar sus armas. El contador, retórico y poeta Juan Emigdio Pérez, partícipe en el acaecer cultural regional durante décadas, se ocupa de hacer memoria, no sólo para homenajear a la personalidad litería regional de Alexandro Martínez Camberos (, sino sobre todo para definir o al menos caracterizar  a su propia generación, la que ha marchado por ambiguas veredas y riesgosos acantilados buscando nuevas formas del existir humano. En su nota aliterada “El Pino Alexandrino” el contador del ICED y animador del anuario de la SED “Cordillera”, fundada por él mismo en la década de los 70´s, nos hace sentir la presencia inestable del tiempo, pues el mundo representa, a decir de San Agustín, la caída en el tiempo, que es el mundo, con toda la carga de abandono, desamparo y soledad que ello implica.  Juan Pérez tira entonces hacia atrás la caña del pescador para rememorar y robarle al olvido algunos perfiles de las sombra fugitivas. Así se enciende por un momento la figura de Martínez Camberos, quien luego de abogar por la autonomía universitaria en 1933 fundara la revista “Proteo” en el Instituto Juárez de 1935, la que tuvo como objeto dar la palabra a una generación de ignorados y revelar la presencia de los maestros inmediatos. Cómplice de actividades subversivas con Vicente Lombardo Toledano y José Revueltas, Camberos participaría también en la llamada “Toma del cerro del Mercado” de 1966, del 2 de mayo y 9 de junio, cuyo emblema pasó a la historia sin ninguna consecuencia, ya siendo juez de distrito a partir del 16 de agosto de 1961 y hasta el día de su muerte el 8 de febrero de 1999 –figura que tomaría nuestro poeta como egregio ejemplo en su afición por la cultura y que serviría también de estandarte político-cultural al grupo generacional compuesto por Víctor Palencia, Luis Sergio Soto, Gustavo Gómez y Oscar Jiménez Luna. Generación riesgosa e inestable marcada por el conflicto de la guerra fría entre Kruschev y Kenedy, por la contracultura hippie de la mariguana y el LSD y el ecumenismo católico de Juan XXIII, que se decantó regionalmente en una estética anarquista, también conocida por el bate local y sastre Evodio Escalante Vargas, que se resume en los versos de Martínez Camberos:

“Hay que violar a la vida,
hoy, que está viva,
no después de haberla asesinado.”






   A ello le siguen los textos de Luis Ángel Martínez Diez, con tres poemas y un fragmento de su noveleta “El Pretexto”, quien más que intentar caracterizar a una generación se debate en la angustia por definir su propio existencialismo de rebelde anarquista y liberal pequeño burgués, de clase mediero satisfecho y protofascista, cuya urgencia de vivir y su deseo a ultranza va contaminado la energía de la fuerza hasta llegar a la violencia, llevándolo luego a los confines de la paranoia, pasando de un marxismo propio de fanáticos a la suerte transformadora de la utopía pragmática de tintes peronistas, y en cuya “tradición de la ruptura” saltan tales contradicciones y de tal magnitud que lo hacen recordar al “hombre libre” dibujado por Héctor Manjarrez: sin amigos, ni familia, ni ciudad, ni país, sólo con la vida para ser vivida… y ya vivida.  Escéptico radical que nos habla de la necesidad insatisfecha de creer en algo, de encontrar un camino con corazón, que se ha perdido, cuya impaciencia de vivir termina por aceptar que la libertad de unos implica la falta de libertad o esclavitud de otros. Las claves estilísticas de tal amalgama habría que buscarlas en el hibridismo, donde el historicismo se vuelve escepticismo, el aforismo existencial se trastoca en el poema, la teoría en la extremosidad del humo que hace llorar los ojos y la confesión personal se confunde con la ficción autobiográfica.




IV
   Cuatro textos suturan a continuación la ruptura con la tradición: el fragmento sobre la leyenda de Santa Martha y la Tarasca del que esto suscribe; la nota de Miguel Ángel Ortiz sobre los 500 años de Santa Teresa de Ávila, pluma zagas e inteligente se detiene en la pugna de la carne y el espíritu, ante el intenso sufrimiento plasmado en semblante yerto de la beatitud, ante el misterio del cuerpo incorrupto de la santa o ante la mano cercenada de la santa por Jerónimo Gracián quien llevó la reliquia a un santuario conservando para si uno de sus dedos; el inteligente poema reflexico de Petronilo Amaya sobre el crucificado, quien lo describa más como hombre-dios que como dios hecho hombre: como poeta ante la muerte, sabio en el templo, como pescador en travesía y alquimista del agua, como estoico ante el mundo, como mártir que recibe el mal sin queja y paradigma de la vida aún ante los más escépticos, y; dos interesantísimos textos de Francisco Javier Guerrero Gómez con motivo de la cuaresma, ya cuando el tiempo del novohispano, del hombre medieval se le mete en el espíritu al visitar la iglesia de San Agustín y topar con la epifanía de la paloma que detiene el tiempo (“Cuaresma”), ya al caer en una esquina de 5 de febrero al fondo sin fondo e inconsciente de sí mismo (“Tercera caída”).  



   Hay que agregar los textos de dos importantes cronistas de la ciudad, que a la vez cultiel género tan desatendido de la microhistoria: José Manuel Almonte,quien nos ofrece una curiosa y bien sazonadota necrológica de Don Rodolfo Villanueva (123 de marzo de 1944-30 de octubre de 2014), y; Benjamín Torres Vargas, quien haciendo gala de oficio en esta ocasión nos brinda una pequeña pintura costumbrista de impecable factura y regusto legendario (“El Carbonero de Analco”).  En una tesitura similar el espléndido texto de “La Sombra” de Ninoska Chacón, tan vivido en su expresión al frisar en una noche de perros las sombras frías de la muerte. Por su parte Elpidia García en “La Caja de las Estrellas”, Gerardo Roslaes Pérez con “El Mayor de los Pérez” y Jesús Nevares Pereda con el cuento de “La Abuela”, dan su lugar a la cultura vernácula, dando continuidad a la tradición oral de los relatos y a los retratos de familia, haciendo recordar las bases mismas de la educación en el ejemplo, el valor de la humildad y el trabajo, así como el mandato mosaico de honrar y obedecer a los mayores, que lleva dentro de si promesa de vida.


   Solo cabe concluir diciendo que los poemas “feministas” de Mónica Reveles, Patricia Rodríguez Ruiz, reina Valenzuela, Socorro Trejo y Yadira Mendoza hacen incapie en la condición de la mujer en la época contemporánea nuestra, época plural y abierta a las posibilidades de la libertad, donde la poesía coopera a una comprensión mayor sobre las diferencias de género y que, sin cancelar la diferencia sexual por mor de un desviado y añejo matriarcado o conducente a la frustrada resignación y al fracaso existencial, nos hace entender la diferencia, no en lo que pudiera tener de confrontación, oposición o contraposición, sino de complementariedad y comunión entre los sexos, abriendo como un cielo la flor de la esperanza en el mutuo enriquecimiento de su alianza.


































miércoles, 22 de abril de 2015

El Fin del Arte o de su Servicio, Utilidad y Sentido Social (3ª Parte) Por Alberto Espinosa Orozco

El Fin del Arte o de su Servicio, Utilidad y Sentido Social
(3ª Parte) 
Por Alberto Espinosa orozco

“La potencia se ha refugiado en la naturaleza de lo bello.”
Platón, “Filebo” 65 A






III
   Todo ha de justificarse, en efecto, ante la vida –por su servicio, fin o utilidad. El arte bello, esa maravilla inútil desde el punto de vista tecnológico, que nada transforma, que nada conquista ni nada modifica, esencialmente tiene como fin (telos o causa final) servir en cambio para refinar el gusto: es decir, para espiritualizar los sentimientos del contemplador, teniendo por tanto su corona en el sentimiento de lo sublime, que es lo propio de las obras de hermosura (pulcritud) –porque seguirá siendo cierto que es el bien la condición metafísica de la belleza, que tal era la noción helenística central de la estética clásica, expresada en la noción griega de la “kalokagatía”, la “belleza buena de verse” Noción aparejada por tanto a un arte, si no heroico, si al menos medularmente edificante (paideía): ligado por tanto a un arte vivo, quiero decir, y que es a la vez vehículo de educación, de formación humana. de corrección, refinamiento del gusto y espiritualización del hombre… y de la mujer, se entiende.
   Es cierto, sin embargo, que existe también un arte amañado, mecánico o manoseado, en una palabra un arte falsificado, cuya peligrosa estética subrepticiamente apuesta a favor de valores caducos y deseos engañosos, que alía la excentricidad a la novedad y el extremismo con la crítica, invocando en la propaganda y en la ideología la disolución social del sentido. Porque es innegable que hay un arte que intenta validar un mundo meramente materialista, automático e instintivo, que da por resultado no el descubrimiento progresivo de la verdad, de los matices de la belleza y el enriquecimiento del espíritu y de la comunidad, sino el extravío moral cifrado en el gusto por la belleza convulsiva o en la costumbre de la esclavitud de las ideologías, presas en el adoctrinamiento de un marco de referencia único, acrítico y subsumido en los resortes del control institucional. Un arte frustrado, pues, cuyo inconformismo desactivado resulta estéril en la búsqueda de la verdadera libertad y de una mayor independencia y que por tanto anula toda cooperación en el sentido del desarrollo social o entre las partes.



   Acostumbrados como estamos a cualquier cosa hay también, en efecto, un arte que promueve la belleza convulsiva, edulcorada y a la vez tenebrista, de los modernos y los postmodenros, de los tardomodernos, que sirve de canal de expresión a la notas más características de nuestro tiempo: la novedad y el cambio, y que traen tras ellos, como la cauda del cometa, la cola nihilista de la excentricidad y el extremismo de la rebeldía, erigidos como criterios supremos de validación y de interpretación de lo real, los que no tardan en encontrarse aparejados a la insumisión moral y a la insubordinación ante el misterio, desembocando irrefragablemente en la lucha contra el sentido, en el empeño por destruir las normas y a la vez sustituirlas por un criterio de verdad y de valoración moral tan personal como onírico –que se expresa sociológicamente en la rebelión de los discípulos, esa especie de parricidio axiológico que se conjuga, en una especie de armonía preestablecida, con el motín de marinos que toman el control del barco ávidos de apropiarse del botín de la tradición.  
   El empeño por expresar un mundo a la vez extremista y excéntrico, por mor de la sorpresa, de la novedad y el cambio, ha llevado así al extremo la confección de un arte confuso y peligroso, a un arte más que de marinos que desafían al elemento fluctuante y desorientador de suyo de los mares, sino de piratas mareados y que corre el mayor de todos los peligros: el de perderse, no tanto por dejar de ser arte, sino por dejar de ser valioso para hombre, e incluso por poner al hombre tanto individual como socialmente en contra de sí mismo, expresando, y con aplauso, la deshumanización de la ruptura con la tradición entrañada en su nihilismo. Arte, pues, que no es sino la manifestación de la desesperación extrema y de la suprema angustia del ahora, de la vivencia de la temporalidad, cifrado, como repito, en una estética peligrosa, por implicar el fenómeno del extravío moral, de la enajenación mental, de la pérdida de los orientaciones, bajo la forma de una serie de síntomas de descontento e insatisfacción creciente. Arte en el fondo abismado y que no vale nada, y que por tanto resulta oscurantista al ser incomprensible, como la formula magia… o insignificante, carente de sentido quiero decir, ocioso… por más que pueda seguir girando en ausencia del mundo, como un satélite abstracto por mor de eficacia del mercado.  




   El arte impotente puede entonces encerrarse sobre sí mismo, confinarse en sí mismo, como hace evidentemente el arte abstracto, para no significar nada, siendo mudo como una cosa, referido sólo a sí mismo en una especie de onanismo del sentido, que atiende sólo a la precaria armonización de los más toscos y groseros datos sensoriales (sens data) o a la presentación de las difíciles emociones de la psicología individual. O desplegarse según la presión histórica de la tendencia y la moda, para encontrar nuevos medios expresivos formales, materiales o compositivos (las vanguardias), y desarrollando en consecuencia valores puramente artísticos (técnicos).
   Arte sin belleza que sólo acierta a caer en la expresión esteticista de las angustias del ahora, donde se representan de una y mil modos en todos los grandes centros culturales del mundo una mezcla de retrato miserable empotrado en los estridentes paisaje costumbristas, de tientes opulentos y decadentes, de arcaica bonanza burguesa en el vestuario, donde los cuerpos y rostros reflejan un goce a la vez ahíto y exhausto pero … que ya no goza, casi masoquista, carente de alegría, donde se alternan las sedas lacias de los goces con las rocas del pesar del tiempo –agregando en la escenografía teatral algún ingrediente de dramática grandeza alienígena, donde encalla entre las rocas una máquina espacial desvencijada o se asoma junto al deshilachado tapete persa algún indescifrable artilugio de la técnica. Seres del vértigo alado, es verdad, que terminan postrados en  la orilla del mar, de hinojos y abrasados por la arena después de la caída. Arte vano, pues, condenado a ser cada vez a la vez más fotográfico y menos realista, más superficial y epidérmico en su retrato del mundo y simultáneamente más desolador y lamentable, por caer cada vez más bajo, por estar cada vez más desesperado al solo atender a los impulsos atractivos de lo meramente lindo y a la vez concupiscente o a los reclamos imperativos de la moda y sus ensortijadas maquinarias de publicidad.
   Arte onírico, irreal, despojado de la vida donde sus figuras al intentar hacer una divinidad de su cuerpo terminan por hacer de dios su vientre y de la reflexión un grito de “mea culpa” y de la creación un acto esterilidad entre las llamas.
   Arte más que historicista, profundamente, perturbadoramente existencial, confinado al mero devenir en su fase final y de disolución -última playa ontológica a la que quisiera inútilmente aferrarse el arte contemporáneo, pero que se filtra entre entre las manos como arena.




   Porque de la idea dominante del que hombre no es de esencia alguna o no la tiene, de que no tiene naturaleza propia o no es un ser esencial (digamos estructurado por un logos y por un logos salvador de las esencias, poseedor de un alma inmortal), se sigue necesariamente que el hombre resulte multiforme, equívoco y contingente, pudiendo en cualquier momento dejar de ser o ser de otra manera, pues no tiene esencia, siendo la nota de su animalidad, ya no tan racional, el bagazo en que se sostiene la naturaleza humana y que se confunde entonces con el devenir, identificándose con el fluir caótico y peligroso de las cosas, no pudiendo derivarse de ello sino una angustiante estética del peligro y de la contingencia, al estar sujeto el hombre a las apariciones y desapariciones fortuitas de las cosas, identificado él mismo con la fortuna vacía de sentido, con el sin sentido y finalmente, si, con la muerte. Y si el hombre el ser para la muerte, el arte la representación de naufragio, de su agonía o su epitafio.